El guardabosques de Aokigahara* Parte 2
Por Cicerón Navega
Recopilador: Iván Darío Aponte Velásquez
Ayer, en horas de la tarde, a las afueras del edificio editorial, tuve un encuentro inesperado —desde mi punto de vista, dada la inocencia de mi participación— con la hija del señor Ishikawa. Una mujer imponente, de estatura corta y brazos delicados, bastante delgada, con abundante cabello oscuro que le cae en línea recta sobre la espalda hasta sus glúteos, unas facciones angulosas (para nada bruscas), alargadas como las de un cuervo. Me esperaba en la panadería ubicada frente al edificio, en una mesa que apuntaba en dirección a la portería. En cuanto me vio, intentó llamar mi atención mentando mi apellido. Yo ya había notado su presencia muchos segundos atrás, y la esperaba al otro lado, en silencio.
Con una voz pastosa, apoderada de una lengua con un ritmo estudiado, de una cadencia casi hipnótica, me propuso tomar un café con el argumento (la opción más obvia) de que había algo acerca de su padre que debía contarme. Le expliqué cuál era la naturaleza de mi trabajo y le pregunté si podía grabar la conversación. Respondió que sí:
• Leonzo Agustín Caballero Nieto. Ese es el verdadero nombre de mi padre. Leonzo Agustín… Nació en un pueblito del Caquetá llamado Curillo. ¿Ha oído hablar de ese pueblo? No se preocupe, nadie ha oído hablar de ese lugar. —Sonreí, evitando contestar con obviedades. Aprobó mi sonrisa con un gesto que me recordó de manera irremediable al señor Ishikawa. Continuó entonces contándome que, por decreto de su padre, logró irse del pueblo estando aún muy joven, mejor dicho, siendo un niño. —Llegó primero a Palmira, buscando a unos familiares de su mamá, pero ella hacía mucho tiempo se había ido del pueblo sin dejar dicho para dónde. Era principios de junio de 1924, estaban a punto de inaugurar el llamado “Palacio de Gobierno” en la ciudad y necesitaban personal para terminar los detalles de la construcción. Uno de los trabajadores de la obra se apiadó de mi padre, así que le consiguió trabajo como asistente, a cambio de un pago paupérrimo pero bien compensado con los desayunos y almuerzos abundantes que el capataz gestionaba para los trabajadores. Trabajó allí hasta 1928. Cuando por fin se terminaron las obras, tenía 14 años. Viajó a Cali junto a un amigo suyo que desapareció al día siguiente de llegar a este moridero—. Me sorprendió el desdén en sus palabras, aunque no me hubiese atrevido, jamás, a refutar aquella opinión que, siendo honestos, poco se alejaba de la mía. —En fin… ¿No sospechaba nada? Quiero decir: ¿a usted no se le hacía raro nada de lo que mi papá le contaba?
• Sí, pero… —balbuceé. No sabía si valdría la pena explicar el valor que tenía para mí toda aquella construcción narrativa, todo aquel andamiaje ficcional que sostenía, desde mi parecer, una verdad inasible que solo podía ser entendida a través de aquella simple historia. Me sentí decepcionado, no del señor Ishikawa (quien para mí sigue siendo el señor Ishikawa Koni), sino de su hija y del afán con el que me convidó a finiquitar las entrevistas. La señorita Maiko (su nombre real) deseaba a toda costa levantar ante mí cualquier velo que pudiera salvarme de la trampa verbal en la que había sido apresado por el señor Ishikawa, dando por sentado un carácter obtuso y una capacidad casi nula de negarme a los delirios de un viejo aparecido.
• Yo le voy a ahorrar mucho tiempo contándole todo sobre cómo fue en realidad —apoyó los antebrazos sobre la mesa y se inclinó hacía mí.
• No es que me parezca algo innecesario, pero en verdad no hace falta. —La propuesta me resultó, además de triste, agosta.
• ¿Prefiere la historia de papá?
• La pregunta que me gustaría hacer es: ¿por qué preferiría su historia por encima de la del señor Ishikawa? —La señorita Maiko arrastró la mirada sobre la mesa. Pensé que quizá había sido demasiado brusco, pero antes de que pudiera disculparme, contestó sin perder en lo más mínimo la firmeza en su voz.
• Aquí la cosa no se trata sobre usted, sino sobre mi papá. No quiero que vaya a verlo otra vez. ¿Usted cree que es bueno para un hombre de la edad de mi padre alimentar esas fantasías? ¿Usted cree que lo que él necesita es alejarse cada vez más de su propia realidad? Las consecuencias de esto no se limitan a mi padre o a su historia, trascienden a quienes cuidamos de él. —Asentí mientras escuchaba. Su mirada ahora se sostenía con la severidad del acero sobre la mía, con una hostilidad medida, decorosa.
• Hay algo de cierto en todas aquellas fantasías —me animé a decir. Sus ojos de cuervo saltaron sobre mí, haciéndose más pesados, mientras yo procuraba no sucumbir ante la densidad de esa mirada furibunda y dañosa.
• Es a mí a la que le toca aguantar los ataques de pánico en la madrugada, los desvaríos que llegan con insultos y jalones de cabello, el costo de las medicinas, las consultas urgentes, las enfermeras en casa… —Algo en su voz se transformó. Fue apaciguando la turbulencia en su mirada y una capa brillante de humedad rebosó el párpado hasta formar un lagrimón que descendió arrastrado por su peso sobre los pómulos y las rubicundas mejillas.
• Su padre se comporta de manera lúcida. Es difícil deducir el grado de su enfermedad a simple vista. Sin embargo, creo que el problema no es determinar la realidad en la que su padre debe desenvolverse. En la “realidad” a la que usted se opone, el señor Ishikawa la reconoce, mantiene un vínculo bastante significativo con la existencia, se relaciona con su entorno e incluso es capaz de vincular a nuevos actores como yo, por ejemplo.
• Ha estado algo ansioso esperando a que usted regrese para terminar la entrevista, pero la verdad es que ha sido llevadero, nada exagerado. De todas maneras, no quiero que regrese a la casa a molestar a papá. Usted no es médico, no puede saber lo que es mejor para él.
• Tiene toda la razón. De todas maneras, siento que, si hay un momento de lucidez que debemos aprovechar para ayudar a completar las ideas de una memoria que lo atormenta con respecto a su pasado, es este. No es el presente lo que nos aterra, sino el recuerdo de nuestra relación con él, de lo que debimos o pudimos hacer y nunca nos atrevimos. En los “delirios” de su padre, hay agazapada una verdad que no puede ser contada de manera distinta. Comprendo que usted debe estar cansada de escuchar los mismos relatos una y otra vez. Es lo malo de hacerse viejo. No importa cuánto haya vivido una persona, sus historias terminan volviéndose repetitivas. Hay que entender que la vida son solo unos cuantos momentos dignos de ser contados; lo demás, casi siempre, son nimiedades o vergüenzas, cosas que obviamos, que preferimos no contar.
• ¿Cuánto dinero va a ganar usted con la historia de mi papá? —Pensé que, si todo el problema radicaba en el dinero, una oferta descabellada sería más que suficiente para que me dejara en paz. Estaba dispuesto a cederle cualquier incentivo económico que derivara de la historia.
• Más allá del salario paupérrimo, es difícil saber cuánto.
• ¿Entonces por qué está tan interesado en continuar con las entrevistas? —Entendí que la pregunta anterior no hablaba de la mezquindad en su corazón, sino de la oscuridad que podía habitar en el mío y a la que ellos serían expuestos irremediablemente si me dejaban entrar en sus vidas sin las precauciones pertinentes. En toda la ecuación no había espacio para señalar los puntos que derivaban de la voluntad humana, tan silenciosa como devastadora, tan desesperada e impredecible como pueden ser los ímpetus de nuestra grosera especie.
• Permítame terminar la entrevista. Si el contenido al final le resulta inapropiado, prometo no hacerlo público. —Su rostro, quizá cansado de transitar entre el esfuerzo muscular del desagrado y el tenue constreñimiento de la vulnerabilidad, se encontraba ahora completamente lavado, como si estuviese en una moribunda partida de póker. Recostó de nuevo sus ojos negros como cuervo sobre mis tristes ojos de perro viejo, en esta ocasión livianos, tal vez arrobados en la ternura de mi posición y en mi desprotegido orgullo como suplicante.
• De todas maneras, es bueno que conozca parte de la verdadera historia de papá. Creo que puede ayudarle a entender esa verdad que usted ve en la jerigonza del viejo. No me vaya a malinterpretar, amo a mi padre, pero ya no tengo la paciencia que tenía cuando era más joven, cuando tenía fuerzas de sobra para encargarme de todo. Ahora, apenas tengo tiempo entre el trabajo y todo lo demás. Tengo una hija, Pauline, y dos gemelos, Carlo y André, todos en la universidad. Adoran a su abuelo, pero son muchachos ocupados en asuntos adolescentes. Entenderá que no ayudan demasiado. Si papá tiene otra crisis, voy a tener que internarlo. Sé que suena cruel, pero no hay forma en la que yo pueda lidiar sola con eso una vez más. —Estiré un trozo de papel con los números telefónicos de mi residencia y de la oficina que ocupo en la editorial.
• No tengo celular, pero son los dos únicos lugares a los que voy cada día —levantó de su regazo un teléfono móvil y anotó en él los números—. Mientras esté en la ciudad, puedo visitar al señor Ishikawa una vez por semana, solo para conversar. —Intentó disimular la bocanada de aire que inyectó ansiosamente en sus pulmones, pero el sonido incontenible del suspiro la puso en evidencia.
• Está bien… ¿Por qué sigue llamándolo por ese nombre? —De nuevo, solo pude responder con una sonrisa solapada, seguida por un silencio y luego por el gorgoteo de los sorbos al café.
• No quiero desacostumbrarme —dije por fin—. Podría cometer el error de llamarlo por su verdadero nombre. Necesito que siga siendo el señor Ishikawa —Levantó los hombros, completamente desinteresada de mi explicación, se puso de píe y se despidió estirando una mano menuda y filosa como una lanza de marrón aventurina.
• Es probable que casi nunca nos crucemos cuando usted visite a papá. Por eso, si sus intenciones son buenas, le agradezco cualquier ayuda que pueda darnos. —Terminé mi café y partí en dirección contraria a la señorita Maiko. Fue algo instintivo, como si tomar el mismo camino nos obligara a tener una intimidad que ninguno de los dos deseaba prolongar. Me detuve dos cuadras después, preguntándome por qué había tomado el camino contrario a casa. Aguardé unos minutos frente a una tienda de electrodomésticos y regresé sobre mis pasos. Al llegar a la parada de autobús, la señorita Maiko aún seguía allí.
*Nota editorial: les presentamos la cuarta entrega del Guardabosques de Aokigahara, una más de las crónicas y entrevistas falseadas de Cicerón Navega. Recomendamos acompañar su lectura con los textos anteriores del recopilador Iván Darío Aponte Velásquez.
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