
Lo que Silvia no sabía: cuidar en tierra seca
Por Natalia Escobar Váquiro1
Silvia es funcionaria pública en un municipio pequeño. Lleva algunos meses trabajando en diversas tareas: un día le piden hacer llamadas; al siguiente, organizar un evento; y al otro día, redactar términos de referencia para contratar un operador de servicios de papelería. Un día, su jefe la llama y le dice: “Silvia, de ahora en adelante serás la encargada de formular e implementar el sistema de cuidados de nuestro municipio.” Ella, asombrada, responde: «¿Qué es un sistema de cuidados?» Su jefe le contesta: «Vaya, investigue y me cuenta. Desde arriba nos lo pidieron, y tenemos al concejo, al ministerio y a todo el gobierno esperando que hagamos uno.»
Silvia, quien siempre ha realizado funciones más operativas que intelectuales, inicia una primera investigación. Busca en internet, pregunta a diversas personas y descubre que hay muy poca información. La mayoría de quienes consulta no saben de qué está hablando, y lo que encuentra parece más bien una política para una gran ciudad, de esas que salen en las películas en inglés. Implementarlo en un municipio pequeño, con un presupuesto ajustado, pocos profesionales y técnicos y más favores políticos por pagar de los que el presupuesto puede sostener, no parece viable.
Sin embargo, Silvia sabe que tiene que intentarlo. Hace tiempo aprendió que, cuando su jefe le da una orden, al menos debe tratar de cumplirla. Y no es que ella no quiera aportar a su municipio; al contrario, su mayor anhelo es que las mujeres y todas las personas de su municipio tengan una vida digna, pero sabe que sus posibilidades son pocas. Logra algunos contactos en otros territorios y encuentra documentos con conceptos básicos. Descubre un mundo desconocido para ella: el concepto de los cuidados, el uso del tiempo… pero, ¿cómo convertir eso en una política? No encuentra la forma de hacerlo. Contacta a personas que la llevan a conocer otros sistemas de cuidados, como los de la capital, con sus manzanas y sus peras. En esa visita, conoce a un par de académicas que le dicen: «Primero hay que investigar las necesidades de la población. No se puede montar un sistema de cuidados sin tener claras esas necesidades.»
Silvia regresa y se acerca a su jefe: «Necesitamos una investigación, necesitamos conocer nuestras necesidades.» Él la mira con incredulidad y, casi con ternura, le responde: «No hay ni plata ni tiempo para eso; eso es para los territorios donde hay presupuesto. Aquí tenemos que cuidar cada centavo. Hay que hacer y ya. Llamemos a la abogada; seguro ella te ayuda a montar eso en una semana, y así seguimos.»
Silvia, que lo que más ha aprendido a hacer en sus años de funcionaria es obedecer, sigue las instrucciones. Revisa la documentación de las «manzanas» y dice: «Bueno, pues intentemos traer lo que podamos de allá para acá.» Formula tres programas: clases de yoga, un servicio de lavandería comunitaria con tres lavadoras industriales y educación flexible para terminar la primaria.
Teodora, conocida como Teo, es una mujer que vive en el municipio en el que Silvia es funcionaria. Tiene un hijo de 14 años y una hija de 22, quien está embarazada. Teo se levanta temprano para preparar arepas que vende en la esquina de su casa. Luego, prepara almuerzos que reparte a domicilio con ayuda de su hija y, en las tardes, cocina fritanga. Su hijo suele salir a jugar a la cuadra, pero varias veces lo han amenazado con llevárselo para el monte. Con el corazón en la mano, Teo reza por su seguridad y, a veces, sale a buscarlo con la mirada. También a veces lo encierra en casa para tener un día de tranquilidad, pero él se aburre y empieza a dañar cosas.
Teo se encuentra con su comadre, quien le cuenta sobre un nuevo programa de la alcaldía llamado «sistema de cuidados.» Teo, intrigada, pregunta de qué se trata. La comadre le dice: «Vamos a la reunión; allá nos cuentan.» En la reunión, les explican los tres programas. Teo piensa: «Podría intentar terminar la primaria, ¿por qué no? Podría llevar toda esa ropa a lavar, y mi hija podría ir a esas clases de yoga, a ver si así puede parir más fácil.»
Un mes después de iniciados los programas, la lavandería deja de operar. Las lavadoras industriales requerían agua más potable de la que dispone el municipio, algo que Silvia no sabía. Las mujeres dejan de asistir a las clases de educación primaria porque estas se realizan por la tarde y nadie puede cuidar a los niños para que no los recluten o les pase algo. Las clases de yoga tampoco funcionan, ya que eran muy aburridas: sin música ni conversación, solo silencio y poses extrañas; además de que la profesora no era del municipio y se le notaba el cansancio por los viajes a la semana que tenía que hacer para llegar a cada clase, sin hablar de lo poco que le pagaban. Hubieran preferido clases de salsa. Además, Silvia y su jefe tienen a cargo otros 10 programas que los hacen trabajar de día y de noche, fines de semana y festivos; el cansancio los abruma y sus esperanzas menguan.
Dos meses después, solo el 25% de las usuarias iniciales sigue asistiendo. A los seis meses, ya ninguno de los programas funciona.
Una política pública solo puede funcionar cuando todos comprenden y apoyan su propósito. Sin embargo, no es sorprendente que cada persona tenga una idea distinta sobre qué debería ser esa política. Si le preguntamos a una profesora universitaria de Bogotá qué significa cuidar, nos dirá que es poder pasar tiempo de calidad con sus hijos, que aprendan inglés, ballet y ajedrez. Si le preguntamos a Teo, ella dirá que cuidar es asegurarse de que no le maten a ninguno de sus hijos.
¿Cómo, entonces, creamos una política situada, que entienda las necesidades de Teo y, al mismo tiempo, pueda ser implementada por Silvia? A través de la investigación, de preguntar por lo básico y lo profundo, de indagar en la potencia del territorio y en los prejuicios que se deben combatir.
En la historia de Silvia y Teo, todas y todos perdimos. Silvia perdió su tiempo y esfuerzo, y especialmente las ganas de participar en procesos transformadores, porque sabe que las trabas son mayores que las ayudas. Perdió Teo, y perdieron todas las mujeres, porque no recibirán ni reconocimiento, ni redistribución, ni representación, ni remuneración, ni reparación. Incluso perdió el jefe de Silvia, quien nunca podrá presumir de una política exitosa.
Y en el contexto del mes de la no violencia contra las mujeres y las niñas, surge una pregunta ineludible: ¿No es esto una forma de revictimización? La falta de políticas de cuidados adaptadas a las realidades locales y centradas en las verdaderas necesidades de las personas perpetúa la desigualdad y, en última instancia, también la violencia de género. Cuando las instituciones imponen modelos que no responden a las condiciones ni a las expectativas de comunidades vulnerables, no solo fallan en su objetivo de protección, sino que también exponen a las mujeres y sus familias a nuevas situaciones de precariedad. Porque, en lugar de proteger, las políticas desconectadas de la realidad refuerzan un sistema que ignora, invisibiliza y, finalmente, revictimiza.
1. Integrante de la Mesa de Economía Feminista de Cali.
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