El guardabosques de Aokigahara* Parte 3
Por Cicerón Navega
Recopilador: Iván Darío Aponte Velásquez
• Ya no tengo más flores de hibiscus- dice el señor Ishikawa, apoyando un ramillete de relucientes botoncillos de manzanilla sobre la mesa de centro. El aroma, tenue pero duradero, me recuerda a la miel- Ya casi está el agua. Dígame, ¿qué prefiere? Panela, miel o azúcar.
El señor Ishikawa regresó a la cocina y trajo a la mesita la tetera humeante en la que aún se escucha burbujear el agua, junto a un pote de miel que al destaparlo transformó la luz con una resplandecencia ambarina e iridiscente.
• Uno de mis nietos la cultiva. Es miel pura, de abejas que polinizan orquídeas y flores salvajes, lejos de los cañaduzales y bebederos de agua azucarada. Es un brillo hermoso, ¿No le parece? – sé que no espera que conteste su pregunta, la respuesta es obvia, así que arranca con suavidad un puñado de botoncitos de manzanilla, los arroja al interior de las tazas, deja caer sobre las florecillas el agua caliente, cubre las bebidas y se arroja complacido al hueco que le ofrece la silla reclinable de la que no puede pararse sin ayuda- Espero que el acuerdo siga vigente o voy a tener que molestar a Maiko– señala el teléfono y sonríe.
• Sigue en pie… – contesto.
• Estoy profundamente agradecido. Amo sentarme en esta silla- el brillo broncíneo de la miel alumbra su rostro como si fuese la luz del sol rebotando sobre el espejo salado y protuberante del mar- Maiko me contó que se reunió con usted hace un par de días.
• Así fue.
• ¿Puedo saber…? No tengo intenciones de intervenir en su vida, siempre sabe lo que está haciendo. De cualquier forma, puedo deducir con facilidad que, salvo que haya un romance entre ustedes dos, algo en verdad improbable debido a la desconfianza de mi hija, y por supuesto, a su disposición hacia las mujeres- nos reímos sin abrir las bocas, resoplando- como decía; si el tema no es el amor, no puede ser otra cosa más que este viejo.
• Estaba un poco preocupada, es todo. Quería saber cuál era el objetivo de mi trabajo, avalar mis credenciales. Lo que cualquier persona sensata haría.
• Cuando alguien es demasiado inteligente, tiende a ser algo distante. Ese es el caso de Maiko. Siempre se sintió amenazada por su propia inteligencia, así que se tornó de carácter desconfiado, muy huraño. Se volvió díscola queriendo defenderse de sus colegas, y muy al contrario de lo que puede suponerse, eso le sirvió para posicionarse. Se ganó su lugar en la universidad por encima de una cantidad de cretinos, de vacas sagradas que solo querían verla fracasar. Usted comprende. Además, conociendo a mi hija…
• Fue bastante amable, no tiene de qué preocuparse.
• La gente tiende a defenderla, porque saben que no importa cuán impertinente haya sido, en el fondo hay una mujer dulce que solo se preocupa demasiado.
• No puede evitarlo. Ama mucho a su familia.
• Es una hija maravillosa. Una mujer de la cual el mundo debería estar orgulloso. Cuando cumplió diecisiete años ya tenía una beca para estudiar antropología en Berkeley, una visa de estudiante con una carta de recomendación de la universidad, y una cantidad de dinero suficiente que ganó escribiendo para estudiantes de primer semestre en universidades privadas durante los dos últimos años en el colegio, dinero que posteriormente invirtió en los pasajes. ¿Sabe…? bueno, sé qué no. Espero me disculpe, es solo una expresión. La cosa es qué cuando me pidió firmar los papeles para la visa pensé que sería un viaje de vacaciones, una recompensa por su magnífico esfuerzo en el colegio. Supe de la beca en la sala de espera del aeropuerto, a una hora de que Maiko abordara su vuelo. Mi corazón se rompió sin hacer ruido, mientras el suyo, desatado en una profunda alegría juvenil, era un aterrador carnaval. Contuve las lágrimas, para las que siempre he sido fácil, imaginando el espíritu próspero y libre que iría a cosechar, ese futuro que vendría a abrazarla con el cuidado que merecía.
• ¿Quiso retenerla en algún momento? Una hora es suficiente para deshacer el mundo. Los padres no suelen ser muy comprensivos ante la emancipación.
• La línea entre padre y tirano es invisible. Quizá me entregué sin batallar ante la “insubordinación” porque tenía que reconocer de alguna manera aquella lucha que, lenta y meticulosamente, ella había ganado.
• ¿Usted se considera un tirano? – el tono de broma que coloco en mis palabras produce una sonrisa en el señor Ishikawa. Sabe que busco, por diversión, una respuesta de su parte.
• Los tiranos nos valemos de muchas cosas para domeñar al infeliz que nos circunda. Creo que lo importante, señor Navega, es saber qué tipo de tirano soy. Un tirano de conciencia abyecta o un tirano lastimoso.
• ¿Cuál es en estos precisos momentos?
• El abyecto.
• Juré para mis adentros que diría otra cosa.
• Tampoco se equivoca. Soy también, bajo condiciones en verdad indignantes, un tirano lastimoso, arrastrado por la circunstancia del cuerpo que se pudre, por el temor que produce esta fragilidad en aumento, por la pena profunda que se siente durante aquellos instantes de lucidez en donde se puede comprender que, de manera irreparable, el cerebro va desbordándose, y empiezan a fluir, como agua incontenible, hacia la nada los recuerdos, los pensamientos recientes, los rostros del amor vivo; las líneas de las décadas se desdibujan, se habita una bruma que lleva a cualquier parte, que traviesa los años como páginas de un diario despedazado; empiezan a aparecer entonces los que ya no están, los lugares inhabitables. Las antiquísimas voces, ya no del aire, sino del pensamiento, regresan como nuevos decretos, se pronuncian a sí mismas y el cerebro cree escucharlas, las siente en el oído, las refuta o las obedece, correspondiendo, ingenuamente, a un reflejo de la memoria. Ante todo eso, ¿qué probabilidades hay de que alguien se atreva a dejar desamparado a su padre?
• Casos han de sobrar, supongo, pero comprendo el componente macabro, la estratagema indeterminada. Sin embargo, creo que no depende de usted.
• En lo absoluto. Tampoco puedo pedirle que se vaya. Cuando le propuse ir a una casa de reposo se negó rotundamente, sin embargo sé que ahora lo está considerando. Estos últimos años no he sido más que una carga, pesada e inoficiosa, lo que llamarían, un bien pasivo, un hueco profundo en la economía de Maiko, e indirectamente, en la de mis nietos.
• ¿Ella contó con usted mientras estuvo en el extranjero?
• Siete años estuvo por fuera aquella primera vez. Fui a visitarla en tres ocasiones, inflándome de orgullo y de admiración cada vez que la escuchaba debatir con sus colegas después de presentarme en mitad de una alegría inusitada, para luego traducir a sus compañeros, pacientemente, todo aquello que hablaba, usando un inglés fluido, muy naturalizado que me sorprendió alegremente- hace una pausa, mira las tazas cubiertas- ¿puede terminar de preparar las bebidas? le agradezco el buen gesto- del pote de miel sobresale una cuchara mielera de madera oscura. Levanto el rodillo y dejo caer una lagrima abundante de miel sobre el agua caliente, amarillenta y repleta de florecillas en el fondo turbio de la porcelana. Agito un poco la bebida para disolver la miel, y entrego una de las tazas al señor Ishikawa. Toma entre sus manos la taza, observa el agua agitarse en un torbellino que va apaciguando sus giros lentamente hasta desaparecer.
• El verdadero oro siempre es amarillo… – dice el señor Ishikawa con la mirada clavada en la vaporosa bebida. Me complazco en mirar los movimientos firmes y certeros del anciano, conmovido en la perseverancia del ánimo, en la fragilidad relojera del cuerpo, de su mecanismo diminuto, perfecto y frágil. Las cosas perfectas son también las más frágiles.
• El sabor de la miel es impresionante. Jamás había probado algo parecido- digo, bastante complacido, al sentir el leve sabor a vainilla y el apenas perceptible aroma, muy similar a la lavanda, que bajó por mi nariz después del primer sorbo- Quiero preguntar, ¿No le resulta desoladora la idea de una casa de reposo?
• No mucho, en realidad. La idea del reposo no está vinculada, ya a estas alturas, cansados huesos, corazón y espíritu, a la idea de sanación, sino más bien a la de la despedida, a la del tránsito y el olvido. Al final, oitewa ko ni shitagae, señor Navega; “obedece a los hijos en la vejez”. La ironía es la ruina del tirano- nuevamente una pausa. termina su bebida y coloca la taza sobre su regazo- ¿Cómo está de tiempo hoy? – pregunta, tan cordial como siempre- quisiera terminar de contarle mi historia, aunque, siendo honesto, y espero sepa disculparme si le parezco un viejo sentimental, (juicio que no podría refutar, dado lo patético de la imagen); como decía, no me gustaría dejar de contar con su presencia, tan amigable. Ya nadie viene de visita y siempre tengo demasiadas hierbas aromáticas, ramilletes y manojos de ellas, de todo tipo. Me he visto obligado a secar la mayoría de ellas, molerlas y conservarlas en frascos. Le pido me recuerde, antes de irse, entregarle uno de los frascos, como un obsequio. Ha sido muy agradable compartir con usted mis bebidas.
• Es un regalo maravilloso. Muchísimas gracias, señor Ishikawa. Sus palabras me alegran el corazón. Con respecto al tiempo, no se preocupe. Por el momento podríamos decir que usted es parte de mi trabajo, sino todo mi trabajo, así que contamos con algunas horas.
• Queda agua para un par de tazas más. ¿Le gustaría prepararlas a usted? – con una torpeza bien intencionada, arrancó un puñado de botoncillos de manzanilla, dejando caer, gracias a la agitación y a la falta de delicadeza con la que suelo desenvolverme, una lluvia de pétalos blancos que se desperdigan sobre la mesa de centro. Apenado, e impulsado por un acto aún más desmañado, intento recoger los pétalos barriendo la mesa con la palma de la mano enfilada como un limpiaparabrisas, no sin antes arrastrar con el antebrazo uno de los platos con los que el señor Ishikawa suele tapar las bebidas. Un ruido espantoso se alza de entre las baldosas de cemento coloreado, como de algo antiquísimo que grita, como si sobre el tejido del tiempo se abriese una grieta larga y delgada. Permanezco estupefacto unos segundos, antes de buscar como un niño sorprendido en la ignominia de un acto infantil, el rostro del señor Ishikawa. Reacciono y comienzo a levantar los destrozos de esta falta de motricidad incurable, en medio de una perorata de disculpas y excusas que solo causan risa.
• Tres por dieciocho mil pesos en el supermercado. No se preocupe tanto, no todo en esta casa es una antigüedad- quedo pasmado una vez más, en esta ocasión, víctima del comentario burlesco y acertado del viejo.
• Soy torpe en exceso. Siendo diestro, me veo en la azarosa obligación de escribir con dos manos izquierdas- el señor Ishikawa me mira con una expresión esculpida en la sorpresa, tan cercana a la ternura, que el peso de esos ojos, treinta años mayores que los míos, me producen la misma sensación que siempre me producía la mirada tierna y comprensiva de mi padre. Mientras pasaban aquellos penosos minutos en los que colgando de cabeza daba mi primer grito de furibundo, cubierto de sebo y sangre, arrancado de repente como una mala hierba del pálido jardín en el que mi pobre madre, condenada por los reflejos bruscos del amor, me abriera espacio meses atrás, cuando el tiempo era algo más que la distancia… para ese entonces, cuando mi mundo era una pálida e iluminada sala de hospital, un regazo tibio entre unos senos diminutos que nunca pudieron amamantar, el señor Ishikawa ya había vivido una cantidad de años equivalentes a un tercio de siglo, había vivido la mitad de la vida que yo he vivido hasta ahora, al menos en cuestiones de tiempo. Arrumo los trozos del plato sobre la mesa del centro y prometo llevarlos, envueltos en periódico, a una caneca de basura de regreso a casa.
• Puede dejarlos aquí mismo. Tengo una montaña de periódicos viejos para usar como guste y, por supuesto, una caneca donde arrojar los restos. No es necesario cargar con ellos fuera de esta casa- me aseguro de no dejar trozos olvidados en el suelo, temiendo puedan lastimar al señor Ishikawa en un futuro- Usted es un hombre que se preocupa demasiado, señor Navega- continúa hablando al verme aún arrodillado junto a la mesita de centro, tanteando como un miope el suelo con los dedos de las manos aun sabiendo que aquello que busco puede abrir la piel o enterrarse en ella- Busca de manera descuidada trozos de porcelana, filosa y puntiaguda. Se preocupa tanto que no se preocupa por sí mismo. Mañana vendrá la señora que nos colabora con el aseo, entonces le pediré que tenga especial cuidado con aquel lugar, pero, por favor, póngase de pie y desatienda el asunto. No se preocupe más, señor Navega.
• Sentirse demasiado avergonzado de la torpeza propia es una grave afección.
• Es incluso más grave que mi Alzheimer, porque es contagiosa, pero no es un tema sobre el cual podamos avanzar o proponer alguna cosa parecida a una solución. La pena ajena es una enfermedad corta, tan incómoda como los espasmos de la fiebre- mientras reímos, porque la vergüenza es un discurso hilarante del cuerpo desentendido, termino de preparar las bebidas. Regreso a mi asiento, aún ruborizado, riendo de mí mismo y siendo burlado, con alegre camaradería, por el señor Ishikawa.
• Sin embargo, aunque, al parecer, no sea este el caso, existen vergüenzas tan profundas que son dolores, no en el sentido figurativo, cuya sensación ambos conocemos bastante bien, sino dolores como una expresión literal del malestar insondable de la deshonra. La dignidad es caprichosa, se corrompe en los oprobios del hambre, del miedo, de la enfermedad y del silencio impuesto por la fuerza- dice el señor Ishikawa, recibiendo su segunda taza de miel y manzanilla. Me preparo, obedeciendo a una reacción instintiva, para la continuación de su relato- “Naki Tsura hachi ga sasu”; las abejas pican a la cara que llora. Con el transcurso de esos meses en la cabaña de Naoki, la relación entre Azumi y yo perdió toda confidencialidad. El silencio que empezamos a compartir nacía de la distancia, provenía del rechazo, de todo el séquito de emociones que trae consigo la decepción. Si intentaba acercarme, caminaba lejos, sin mirarme y con las manos apresadas bajo las axilas, como si estuviera invadida por un frío constante. A pesar de que su contextura física seguía siendo bastante enjuta, pude notar como su vientre iba aumentando de tamaño, levantando las costillas y haciéndola torpe al caminar. Pensé que quizá tenía, como había dejado de comer con una frecuencia que le permitiera mantenerse saludable, un estado avanzado de desnutrición. Era imposible saber. Las palabras entre nosotros habían desaparecido al mismo tiempo que empezaron a disolverse todos los posibles lenguajes, todas y cada una de aquellas demostraciones del verbo vivo y trivial del amor vaporizado. Semana a semana, la veía arrastrarse por los rincones de la cabaña, como si quisiera pasar desapercibida, apoyada en los muros como una pálida y panzona lagartija. Mantenía un paso lento, bastante esforzado, por eso me sorprendía la celeridad y ligereza de sus movimientos cuando huía de mí presencia.
• ¿Cuánto tiempo tardó en comprender lo que estaba pasando?
*Nota editorial: esta es la quinta entrega del Guardabosques de Aokigahara, parte 3 (I), continuando con las crónicas y entrevistas falseadas de Cicerón Navega. Recomendamos acompañar su lectura con los textos anteriores del recopilador Iván Darío Aponte Velásquez.
La imagen fue seleccionada por les editores del blog. Fuente: foto de Tara Winstead de Pexels.