El emperadorcito temporal

 

El emperadorcito temporal

 

Por Natalia Escobar Váquiro

 

Se mira en el espejo todas las mañanas, intenta convencerse a sí mismo de que nunca fue pobre, que no creció en un hogar con carencias. Si pudiera, borraría de su hoja de vida ese pregrado de universidad pública que lo avergüenza y que tantas veces lo ha puesto en desventaja frente a los importantes, porque, aunque le cuesta admitirlo, los importantes son sus superiores. Lo nombraron directivo en una universidad, allí actúa como un pequeño emperador, pero en el fondo sabe que lo pusieron ahí porque cumple los deseos de esos otros que al final compraron su alma. También está ahí porque ha descubierto que disfruta la crueldad que otorga ese lugar de poder.

Desayuna con afán para alcanzar a llegar a tiempo a esa, que cree, es su universidad. Llega su momento favorito del día: la caminata en medio de la plaza principal de la universidad. Saluda a todos sus trabajadores, sonríe, espera que le rindan pleitesía. Algunos lo saludan; «doctor, buenos días, ¿puedo pasar más tarde por su oficina?», «doctor, lo invito a un café», «doctor, hoy se ve muy bien». Él cree que es popular, cree que las mujeres lo ven sexy, empoderado, inteligente. En realidad, las mujeres están lejos de mirarlo con esos ojos. Él cree que ven a un hombre sexy; ellas ven a un hombre con el que hay que ser hipócrita porque las puede y las quiere echar. Tampoco es estúpido, sabe que debe pagar un costo muy alto por las acciones que lo obligan a tomar. Sabe que hay algunos resentimientos. Sin embargo, se mira en los vidrios oscuros de su oficina y se dice a sí mismo: «¡qué pinta que me veo; si quisiera, me podría culear a esa profe nueva que contraté!».

Llega a su oficina y ya tiene su cafecito sobre el escritorio junto a los documentos que debe firmar. Le da dos sorbos al café y no le gusta, le pega un grito a su secretaria. «Isabella, llame a la niña de los tintos, que lo cambie que está frío». La señora de los tintos se acerca a su oficina, le tiemblan las manos, es una mujer nueva en el puesto, relativamente joven. Él espera que ella no dure mucho, pues fue uno de los promotores de la tercerización de los servicios dentro de la universidad (ya saben, en nombre de la rentabilidad) y eso implica que ellas van cambiando con mucha regularidad, así que no quiere hacer ni el más mínimo esfuerzo por aprenderse su nombre. Solo atina a decirle: «niña, tranquila, deje ahí y llévese este, y por favor que no vuelva a pasar, y cierre la puerta después de salir». Ella atraviesa la oficina y se le derrama un poco de café en el suelo. A él se le escapa un «¡estúpida!». Aunque lo escucha, ella decide ignorarlo y solo menciona: «disculpe doctor, ya vengo a limpiar». Él solo atina a responder: «niña, tranquila, déjelo así, yo lo limpio», y en realidad no lo limpia.

A mediodía viene a verlo y rendirle pleitesía uno de sus profesores protegidos. Han hecho un grupo de protegidos muy unido, y se reparten las publicaciones para realizar durante el año. Él también debe someterse a sus propios indicadores, que son, básicamente, escribir la mayor cantidad de papers, unos que nadie lee. Ya todos aprendimos que son papers tan irrelevantes, que tampoco es que merezcan ser leídos. Hace mucho que no le queda tiempo de leer ni sus papers ni los de nadie, aunque eso no lo atormenta. En realidad, ya tiene montada su impresora de papers personal, y además se ha quitado de encima esa tarea —espantosa, como alguna vez mencionara en una de esas reuniones privadas en las que se barajan los destinos de protegidos y no protegidos— de leer que nunca le gustó. Cuando estaba en la universidad, leía solo lo estrictamente necesario, que no era mucho, porque hizo una de esas carreras en las que se lee poco, pero además, porque logró organizar su propio emprendimiento de producción de resúmenes gracias al usufructo de sus compañeros. También agradece a la industria editorial por haber creado un mercado de resúmenes y reseñas para gente que no le gusta leer, pero tiene que fingir que sí le gusta. Recuerda, también, las tantas veces que tuvo que aprender, en el camino, sobre un par de libros para poder mencionarlos en reuniones, quedar bien y conquistar alguna que otra compañera incauta. Se graduó de la universidad y descubrió rápidamente que podía vivir de manera cómoda siendo como aquellos profesores con varios contratos tiempo completo en distintas universidades que reclutan equipos de jóvenes académicos dispuestos a hacerles el trabajo… En fin, ser como esos que tienen esos cargos medio-altos en las universidades de hoy, y que se sueñan con ser los rectores, esos que parecen más administradores que profesores. Tuvo que invertir algo de esfuerzo para hacer parte de esos equipos, pero logró apañárselas para tener un sistema un poco más sofisticado de impresora de resúmenes y papers. Así entró al selecto grupo de prospectos de emperadorcitos.

Su profesor protegido lo saluda. Él, de vuelta, le cuenta cómo va el paper del que es autor. En estricto sentido, lo está escribiendo un estudiante de maestría —esa es su tesis—, a quien pondrán de tercero o cuarto en la lista de autores, lo que dependerá de los favores que tenga que pagar, y más vale que agradezca que se va a graduar y que lo están dirigiendo doctores tan importantes. El protegido lo invita a almorzar, pero, en realidad, nuestro emperadorcito, en el fondo, lo odia. Odia a los lambones. Aunque lo cierto es que se odia a sí mismo, porque eso es lo que él también es, aunque en su caso se lo perdona, porque lo hace con gente que sí es importante, no como este profesor, que es lambón con cualquiera. Declina la oferta —asegurándole que le pedirá a su secretaría que revise su agenda, estrategia que aprendió de los importantes— y trata de que no se le note el fastidio que siente por ese hombrecito que le hace el trabajo que él necesita para seguir en ese cargo, pero a quien en el fondo detesta.

Hay que abonarle algo al emperadorcito: a pesar de que tiene ambiciones pendejas, se ufana de tenerlas bien claras. Le gusta el dinero, le gusta que le digan doctor, le gusta que los colegas le tengan miedo, le gusta tener la oficina más grande y con mejor vista, le gusta que le lleven su cafecito, tener su parqueadero propio, que lo inviten a clubes, le gusta jugar tenis. Le gustaría jugar golf, pero su salario no le alcanza (piensa: «¡algún día!»). Le gusta tener un carro último modelo, le gusta tener secretaria y que le lleven su agenda, le gusta mandar a la gente adonde su secretaria para que sea ella quien tenga que anotarle las citas en su calendario y la que tenga que rechazar las invitaciones y citas. Le gusta que le contesten el teléfono, aunque le incomoda que sea un proceso lento. Le gusta simular que trabaja mientras se entretiene mañanas enteras jugando al solitario y a la culebrita en su oficina. Todos los días, durante la extensa jornada, simula que trabaja muy duro, porque verse como un trabajador entregado fue el consejo que le dio el coach que le asignaron cuando le dieron el cargo: «tienes que dar ejemplo» —le indicó. Siente una gran frustración porque nunca podrá cumplir su única ambición: ser uno de ellos. Nunca logrará ser como los importantes, porque no es algo que se pueda comprar, ni siquiera es algo que se pueda fingir, ni tampoco construir, es algo con lo que se nace: o eres de esas familias con apellidos importantes que toda la región conoce o eres un hijo de nadie, no hay más opciones. Esa pena la arrastra cada día e intenta agradar a toda costa, ve vídeos en YouTube sobre cómo agarrar el tenedor y cómo comer sushi, pero en realidad detesta el sushi, le parece más cómodo comer con cuchara y le encanta el espagueti con arroz —lo que le recuerda esos almuerzos que hacía su mamá cuando estaba chiquito— o la concurrencia masiva al festín del mediodía en el comedor universitario.

Al llegar la hora del almuerzo se va para su casa. En otro tiempo se quedaba a almorzar con sus colegas. Ahora no puede hacer eso, no se puede juntar con la chusma, como así les llamara una par/colega suya durante una cena de trabajo. Aunque siempre suele mostrar más interés de estar con gente más importante que él, con alguna frecuencia añora el almuercito casero del restaurante que está al frente de la universidad. Pero rápidamente esta añoranza se desvanece en el aire cuando recuerda que allá solo se encontraba con esos profesores que no tienen las mismas ambiciones que él. En su casa tiene una empleada doméstica que le prepara el almuerzo y a la que eventualmente tiene que poner en su lugar porque prepara cosas muy criollas, y qué van a pensar los importantes si se enterasen de que come chicharrón o tamal.

Al regresar a la universidad, hace el mismo recorrido de la mañana. En la tarde, este recorrido le gusta menos porque ve a sus inferiores llegar riendo, satisfechos por las delicias criollas que él ya no se puede permitir. Se da cuenta de que el día que asumió su cargo perdió la compañía de sus amigos, por más que se recuerda a sí mismo que está siguiendo el camino correcto y que, en últimas, los que importan deben ser los de arriba. Sueña con encontrarse a rectores en el club al que no pertenece, sueña con que sus hijos vayan a los mismos colegios y a las mismas universidades de los hijos de los vicerrectores y directivos con apellidos que él envidia. Aunque ahora tiene un salario de directivo, está lejos de las posibilidades de comprar las acciones y poner los fideicomisos que ellos tienen dispuestos para sus hijos desde el día que nacieron.

En la tarde tiene una reunión con los importantes. Él intenta convencer a su secretaria de que en esa reunión se van a definir cosas transcendentales, pero ella y él tienen clarísimo que las cosas definitorias siempre pasan antes o después de esas reuniones, en clubes y restaurantes a los que, pudiendo entrar, aún no es admitido. Los importantes saben que algo de poder tienen que darle para que él esté dispuesto a ganarse los enemigos por ellos. Así que lo dejan gritar, regañar, incluso echar a algunas personas. Obviamente, no es que pueda echar a cualquiera: están por fuera de su dominio las ovejas negras de las familias de los importantes a las que les dieron esos cargos para que no cayeran en la pobreza y de quienes en realidad se sienten muy decepcionados; están por fuera las personas que traen más plata que él a la universidad y las personas que escriben más papers que él. A estos últimos les tiene algo de miedo porque sabe que lo quieren reemplazar, sin embargo, piensa que él ha sido más inteligente, hasta el punto de sentirse indispensable. Incluso, en reuniones familiares se le oye decir: «la universidad no podría funcionar sin mí». En general, tiene un gran corral de animales para sacrificar cuando necesite mostrar su poder o pagar un favor.

La reunión inicia con todos contando los acontecimientos del matrimonio de Maria Conchita, que fue el fin de semana. Fue un evento muy sobrio al que solo fueron 250 invitados y solo estuvieron dos exministros. Hablaron un momento en inglés y él logró entender algo, al menos lo importante, pero no se atrevió a hablar mucho porque es evidente que es de los que aprendió a hablar inglés demasiado viejo, no como ellos que aprendieron en sus colegios bilingües y en sus intercambios universitarios. A él, sus palabras lentas y acento demasiado marcado —que no distingue entre Than y Then o entre To y Two— lo delatan. Intentaron que hiciera parte de la conversación, de ningún modo en forma de burla, pues sienten algo de lástima por su condición de enclasado, pero inevitablemente terminó quedando como ese pobre ignorante que no entiende ni de fiestas, ni de matrimonios, ni de platos franceses. Al terminar la reunión, se queda esperando al rector en una esquina, mientras los otros, en los que anhela mirarse, pactan sus idas al club y sus encuentros en casas de campo en Europa. Quiere hablar con el rector sobre todos los logros que ha tenido en el último mes, quiere que le dé su estrellita en la frente. El rector lo mira con la misma cara con la que él vio a su protegido más temprano, le dice que no tiene tiempo, que se acerque a su secretaria y pida una cita, y se aleja rápidamente.

El emperadorcito temporal, con cada día que pasa en su cargo, se comporta más como un adolescente, se cree inmortal, se cree necesario, se cree inteligente, se cree importante, pero no se da cuenta de que con cada día se hace más irrelevante, que al menos antes tenía las lecturas de resúmenes con las que podía fingir que leía. Ahora tiene menos temas de los que hablar y hacerse el interesante. Nuestro pequeño emperador olvida todo el tiempo que él es solo un trabajador más, que los importantes cuando quieran le van a quitar el poder e incluso el trabajo, se le olvida que acumular enemigos es peligroso y que no hay enemigo pequeño. Este pequeñísimo dictador se da cuenta de que se va quedando sin amigos porque cree que los importantes pronto lo van a incluir en su círculo, pero además está convencido de que, si quisiera, esos amigos lo recibirían con los brazos abiertos de nuevo en su círculo. Sueña con que el próximo matrimonio sea entre su primogénito y la sobrina de Maria Conchita, pero ni la sobrina, ni Maria Conchita aceptarían a un tipo con un apellido tan corriente, alguien que no tiene más que su salario para subsistir. En últimas, un don nadie, como alguna vez así lo sentenciara Maria Conchita en la fila del Carrulla. Sueña también con su futuro como rector, olvidando que los importantes prefieren poner a un hijo de ellos —aunque este no sepa nada de universidades— o incluso hasta a una mujer, siempre y cuando el apellido le alcance, antes que poner a alguien de origen humilde. Él no lo sabe, porque ya hace un tiempo que su limitado poder lo ha vuelto ciego, pero algún día, cuando esté más viejo, perderá sus limitados privilegios, porque habrá un emperadorcito más joven, dispuesto a ser más cruel y que entenderá mejor las prioridades de las universidades de hoy, que ya no son ni los papers, ni las acreditaciones. ¡¿Qué va a saber nuestro emperadorcito de universidades?!, si hace rato que no se lee ni un magazín. Cuando llegue ese día, los animales del corral miraremos el espectáculo, así como hemos visto otras caídas de emperadorcitos a lo largo de nuestras jornadas laborales. Miraremos cómo se irá haciendo más chiquito en su nueva oficina 2×2, veremos cómo lo consume su intrascendencia, su pobreza mental y la frustración de haber acumulado los odios suficientes para no poder ser de nuevo uno de nosotros.

 


La imagen fue creada por les editores del blog con IA.

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