Alguien que la amaba la momificó
Por Fernando Cruz Kronfly
Marinella Beretta fue con su perro Jacinto a la panadería. La embuchaba la masa del pan, le tenía terror al gluten pero sentía un extraño atractivo por su olor. Dormía con aquel aroma bajo la almohada, hasta que desaparecía. Entonces visitaba otra vez la panadería. Y así pasaron poco menos de cuarenta y siete años.
Marinella no volvió jamás a comprar pan. El panadero y sus amigos concluyeron que ella estaba cumpliendo sus sueños de ir a vivir delante de un lago en Normandía, más que un mar. “Hay mujeres así”, dijo el panadero. Y, ciertamente, había mujeres así.
La olvidaron.
Hace cuatro meses una vecina de Marinella escuchó como si ladrara Jacinto. Algo como un ladrido, un quejido, una cosa así dijo haber oído. Pero la dueña no aparecía por parte alguna. Otros que estaban bebidos la vieron en la ventana. Una sombra exacta al original. Y se codearon. Pero se dispersaron hacia sus casas, puesto que la sombra se veía demasiado blanca y así no era ella de transparente. Sin embargo, dieron aviso a las autoridades.
El asunto es que Jacinto ladraba de cuando en cuando y gemía de un raro dolor en cada aurora. La viuda de enfrente dijo que el ladrido que ella oía partía el alma.
La inspectora del barrio vino alarmada y tocó. “Esto me huele mal”, dijo. Como nadie acudió, sin más tumbó la puerta. Y encontró a Marinella muerta en su silla, sin ladearse ni caerse siquiera. En la mesa auxiliar, había una botella de láudano, evaporado. La inspectora empujó un poco a la muerta. “Está clavada a la silla”, dijo. A veces pasa.
Marinella ya no tenía ojos, pero era claro que al momento de partir miraba absorta el agua azul del lago Como, en Lombardía. Y, más al fondo del agua en calma, miraba el vacío absoluto. Había muerto años atrás, según el forense. Vestida pero seca, como una hoja de Erable caía a la tierra en el otoño de octubre, pero hallada en la nieve del enero siguiente. Algo así.
Jacinto permanecía en brazos de su dueña más seco y enjuto que ella, aunque con toda la lana encima. Se veía que había besado y lamido a Marinella hasta dejarla ojerosa, blanca, transparente y pálida. Pero, ya no importaba nada y no había ojos allí qué considerar. Era demasiado tarde.
Nadie quiso moverla de su sitio. Debía respetarse su postrera voluntad. La inspectora escribió en el acta: “alguien que la adoraba vino a momificarla junto con su Jacinto. Se amaban según parece”. Y estampó su firma encima de dos testigos voluntarios que vinieron de novelería. A renglón seguido ordenó levantar del entablado la puerta arrasada y volverla a clavar.
Días después alguien trajo la noticia a la panadería. Hicieron silencio. Recordaron a Marinella. Era una buena mujer, pero nunca la imaginaron tan valiente. El zapatero se puso un pañuelo en los ojos. Perdón, dijo: estoy agripado.
La imagen fue creada por les editores con Dall-E.