
La carta de Senka Stancovic
Por Blas Estévez
I
Volodia
Hace unos días, lo sabrás, se declaró el armisticio. Sin dudas se trata de una capitulación brutal. Ha comenzado a crecer la paz luego de años de siniestras artillerías. La guerra llegó a su fin. Hemos comenzado la larga marcha hacia nuestros pueblos que aun devastados, siguen siendo el único lugar que encontramos en este mundo.
Deberías ver cómo marchamos entre los campos de esta guerra que acaba de terminar. Caminamos sobre los efectos de la guerra; caminamos sobre la paz, Volodia. Pero hay una inquietante simetría entre la paz y estos campos llenos de cráteres, de manchas, de árboles despedazados y cuerpos hundidos en el barro o cubiertos de polvo, con esos pájaros negros que los devoran. Les disparamos a esos pájaros… aunque nunca logramos pegarles. Hay una semejanza estética, le contaba, entre este campo por el cual caminamos hacia nuestros pueblos y la paz brutal que nos han impuesto. Eso es lo que inquieta, Volodia. Sin embargo, marchamos, agobiados, en silencio… en el silencio que dejó una guerra que se va… mientras otra comienza su murmullo diciendo paz. Estoy divagando, lo reconozco, pero es como si la paz bajara sobre esos campos y esculpa en ellos su figura, su forma, hasta coincidir con ellos. Bajando esa paz como el pájaro negro, ése al que le disparamos. Lo que inquieta es la semejanza estética entre la condición del campo sobre el que caminamos y las condiciones políticas de la paz. Y sobre esa coincidencia, se recortan nuestros cuerpos, que marchan, en silencio, hacia sus ciudades devastadas.
Deberías vernos marchar, mirando los muertos desparramados, prefigurando en nuestra consciencia nuestro propio destino: caminamos hacia su condición, sólo que lentamente, con cierta agonía. Con otro ritmo.
En algo todavía somos cristianos, Volodia. En eso del sacrificio del inocente: la promesa de un mundo nuevo creado desde el horror de sacrificar al inocente. En eso somos cristianos, Volodia. Cómo podremos reconciliaros en esta paz, cuando seguimos sacrificando al inocente; en eso la paz y la guerra se confunden en una sola cuestión.
Deberías vernos marchar, Volodia, angustiados, sospechando que la capitulación militar sea, con el tiempo, una capitulación ética. ¿Se acuerda de aquel relato que leíamos en la estación, ese del círculo de la ética?…
Senka Stancovic
II
Cuando llegué a la dirección de Zárate, pude ver desde la esquina un amontonamiento de gente y una cuadrilla policial que se salía de la pensión. Comprendí inmediatamente que Zárate había muerto y seguí caminando, mientras simulaba otro destino, con aire de indiferencia, dramatizando una mirada levemente curiosa, pero no comprometida con los hechos que acababan de ocurrir en la pensión, donde hasta hace poco vivía Zárate. Mientras componía mi personaje, una mujer comenzó a caminar a la par mío. Cuando estábamos a unas cuadras me dijo: Aguirre, le dejo esta nota, es de Zárate, llévesela a Segovia… Guardé el papel en el bolsillo, mientras veía a la mujer cruzar la calle, mientras la veía irse.
Tomé el tren de regreso, tenía que ver a Segovia.
El bar seguía abierto, pero se veía a Benavidez solo, envuelto en el aire agrio de su rincón, detrás del mostrador. Me dijo que Segovia se había ido… Pasaría un tiempo antes de que vuelva a verlo.
III
– ¿Todavía guarda la nota que le dio la mujer, Aguirre, cuando Zárate se mató allá en Constitución?
– Si, la conservé para entregársela Segovia. Era para usted para quien estaba dirigida. Tenga… Es un diálogo, tiene la forma de una conversación. Mire.
Segovia, sin mirar, guardó el papel en el bolsillo interno del saco y me dijo, mientras miraba las vías, esperando ver la luz del tren:
– ¿Comprende Aguirre lo que nos confirma esa carta de Stancovic? Nos revela el otro costado de la guerra, de eso que le comentara hace un tiempo a propósito del secreto que guardaba la sombra de Quiroga; cuya tesis pudimos corroborar con los sucesos entre Pilcohuaco y Valdez ahí, en lo de Benavidez. Lo que nos revela la carta de Stancovic es el otro lado de la guerra: la paz. Pero no sólo la paz, sino nuestra paz, Aguirre. Mire, yo le diría que acá, en nuestra patria, están cruzados los dos discursos: el de Stancovic que nos habla de la paz y el de la sombra de Quiroga que nos habla sobre la guerra; quiero decirle que si colocamos el mapa de aquella paz que describe Stancovic, sobre esta realidad nuestra, la cartografía sería casi la misma. Diferiría en, apenas, detalles de accidente. Salvo un matiz: nosotros no marchamos agobiados a nuestros pueblos devastados como los camaradas de Stancovic; lo hacemos a la deriva, sin horizonte, aislados. Y mientras caminamos, lo hacemos mirando alrededor, viendo como otros son tragados y consumidos en un instante por cráteres como los de Stancovic; marchamos confiando en no ser uno de esos pobres infelices que vemos caer en esos pozos. Y eso es todo, Aguirre. Una cuestión de azar, de fe. Por eso lo mataron a Zárate; o al menos eso dice el Turco, que a Zárate lo mataron. Pero yo creo que se suicidó, que en esa pensión de Constitución, Zárate se partió la cabeza de un tiro. ¿Cómo me dijo que Zárate tituló la nota que me envió, el pueblo ha muerto? ¿Un diálogo me dice que escribió? ¿Entre quiénes, Aguirre?
IV
Segovia, desdobló el papel y se puso a leer la nota que le había enviado Zárate. El tren, todavía, ni siquiera aparecía en el fondo de la vía.
La imagen fue seleccionada por les editores del blog. Fuente: Foto de Sebastian Timothy de Pexels.