El secreto de Quiroga

 

El secreto de Quiroga

 

Por Blas Estévez

 

I

… Escuche Aguirre: ¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo! Lo que le quiero decir es que ese secreto que Sarmiento atribuye a Quiroga está conectado con lo que vengo a contarle. Era julio y yo estaba sentado en esta mesa, acodando unas ginebras. El frío apretaba. Desde esta misma ventana se veía el sol que no se terminaba de acostar, como que relojeaba Aguirre, como que estiraba su vieja mirada sobre el lomo del mundo hasta lo de Benavidez. Sobre la calle ya se alargaban las sombras frías del invierno y por eso había quedado desolada. Con esa luz que se iba, con esas sombras, con ese frío, todo parecía más solitario. Por eso me llamó la atención que sobre esa tarde desierta se recortaran las siluetas de esos dos hombres. Estaban separados por unos cincuenta, sesenta metros. No más. Pero el asunto es que caminaban en direcciones contrarias, uno de cara al río, el otro se alejaba de la costa. El hecho, dirá usted, de que caminen contrarios por la misma vereda, es menor, un aspecto marginal o irrelevante. Una mera circunstancia. Pero no Aguirre, allí se cifra el contorno del secreto del que habla Sarmiento…

Yo los miraba desde esta ventana; desde esta ventana sucia, llena de grasa, agujereada por los insectos. Impura y gris, era, sin embargo, mi punto de vista. Y desde acá mismo los veía a estos dos hombres aproximarse entre sí, caminando en direcciones opuestas, por esa misma vereda de tierra que ahora podemos ver. Algo me inquietaba, Aguirre, pero no tenía con quien compartir esa inquietud y no podía identificar qué era eso que me intranquilizaba. En el bar no había nadie, salvo Benavidez que estaba detrás del mostrador, mirando un diario viejo, en silencio. Entonces los seguí con la mirada, los veía aproximarse lentamente; no alcanzaba a verles bien las caras y no sabría decirle si ya se habían visto o no. Pero parecía que iban mirando sus pasos, que avanzaban, todavía, sin incluirse. La tarde se iba lenta, Aguirre, pero algo anunciaba… Luego supe, como le decía, que se trataba de la revelación del secreto de Quiroga.

Cuando estuvieron a unos veinte metros levantaron la vista y puedo decirle con seguridad que ahora sí se miraron; el sol ya caía como degollado, apenas si largaba unas lengüitas de luz sobre la calle y la vereda ya había sido devorada por una sombra fría, que anunciaba la noche. Pude ver como se miraban Aguirre; ya cubiertos por esa sombra se miraban. Pero no detuvieron el paso. Avanzaban decididos.

Luego de los hechos que le cuento, averigüé sus nombres; me había quedado impresionado por lo que había visto ¿sabe? El que venía del río tenía cara india, Pilcohuaco era su apellido. El otro, el gallego Valdez. Usted dirá que estoy loco. Pero fue cuando conocí sus historias que me acordé del viejo Sarmiento y de ese reclamo que le escribía a la sombra de Quiroga. ¡No sabe cómo se miraron Aguirre! ¡Cuando estuvieron al alcance de sus manos, no sabe cómo se miraron!

 

II

Cuando revisamos el cuerpo del gallego Valdez, ya muerto, todavía blando, los ojos estaban amarillentos y frescos; estaban abiertos Aguirre, como que miraban todavía. Pero ninguno, ni Benavidez ni yo, se animó a cerrarlos. No recuerdo con exactitud el año en que estos hechos sucedieron, pero creo que fue por el ´55, cuando eso de los aviones que mataron toda esa gente en la Capital Federal. O no, tal vez fue mucho después o mucho antes. No lo sé. El irremediable amontonamiento de hechos que ofrecen los años confunde mis recuerdos. Además, qué sentido tiene fijar una fecha.

Sabe Aguirre, las manchas de sangre estuvieron varios días en el suelo, por eso nadie venía a lo de Benavidez en ese tiempo.

Cómo le decía, después de los hechos que le cuento, me dediqué a averiguar las historias de estos dos hombres; en mi investigación encontré estos documentos que ahora le traigo, que vienen a corroborar mi hipótesis sobre el secreto que guardaba Quiroga. Son los apuntes de un cabo del ejército peruano. Usted me disculpará, pero no puedo revelarle más que eso. No me comprometa, Aguirre. No se juega con la historia.

Jeremías Valdez cabalgaba con la impronta de un caballero, era temido por su terrible sable matador de hombres; sobre la frialdad con que resolvía quitar una vida en la batalla, había construido toda una mitología. Todos deseaban ser él. Nadie le conoció un gesto de piedad, nadie conoció sus lágrimas. Hace un tiempo mandó a sus hombres a un poblado cerca de Ayacucho, llamado Huanca. Ordenó que incendien las casas; los sembradíos debían ser destruidos y las mujeres y niños muertos con la misma ferocidad con que debían serlo los hombres. Él esperó sobre su apero, en la misma colina verde donde prometió encumbrar una iglesia que iba a verse desde los dos mares. Jeremías Valdez era implacable, incluso para sus correligionarios, pero nadie había dejado crecer su ánimo tanto como para enfrentarlo o desobedecerlo o cuestionarlo; incluso nadie se hubiera atrevido a mirarlo fijamente a los ojos. La batalla de Huanca fue feroz y el cielo se pintó de rojo porque repitió a la tierra. Más que batalla fue una masacre la de Huanca; por mucho tiempo quedó en el pueblo un perfume siniestro, dulzón, ferroso.

Jeremías Valdez miraba desde lo alto y en silencio consideraba los hechos; los gritos, los disparos, le llegaban apagados; el calor del sol lo incomodaba y la tropa que lo acompañaba sufría en silencio la música de la guerra. Maduro en muertes, Valdez, que ya sabía que la batalla había terminado antes de que termine, resolvió retirarse. Pero su alazán no alcanzó a trotar veinte metros cuando desde los árboles que rodean la loma aparecieron los indios de Pilcohuaco que arremetieron contra la soldada. Illari Pilcohuaco se lanzó con velocidad y furia hacía el caballo de Jeremías Valdez quien ordenó que lo detuvieran; pero el indio hizo temblar al mundo y a su lado no cayeron menos que cuatro o cinco maturrangos. Quedaron enfrentados, entre los círculos negros de la sangre que brotaba de las terribles llagas que se hacían los hombres. La tropa de Valdez se hizo a un lado cuando se bajó del caballo y su comandante quedó frente al indio. La suerte, aquel día, soñaba en español. Eso debe haber pensado el indio cuando notó que estaba sólo. No hizo falta más que un gesto para que una decena de soldados lo redujeran y lo llevaran ante el comandante enemigo. Aún tenía la fuerza para observar a sus huestes derribadas. Atado de pies y manos, herido en su cuerpo, con sus ojos cegados por la sangre, Illari Pilcohuaco fue ejecutado por Jeremías Valdez; se escuchó un último resoplido cuando el comandante sacó su sable de la panza del indio.

 

III

Fue todo muy rápido, Aguirre: cuando el gallego Valdez quiso sacar las manos de su saco, Pilcohuaco ya le había hundido un cuchillo en el pecho; Valdez alcanzó a ver, antes de desplomarse, como se alejaba el de cara india. Alrededor del gallego se expandía sobre la tierra de la vereda una mancha de sangre que, desde acá, se veía negra. Con Benavidez salimos del bar y nos quedamos mirando al muerto en silencio.

 

IV

¿Ahora me comprende Aguirre? Aquella tarde, ahí, enfrente de este bar, volvía una batalla antigua, que parecía olvidada, pero que emergía en esa vereda de tierra. Volvía invertida, con otro desenlace de lo ocurrido en Huanca. Mire, estos dos momentos de la historia no sólo no son ajenos, Aguirre, son el mismo y único hecho que retorna una y otra vez. El secreto de Quiroga es justamente ése, que estamos condenados a un enfrentamiento eterno, que somos la consigna de una contradicción sanguinolenta de la historia; no lo sabemos, pero eso somos, Aguirre, contrarios de nosotros mismos. Lo que se me reveló aquella tarde es justamente eso, que las circunstancias pueden cambiar sus disfraces pero permanecer idénticas en lo esencial y lo esencial es la guerra. El secreto de Quiroga es ése, que fatalmente somos los combatientes de una guerra que se despliega perpetuamente en la historia. Mire, si estos dos hombres caminaban contrarios, era porque así los vestía el pasado; era porque ellos tenían una deuda con la historia. Pero una deuda imposible de saldar definitivamente, que se perpetúa, que nos concierne a todos Aguirre, a cada uno de nosotros. La circunstancia de ser deudores de una historia siempre inconclusa, eso somos y de eso no podemos escapar… estamos condenados a su repetición, a ser los eslabones de la cadena perpetua de la historia, Aguirre. Pero no me mal interprete: lo que sucedió esa tarde no fue sólo la conclusión trágica de una deuda que se había abierto en los tiempos de la independencia peruana. No fue sólo el desenlace de una historia abierta hace años (ellos no podían saberlo aún, como ahora no podemos saberlo nosotros), que venía hasta lo de Benavidez desde las alturas de Ayacucho. Hay algo más: si caminaban contrarios, si caminaban en contradicción, fue porque la guerra necesita de ese tipo de asimetrías, me comprende. Somos la guerra aunque no lo sepamos. Ese es el secreto de Quiroga que revelaron estos dos hombres, acá, frente a lo de Benavidez. Que somos los combatientes de una guerra perpetua.

 

V

Segovia me contaba la historia de Pilcohuaco y el gallego Valdez y desplegaba sus reflexiones sobre el sentido de la historia nacional casi sin mirarme, absorto, poniendo la vista en la vereda, a través de la turbia ventana del Benavidez. Hablaba Segovia sobre la guerra cuando se escuchó el chillido oxidado de la puerta del bar. Benavidez levantó los ojos del diario y miró desde el mostrador, asombrado, a la mujer que entraba. Segovia interrumpió sus reflexiones y también la miró; levantó una mano y la señora se acercó a nuestra mesa. Le traigo lo que me pidió Segovia, dijo, aquí las tiene, las cartas de Senka Stancovic que me solicitó. La mujer apoyó un paquete sobre la mesa, envuelto en un papel marrón, que Segovia no se demoró en agarrar. Los hombres del bar dirigieron sus miradas hacia nuestra mesa; la presencia de la mujer los perturbaba; enseguida comprendí que no la miraban a ella sino a su inadecuación; miraban con desprecio su condición extranjera: el bar era un asunto de ellos, no de ellas. La mujer, que parecía indiferente a las sanciones que murmuraban los hombres, sin pedir permiso, sin saludar siquiera, se retiró por esa misma puerta chillona del Benavidez que había abierto hacía unos minutos. La vimos irse a través de la ventana, se alejaba caminando por la calle envuelta en un vestido negro, hasta desaparecer de nuestra vista. No pude dejar de advertir que un hombre se levantó desde las mesas del fondo y salió apurado en la misma dirección en que se había ido la mujer. Segovia abrió el paquete con cuidado y buscó una carta. Antes de entregármela, se acercó y me dijo, susurrando, llévesela a Zárate, Aguirre, él sabrá entender.

 

VI

Cuando salí de lo de Benavidez hacía lo de Zárate, pensé en la mujer de las cartas y en el hombre que había salido detrás de ella. Divagaba, saltando azarosamente de pensamiento en pensamiento, sin orden, sin poder descifrar el sentido de esa situación. Podría haber una historia detrás de ellos como la que había detrás de Pilcohuaco y el gallego Valdez. O podría iniciarse una historia nueva, un acontecimiento, algo que comenzara allí mismo, ese día, en el bar de Benavidez… ¿Tendría razón Segovia? En la esquina me detuve a mirar el cruce de calles antes de doblar hacia la estación; no vi ni a la mujer de las cartas, ni al hombre que salió detrás de ella; en realidad no vi a nadie; la calle desierta, las veredas despobladas y un silencio que no podían esconder los gorriones era lo único que había. Caminé las quince cuadras que me separaban de la estación pensando en esa mujer, en lo que significaba. En la estación traté de recordar la dirección de Zárate, allá en Constitución, y pensé en qué era eso que Zárate iba a entender de la carta que le llevaba… él sabrá entender… así había dicho Segovia. Una vez en el tren, abrí el sobre y leí la carta de Senka Stancovic.

 


La imagen fue seleccionada por les editores del blog. Fuente: Foto de Mark Plotz de Pexels.

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