El guardabosques de Aokigahara Parte 3 (II)
Por Cicerón Navega
Recopilador: Iván Darío Aponte Velásquez
• Fue difícil comprender toda la situación. Debo decirle que hoy en día sigo procurando atar ciertos cabos sueltos, algunos eslabones que después de cincuenta años, no pasan de ser meras suposiciones. Le había tomado un gran aprecio a Naoki, lo seguía, casi como un perro faldero, a todas partes del bosque y aguardaba su regreso con preocupación marital las jornadas en que abandonaba los predios para visitar el pueblo. Empecé a preparar la comida todos los días, esmerado en lo que creí como un acto de agradecimiento. Nos sentábamos a comer mientras Azumi nos miraba fijamente desde algún rincón apartado de la cabaña. Esperaba que nos retiráramos de la mesa para acercarse a comer, pero nunca tocaba el plato que estaba dispuesto para ella; servía una ración diferente, en un plato distinto, cada día. Aun así, pese a la escasez de la comida, me esforzaba por separar para ella una porción extra, previniendo su desconcertante ritual. Al día siguiente, yo comía la parte que Azumi había dejado abandonada el día anterior y servía para ellos comida fresca y caliente.
• ¿Qué opinaba Naoki del comportamiento de Azumi?, al parecer usted era en esos momentos incapaz de deducir lo que estaba pasando.
• Para Naoki, Azumi no era más que un fantasma, una desgracia que arañaba los anchos maderos de la cabaña, que rapiñaba nuestra comida y que nos observaba con ojos de animal apaleado desde los recovecos ensombrecidos del salón, olvidados por la luz de las velas; agarrotada, como una criatura del averno descubierta husmeando en la dictadura divina del Edén, su mirada podía sentirse brotar desde la penumbra. Yo había optado por una indiferencia que le permitiera a mi alma y a mi corazón permanecer unidos, escampar de la tristeza que me producía ver a Azumi convertirse en un Yūrei, mutar de esa manera tan terrible… -los labios del señor Ishikawa se deslizan hacia arriba, retenidos por la fuerza inversa de las comisuras, que tensadas como los extremos de un arco, tiran hacia abajo mientras son empujadas por el bermellón. Esos labios desdibujados, temblorosos, ayudan a contener las lágrimas ya empozadas en los párpados inferiores de los ojos negros y cuadrados del anciano.
• ¿Le gustaría descansar un rato?, podemos hablar de otra cosa… -supongo, de manera deliberada (aunque toda suposición es una deliberación gestante), que ante lo vulnerable y sensible que se encuentra el señor Ishikawa la mejor reacción de mi parte proviene de un gesto que trascienda los parámetros del vínculo, ya bastante difusos, pero que podría marcar una diferencia entre unas comprensibles lágrimas de tristeza y el desenfrenado llanto de la psicosis. De pie frente al señor Ishikawa, con las manos extendidas en un gesto jesuítico, intento abrazar su cuerpo cenceño, tembloroso, de hombre viejo y atormentado; pero me detiene interponiendo entre nosotros los huesos de su mano derecha.
• Usted es un hombre que se preocupa demasiado, señor Navega. Estas lágrimas no son una muestra exagerada de mi desventurada psiquis, sino el argumento silencioso de un recuerdo vívido. No piense que soy incapaz de recibir una muestra de afecto o de agradecer el gesto empático de un abrazo, como le he dicho antes, soy fácil para las lágrimas. Si no hubiese aprendido a llorar… -regreso a mi puesto. Pienso en lo difícil que será para mí, a partir de este momento asumir sin tregua alguna y apenas apartado de la duda, que el contenido anímico del relato no es más que una ficción prolongada. Aunque ya había dado por sentado que dentro de aquella construcción preliteraria moraban verdades pasadas por alto que debían ser pescadas a ciegas, producto de traumas irresolutos, aislados algunos, otros de peculiar continuidad, desde este momento tendré que plantearme la posibilidad, engañosa tal vez, de imaginar una única verdad; y muy probablemente esté siendo testigo de las aristas que unen los planos de un viejo propósito o una profusa confesión.
• ¿Quisiera un vaso con agua? -pregunto, en un último intento por auxiliarlo, sin ponerlo demasiado incómodo. Asiente con un gesto de la cabeza, bastante leve, que reconozco con dificultad como una afirmación. Recibo la taza vacía del señor Ishikawa, miro mi bebida aún invadida de vapor, como una diminuta piscina de aguas termales, hirviendo y azufrada. El viejo se percata del inocente asombro que me arroba al comparar su taza vacía con mi taza aún en llamas, con un vaho constante que serviría para preparar un baño turco, y la cual apenas si he podido tocar debido a la temperatura del agua.
• No se preocupe por nada, ya estoy mucho mejor, se lo aseguro. Siéntese, deje esa taza sobre la mesita y siéntese, quédese tranquilo. En un rato pondré un poco más de agua. Tengo algunos paquetes de galletas dulces, también saladas… pero por ahora me gustaría continuar, si le parece bien -decido no insistir. Dejo la taza de porcelana sobre la mesita de centro y, una vez más, regreso a mi asiento. En cuanto ve que he logrado ponerme cómodo, continúa -Sacarse la oscuridad del pecho es un procedimiento dolorosísimo, una operación a corazón abierto sin anestesias, con los ojos en la vigilia ante la carne del costillar expuesto y con el desvelo apoderado de la conciencia… -se detiene para sonreírme directamente, pudiera ser, conmovido por la especial disposición de mi cuerpo al escucharlo hablar con ofrendada atención- No me tome por una persona tan seria, menos en ocasiones como esta, señor Navega, cuando mis palabras empiezan a salir una tras otra en afanados y crueles intentos poéticos. La enfermedad del que es errante en la memoria de sí mismo, lo convierte, además, en un errante de la lengua. Si usted me disculpara las comparaciones, yo le estaría agradecido -evito sonreír en esta ocasión, pues un diente mal puesto en una mueca, bien sea una sonrisa o un gruñido, es determinante, podría fortalecer o debilitar, según el caso, la relación casi solemne que hemos entablado.
• ¿En qué momento se dio cuenta de lo que realmente estaba sucediendo? -pregunto queriendo encauzar de nuevo la conversación.
– Fui completamente ciego, y aún no logro definir si de alguna manera lo ignoraba a propósito o si simplemente una inadecuada inocencia, que en un hombre adulto, como ya lo era entonces, no podía catalogarse de otra forma más que de estupidez, me alejaba del entendimiento, de la razón verdadera. El factor común en cualquiera de los dos casos era la inacción, que frente a las circunstancias resultaba una ignominia de la que empecé a hacer parte cuando, de manera egoísta, recuperé mi alma a cambio de arrojar el alma de Azumi al vacío. En vísperas del décimo mes, apenas entrando la madrugada, un grito se proyectó desde uno de los oscuros rincones del salón, seguido por la corneta de un berrido que nos hizo brincar de los catres, como si respondiéramos tardíos a un llamado de guerra. Naoki bajó las piernas y las apoyó firme sobre el suelo, sentado al borde de la polvorienta colchoneta. No sé por qué, lo imaginé dispuesto a auxiliar a Azumi, sin embargo, después de un rato volvió a tenderse, se dio vuelta en su catre, subió la manta hasta cubrirse la cabeza y continuó durmiendo. No quise reprocharle nada, como si aún, pese al llanto incesante del producto de sus oprobios, yo siguiese creyéndolo incapaz de tal infamia. Encendí una lampara y corrí hasta llegar al recoveco en donde Azumi, lívida al punto de la transparencia, con un bebé diminuto incrustado entre sus pechos, subiendo y bajando sobre la turbulencia de su respiración, se habían rendido ante el cansancio. Ambos estaban ya en silencio. Apaciguado por la música insuperable que le daba el corazón de su madre, la diminuta criatura dormía. Azumi me observaba furibunda, aunque, quizá por falta de fuerzas, no se apartó de mí. Me quedé frío. Hacía varios meses que no nos encontrábamos tan próximos. Sus ojos estaban inyectados de sangre, proyectados más allá de los párpados, como si fuesen un líquido espeso que intentaba escapar por entre las dos alargadas hendiduras de su rostro. Jadeaba, repasando en repetidas ocasiones la lengua sobre los labios untados de su propia sangre, que parecían descamarse. Había cortado el cordón umbilical a dentelladas. Alcancé una bota llena de agua e intenté ayudarle a beber, pero me arrebató la bota, luego se tomó toda el agua en sorbos largos que sonaban al bajar a empujones por la garganta, sin retirar aquella mirada hostil ni por un segundo. De manera instintiva estiré las manos hacia el bebé dormido, queriendo levantar su cuerpecillo de huesos livianos entre la cuna de mis brazos, pero Azumi rugió un “No” e intentó arrastrarse lejos. Los huesos de sus piernas menguadas, la piel meciéndose sin compás sobre el fémur, ondeante, convulsionando a punto de desprenderse como una manta que el viento arrastra lejos del tendedero, las manos ocupadas salvaguardando el bastión de fragilidades que reposaba sobre su pecho, aquel dolor, aquel cansancio devastador, le impidió llevar su cuerpo demasiado lejos. Terminó por rendirse hasta quedar profundamente dormida. En cuanto tuve oportunidad regresé a los catres para contarle a Naoki lo que estaba ocurriendo; tenía algunas preguntas que hacerle, y claro está, debía también pedirle ayuda. Por más absurdo que pueda sonar, yo aún seguía buscando una explicación plausible a todo lo ocurrido con Azumi, que no involucrara a Naoki de ninguna manera dolosa; “Azumi ha parido una niña, ella sola…” Su sorpresa fue poca, algo predecible, por supuesto, aunque su indiferencia puso fuera de órbita todas las fuentes de mi pensamiento racional, pues en lugar de ayudar y socorrer a Azumi, Naoki contestó que debía ir al pueblo para trabajar en las vías; “Regreso tarde. Guárdame algo de comida”, dijo antes de abandonar la cabaña. Quedé de pie bajo el umbral de la puerta, viendo como se alejaba entre los árboles, surgiendo de repente, como una aparición, al moverse bajo los claros de la luz filtrada, desapareciendo bajo las densas y entreveradas capas de oscuridad y follaje reseco que parecían ir masticándolo, triturándolo hasta hacerlo desaparecer entre la boca siempre hambrienta del Jukai. Ni una sola pregunta consiguió salir de mi boca aquella mañana. Regresé al lado de Azumi y su bebé, evitando a toda costa pensar en la actitud de Naoki. Las observé dormir, cobijadas por la penumbra del rincón, que pese a la lámpara que yo mismo había arrimado horas atrás, continuaba frío y dominado por las tinieblas, sobre un charco aún abundante de fluidos corporales, ungidas por aquella grasa blanquecina que cubre a los recién nacidos, densa y pastosa. Al cabo de unos minutos estaba haciéndoles compañía, encerrado en un sueño tan profundo que no me di por enterado del momento en el cual Azumi se desplazó desde un extremo de la cabaña al otro.
• ¿Cómo se veía la bebé?
• Según lo poco que podía ver, parecía estar bien. Lloraba sin exceso y tomaba largas siestas junto a su madre después de comer. Al cabo de unos pocos días, Azumi había recuperado algo de ese semblante rosáceo que la distinguía, la bebé había subido de peso y ya no rechazaba los platos de comida que servía exclusivamente para ella. Pero seguía manteniendo su silencio. La mirada, aunque flemática en su superficie, ardía en el interior como una enorme pira alimentada con desprecio. Después de todo, probablemente por la memoria de los buenos tiempos, me dejaba permanecer cerca unos minutos al día. Entonces me daba cuenta de que todo parecía ir bien con la bebé.
– ¿Y Naoki?
• Bueno… frente a sus ojos, Azumi y su bebé no ocupaban una categoría mayor a la de un viejo mueble o un espantoso objeto decorativo. Empezó a tomar trabajos en el pueblo con mayor frecuencia. En algunas ocasiones permanecía más de dos días por fuera y regresaba con abundantes cantidades de comida que yo mismo organizaba en las alacenas. Parecía no sentir la más mínima curiosidad al respecto, comportándose de manera distante, continuaba con sus actividades tal cual y como si nada hubiese ocurrido.
• ¿Tampoco hablaba con usted?
• Yo quedé en medio de aquellos dos silencios. Las únicas voces que se escuchaban en la cabaña eran la mía cuando llamaba a comer, y la voz ronca y aguda de la bebé al momento del hambre. Azumi amamantaba a la bebé tanto como podía, queriendo mantenerla en silencio la mayor cantidad de tiempo posible, y puesto que la leche producida era escasa, la veía pasar de lleno la tarde exprimiendo compulsivamente sus senos hasta dejarlos amoratados. Durante los pocos minutos al día en los cuales podía, con cierto escrúpulo, acercarme a ellas, aprovechaba para hablar, deseando recuperar alguna voz, extraer desde la entraña animalizada de su conciencia cualquier palabra, cualquier rezago de la lengua, del lenguaje depurado que libraba más que gruñidos e indescifrables onomatopeyas.
• ¿Cree que Azumi estaba interesada en escucharlo hablar?
• Ni siquiera tenía la certeza de que en realidad mis palabras tuvieran, para ella, algún sentido. Pudiera ser que… (tenga en cuenta que es una mera especulación) mis sonidos, debidamente articulados, resultaran para Azumi tan ininteligibles como lo eran para mí el extenso compendio de ruidos, entre bufos, chirridos, gorgoteos y sofiones, con el que había empezado a comunicarse, más como una reacción defensiva, de gesticulación agreste, que como una intención conciliadora del pensamiento. Cuando me acercaba para hablar, mis palabras estaban siempre dirigidas a la bebé, pero en realidad eran un tren de disculpas encarrilado hacia Azumi. Me sentía desasosegado, consumido por un remordimiento inextinguible que hacía (y continúa haciendo), poco a poco, cenizas de mi alma. Sabía que la rabia y el desprecio con el que me trataba estaban más que justificados, sin importar cuán salvaje e indomeñable se comportara, cuan inhumanas fueran sus reacciones, ni cuanto me recordaran sus gestos y movimientos a asustadizas criaturas acorraladas.
• Me sorprende que frente a toda aquella situación tan poco común, Naoki permaneciera indiferente, buscando la impunidad en el silencio, ¿quizá?
• Aquello era lo obvio, como usted dice. Sin embargo, una quincena de días después, como el acto redentor de un hombre cobarde, confronté a Naoki una mañana, bajo el claro que relumbraba a unos metros de la cabaña. Las expresiones de su rostro transitaban entre el asombro y el enojo, mientras escuchaba atento cada una de mis elucubraciones alrededor de lo que estaba ocurriendo con Azumi, sobre su actitud y acerca de mi creencia en su participación, en su innegable paternidad, tan vergonzosa, que toda admiración y gratitud que sentía por él, se habían hecho polvo. Cuando terminé de hablar, se dedicó a remover con el pie el follaje húmedo; “¿Qué tanto conoces este lugar?”, me preguntó, pero mis palabras ahora estaban a las puertas de mis ojos, no en mi garganta, así que, ante el silencio, Naoki comenzó a narrar su versión de los acontecimientos. Aunque mi actitud como escucha no se asemejaba a la solemnidad y compostura de Naoki, intenté, con todas mis fuerzas prestar atención a sus palabras.
• ¿Y cuál fue la “versión de los acontecimientos” de Naoki?
• La raíz de lo sucedido tenía que ver indirectamente con la familia de Azumi, así que inició contándome los motivos del exilio para que yo pudiera, según su juicio, comprender la situación sin hacer mayor algarabía. Intenté, antes que nada y en vano, desenmarañar toda esa cadena de sucesos azarosos cuyo resultado se amamantaba en esos precisos momentos de los senos violáceos y desecados de Azumi, y en cuyo extremo se adhería un nuevo eslabón, sin la explicación que Naoki estaba dispuesto a darme.
• ¿Para él seguía siendo un tema sin importancia?
• Hay quienes ante la presunción de su inocencia cometen actos de crueldad inesperada. Sienten que sin la culpa reafirmada pueden tomar partido en situaciones que no les corresponde.
• ¿Qué le contó Naoki?
• Resulta que el hijo menor de los tíos de Azumi, Nakamura Kitano, mantenía constantes pleitos por dinero con un pescador de la zona llamado Hiroya. Según Naoki, Kitano, al enterarse que Hiroya se encontraba ausente, visitando, quizá, otro poblado, llegó ebrio una noche a las puertas de la casa del pescador, que tenía levantada su choza en una zona aledaña al pueblo, un tanto precluida de la vecindad, en donde, lejos de la posibilidad de encontrar resistencia alguna y en un lugar apenas alumbrado por unas cuantas velas, el primo de Azumi decidió irrumpir sin meditarlo demasiado. Según la verborrea local, (y esto es algo en principio difícil de corroborar), queriendo recuperar parte de un dinero que Hiroya le debía, Kitano ultrajó a la esposa del pescador, mientras sus dos hijos pequeños, quienes tuvieron que presenciarlo todo, gritaban e intentaban con pueriles métodos, auxiliar en vano a su madre. La mujer guardó silencio y hubo impunidad durante algunos días, hasta que el pescador regresó, para enterarse acerca de la violación por boca de sus pequeños hijos. Hay razones crueles en el honor, señor Navega, porque nunca se sabe exactamente cómo definirlo, salvo, y de manera algo atrevida, como una ética circunstancial. El pescador, sintiéndose deshonrado (y ya hablar de honra es algo mucho más visceral), arrastró a su mujer y a sus dos hijos hasta el borde del lago para degollarlos. Ató pesadas rocas al cuello de los cadáveres y arrojó los cuerpos al agua desde una balsa, a tan solo un centenar de metros de la orilla. Regresó al pueblo queriendo encontrar desprevenido a Kitano, pero los vecinos decían que había abandonado su casa en mitad de la noche, y que de aquello ya se contaban dos días. El pescador corrió el rumor de la desaparición de su esposa y sus dos hijos, acusando a Kitano y señalando a todos sus familiares como cómplices al secundar la huida. La fuga de Kitano daba un peso aplastante a la versión expuesta por el pescador, pues varias personas conocían su debilidad por las recompensas monetarias arrebatadas al azar y el temperamento voluble y violento que había presentado desde niño. Kitano había arrojado por última vez sus dados, y como siempre, apostó mal. Las gentes del pueblo simpatizaron con la causa del pescador, así que organizaron dos comités; un primero para buscar a Kitano y traerlo de regreso al pueblo, y un segundo comité encargado de expulsar, sin excepciones, a todos los miembros de la familia de Kitano lejos de sus arados y sus casas. En menos de veinticuatro horas no quedaba en el pueblo ni uno solo de los miembros de la familia de Kitano. El comité número dos había cumplido con su tarea, acaso de manera castrense, y dejando los sembradíos intactos, al igual que el resto de las propiedades, se repartieron todas y cada una de las cosas que pertenecieron a la familia Nakamura, entre ellas la casa en donde funcionaba la vieja posada que Azumi recordaba con honda nostalgia. Por otro lado, el comité de búsqueda había fracasado, regresando cuarenta y ocho horas después sin resultados ni pistas. Kitano parecía haberse disuelto en el aire.
• ¿Quién averiguó todo esto que me está contando?
• La policía, por supuesto, no sin antes hablar en privado con el pescador. Negó todo hasta el día en que decidió arrojarse él mismo al lago donde aún yacían, blandos e hinchados, masticados por los peces, los cadáveres de su familia. Alguien lo vio arrojarse desde la balsa con una enorme piedra sujeta al cuello e intentó socorrerlo, sin embargo no había nada que pudiera hacer para evitar la tragedia. Cuando llegó a la zona en donde naufragaba la balsa de Hiroya, descubrió los cadáveres.
• ¿No debía eso confirmar las sospechas de la policía y exonerar a Kitano, cuando menos, de los homicidios?
• Fue lo mismo que pensé cuando Naoki llegó a esa parte del relato. Pero las gentes del pueblo ya habían hecho cosas que eran imposibles de resarcir, y en las cuales muchos encontraron una prosperidad que jamás habían tenido, así que, comprenderá, no estaban dispuestos a devolver nada de lo saqueado, ni mucho menos existía quien con el ánimo de obligarlos. Todos, incluso la policía, habían recibido una parte del botín. El pueblo entero guardó silencio frente a los hechos, y sin importar las conclusiones de la investigación, ni lo obvias que resultaron las pruebas, para la comunidad entera, Nakamura Kitano, no solo era un violador sino también un asesino -entrecruzando los dedos de las manos, encorvando un poco más la espalda, como si tratase de insertarse en sí mismo, alzando el rostro y sosteniendo una mirada dulce, me pregunta por la hora.
• Son las 6:30 de la tarde -contesto.
• Es usted un buen terapeuta, señor Navega.
• ¿Yo? Si tiene a bien que la mayoría de mi terapia consista en guardar silencio, aceptaré el cumplido.
• Creo que lo ha hecho de manera espléndida, pero siendo sincero, estoy algo cansado. La espalda y la cadera son una compañía incómoda, una ironía de la que no quisiéramos nunca prescindir, además es bien sabido que nosotros los viejos dormimos una cantidad ínfima e intermitente de horas, y yo no soy una excepción. La suma de los males de la vejez siempre es un resultado negativo -ayudo al señor Ishikawa a levantarse de su asiento. Sin decir nada ha salido de la sala en dirección a la cocina, moviéndose con una soltura y una velocidad, si bien no juveniles, bastante lejos del paso trémulo con el que hasta ahora se había desplazado. Intento acomodar un poco el desorden que se esparce sobre la mesita de centro, pero el señor Ishikawa ha regresado de la cocina bastante pronto y dudo acerca de mi intención cuando lo veo detenerse frente a mí, sosteniendo en los ojos una pregunta recurrente que ya no necesita ser mentada. Sonrío.
• No dudo que sus intenciones sean buenas, pero preferiría conservar un poco más de tiempo mi vajilla. Tome, esto es para usted -el señor Ishikawa extiende una bolsa plástica de color negro y me insta a tomarla agitándola frente a mis ojos como si fuese una espiral hipnótica. El peso me toma por sorpresa, haciendo que por poco se escape de mis manos. Una textura acartonada envuelve algo firme.
• ¿Es la mezcla de hierbas aromáticas que mencionó antes? -el señor Ishikawa me explica que al interior hay un frasco con un popurrí de flor de hibiscus, menta y canela en astillas. Después de algunas recomendaciones acerca de cómo preparar la bebida, nos despedimos en un abrazo corto y un “hasta pronto” tan honesto como improbable.
• Le avisaré, si es que acaso amanezco muerto -una carcajada compartida entre dos que se ya se presumen amigos agita toda la sala. Un último guiño nos divide en el portal de la vieja casa, mientras avanzo por la acera húmeda de una lluvia reciente que nunca percibí.
*Nota editorial: esta es la sexta entrega del Guardabosques de Aokigahara, parte 3 (II), continuando con las crónicas y entrevistas falseadas de Cicerón Navega. Recomendamos acompañar su lectura con los textos anteriores del recopilador Iván Darío Aponte Velásquez.
La imagen fue seleccionada por les editores del blog. Fuente: foto de Jonathan Borba de Pexels.