El poncho de Urquiza

 

El poncho de Urquiza

 

Por Blas Estévez

 

I

• El Pueblo ha muerto. La última vez que lo vi caminaba arrastrando los pies. Lo habían lastimado fiero en 1975, cuando las cosas se organizaban según los criterios que voceaba Celestino Rodrigo. En los años que siguieron lo encerraron en la cueva del horror y los perros de las finanzas lo despedazaron. Pero sobrevivió, ¿puede creerlo?

• ¿Usted llegó a hablar con él?

• No. Le habían metido una bala en la lengua, desintegrándola. Y por eso no podía hablar. Sólo caminaba, en silencio, mientras la sangre brotaba de su cuerpo y el humo de la pólvora todavía le daba vueltas dentro de su cabeza. Según parece, por esa herida, la de la lengua, se moría más rápido que por las demás.

• Y de sus verdugos ¿qué se dice?

• Los verdugos fueron condenados, jurídica y socialmente, pero los que definieron el castigo siguieron firmando papeles en lustrosos escritorios. De ellos nadie habla…

– ¿Qué habrá sentido Zárate antes de morir?

– El Turco decía que lo habían matado los de la Triple A. Pero Zárate nunca decía nada. ¿Por qué habrían de matar a un hombre viejo, silencioso, con las arrugas de la rutina surcándole la cara? Si no hablaba, poco importara lo que pensara ¿no lo cree, Ayala? El silencio ¿no era algo así como una garantía…? Además, cuando Zárate se mató hacía como cincuenta años que la Triple A ya no existía. O había mutado en un mecanismo más eficaz y perverso y a ese mecanismo el Turco lo llamaba “la Triple A”, como queriendo señalar una lógica y no una mera organización histórica. Vaya a saber, Ayala.

– Es cierto. Zárate ya casi no hablaba. Tal vez ya no le quedaban ideas y por eso no hablaba. Usted, Segovia, recordará su rostro… Tanto estuvo sin hablar que el silencio le había trabajado los rasgos; tenía marcados los signos de una derrota; una derrota asumida de tal forma que terminó por ser el único horizonte de su vida. Cuando se pronunciaba, lo hacía en susurros y sólo para satisfacer sus necesidades más elementales. Ése fue el último Zárate, el que se voló la cabeza. Pero hubo otro Zárate, Segovia.

¿Qué estación es ésta?

– Bella Vista. El cementerio está a unas pocas estaciones… Recuerdo su rostro, si, pero más aún recuerdo su silencio insoportable. Un silencio gradual, que lo terminó por suicidar. Sin embargo, es cierto que hubo otro Zárate, uno que hablaba. Pero, como decía el Turco, al último Zárate, al que se mató hace unos meses, ya no le quedaban ideas para comprender la realidad nacional. Por eso callaba Zárate, Ayala.

– Lo último que le escuché decir fue cuando terminó de leer la carta de Rodolfo Walsh a la Junta de Comandantes, “esto está bien, esto está muy bien. Este hijo de puta de Walsh está viendo lo que nadie verá en décadas. Acuérdese bien: si ponemos el ojo sólo en la milicada se nos escurre el verdadero propósito del Proceso…”. Luego alguien lo mató en la pieza que alquilaba en Constitución dice el Turco. Pero no, Zárate se partió la cabeza de un balazo él solo, como usted bien dice, Segovia.

– Está por amanecer.

– ¿Notó que en el invierno hace más frío cuando amanece que durante la madrugada?

– Es posible. Dígame, Ayala ¿pudo revisar las armas?

– Sí, claro. La suya tiene el percutor gastado y hace un ruido como de chapa cuando martilla. Pero está bien calibrada y no escupe pólvora. Acá la tiene. ¿Esta es nuestra estación?

– No, falta una más.

 

II

En los años ´90, como todavía no se moría, lo cruzaron en mitad de su agonía y decidieron crucificarlo. Antes lo alimentaron un poco, le mojaron la cara con champagne y esperaron que el sol lo seque.

– Segovia, los cementerios son silenciosos también ¿vio?, como Zárate. Por ahí se siente más a gusto acá que en esa pieza de Constitución. Acá, por lo menos, no escucha a casi nadie; puede sustraerse de la incómoda tarea de medir su silencio comparándolo con el griterío del barrio.

– Puede ser. En todo caso, en el silencio son iguales. Pero hay algo que me inquieta de los cementerios, Ayala. Ya lo dijeron hace unos años ¿recuerda?, eso de que el peso de los muertos atormenta la consciencia de los vivos. Pero creo yo, si me permite, que lo insoportable del peso de los muertos es que, justamente, sólo se siente en el silencio de los vivos. La masa física del peso de los muertos es el silencio de los vivos, Ayala. Porque lo que vuelve insoportable al presente no es la derrota, es el silencio… que invadió la ciudad.

– ¿Usted sugiere que la ciudad es un cementerio, Segovia?

– Sí, pero no a la manera de sus cruces y ornamentos, sus edificios y flores. Lo que se expandió fue su gramática…

– ¿Este cementerio se irá a vender también?

– No creo, los muertos salen caros y tienden a olvidarse. No veo un buen negocio en venderlos a privados extranjeros. ¿Quién querría comprar un predio lleno de pozos, llenos de muertos?

– Puede que tenga razón. Pero nunca se sabe en estos tiempos: todo el país parece vendible… Nos olvidamos las flores Segovia.

– Es cierto. Pero ya no quedan en el mercado. Ya no queda mercado, en realidad. Lo vendieron también. Están desarmando todo; como cuando los circos abandonan un lugar y queda una espesa melancolía en el terreno, nuevamente baldío; así va quedando el país, Ayala, como un triste baldío. El objeto de una melancolía. La revolución productiva que le dicen…

 

III

• ¿Ése fue su final?

• No, todavía resistía. Mire, por otras razones que no son las razones de las señorías políticas, el último mes del segundo año del tercer milenio, logró desprenderse de los clavos que lo sostenían sobre la cruz y se largó al camino. En el cielo un helicóptero alejaba a un asustado instrumento… Luego de caminar dos años a la deriva, encontró un viejo tala que lo proveyó de sombra durante un tiempo. Pero como la tierra seguía con sus vueltas, lo que era una sombra abrazadora devino un sol abrasador que comenzó a lamerle los pies y terminó por cubrirlo con sus hilos de fuego; con ese sol aparecieron las primeras moscas que descendieron sobre su piel… Fueron tres las moscas que llegaron, sucesivas. Alcanzó a reflexionar, dicen, que pronto él también devendría una mosca, luego de que una multitud de gusanos trague compulsivamente su carne.

• ¿Y qué hizo?

– ¿Cómo será estar muerto Segovia?

– No lo sé. No es estar de ninguna manera. O tal vez sí. La muerte bien podría ser ese lapso entre dejar de respirar y dejar de existir en la memoria de los vivos. Una parábola entre un cuerpo inerte y el olvido. Y ahí, me parece que ahí, en el olvido, es cuando termina la muerte y simplemente uno ya deja de existir. Cuando la vida del muerto deja de ser narrada, el muerto ya no existe. De manera que la muerte de Zárate se desplegará lenta, gradualmente, hasta terminar por disolverse cuando ya nadie lo nombre. O, por el contrario, puede suceder que la muerte de Zárate se extienda infinitamente en la medida en que su vida siga siendo narrada.

– Ahí viene el tren. Segovia. ¿Recuerda Usted lo que decía Zárate… cuando hablaba; eso que había que tener cuidado cuando nos ofrezcan el consumo como anzuelo, como único horizonte posible, mientras los tesoreros de la economía se enfiestan en oro? Hay que tener mucho ojo, decía Zárate: debajo de esa felicidad del consumo puede darse el caso que los tiranos estén conjurando nuevas desgracias, subterráneamente, que se anuncian ya no con trompetas como en el apocalipsis; sino con globos y flores y sonrisas…

– Otra vez el poncho de Urquiza, dice usted.

– ¿A qué se refiere?

 

IV

• Cuando el sol le cruzó la cara, encandilado, divagó buscando quien lo salve. Eran los tiempos de la nueva cacareada financiera, cuando un rudimentario millonario se hizo llamar Presidente y festejaba sus canalladas con globos y discursos de vergonzosa gramática. Hace muy poco se murió. Se partió la cabeza de un balazo. Fue un 19 de noviembre, creo.

• ¿Entonces el Pueblo ha muerto?

– Usted recordará que cuando el entrerriano venció a Rosas en Caseros, allá por 1852, ingresó a Buenos Aires montando un caballo de Don Juan Manuel y con un poncho puesto. Habían peleado un 3 de febrero Ayala y al entrerriano se le ocurre ponerse un poncho. Pero Urquiza, al ponerse el poncho, recrea una ficción, organiza una escena, escribe la historia como un dramaturgo. Lástima que de los malos, Ayala. Fíjese, unos años después, en 1861, cuando estaba venciendo implacablemente a Mitre en la batalla de Pavón, el general entrerriano le cede la victoria, inexplicablemente, ¿inexplicablemente?, a su oponente portuario. Dirá después que no quería derramar la sangre de sus paisanos en una guerra estéril. Algo así dijo Urquiza. Mitre festejó el regalo con su campaña de pacificación, que consistía en eliminar al enemigo, no vencer al adversario. Curiosa paz la del General Mitre. Por su parte, encerrado en su palacio, el general entrerriano sólo miraba cómo sus vacas se iban, despedazadas, en barcos ingleses por el río Uruguay. Detrás suyo, a sus espaldas, la paz mitrista llenaba las plazas y caminos con cabezas clavadas en picas. Él, Urquiza, que no había avanzado sobre Buenos Aires para evitar que se derramara en vano la sangre de sus paisanos, cuando la civilización los trituraba a sus espaldas, se dedicaba, solamente, a calcular el tesoro de su comercio. En esa distancia se condensa uno de los significados del poncho, Ayala. En la distancia irremediable de la traición. El poncho era una argucia. Un encantamiento. Era, diría yo, un signo que anunciaba algo que todavía, aún hoy, no podemos comprender. Mire, si Urquiza hubiese sido un paisano genuino, de esos de las montoneras federales, de estampa plebeya, nunca hubiera usado un poncho en febrero, Ayala. Los paisanos en el verano no usan poncho. Urquiza se vestía de acuerdo al invierno inglés… Y ese es otro significado del poncho, la indigna sumisión al poder imperial: el simulacro del aliado interno. El poncho de Urquiza es, también, la estética del cipayo Ayala. Pero también significa la razón oligarca: Urquiza no avanza sobre las tropas en retirada de Mitre, no avanza sobre el rico Buenos Aires, porque él mismo es un rico estanciero y sus intereses no son tan lejanos a los de sus oponentes porteños. Sus enemigos tácticos son sus amigos estratégicos, ¿me comprende, Ayala? Y si no fuera así, si no fuera por ser un rico estanciero que no avanza sobre Buenos Aires, entonces fue por cobardía; la cobardía del líder no plebeyo del plebeyaje, cuando éste lo desborda. Representa, a su vez, el triunfo del cálculo individual por sobre un proyecto colectivo de Nación. Y volverá a aparecer en la historia de este país, una y otra vez, a cada vuelta de página. Es más, el poncho, diría, es la regularidad de la política nacional. Condensa la traición, la derrota, el triunfo del cálculo individual, la cobardía, el simulacro, el cipayaje… A esto se refería Zárate, con eso que usted comenta que dijo: tengan cuidado que sobre otros caballos, con otros discursos, pero bajo el mismo poncho se anuncian los salvadores de la Nación, ese es el sentido Ayala.

– Pero a Urquiza lo asesinaron dentro de su palacio. ¿No es cierto Segovia, que una noche, una pueblada lo despedazó?

 

V

• Si. Solo queda una masa amorfa de individuos incapaces de articular un lenguaje común, una hipótesis compartida. Una diáspora conceptual. Como ese castigo de Babel ¿vio?

• Y de los señores de lustrosos escritorios, ¿qué se dice?

• Pero se escuchan, lejanas, sus fiestas de oro.

• ¿Y puede resucitar este Pueblo?

• …

– ¿Qué irá a pasar, Segovia, cuando lleguemos?

– Mire Ayala, usted sabe bien que no es posible saber el porvenir. Depende de cómo nuestra inteligencia se enfrente a la del enemigo y cómo la del enemigo se enfrente con la nuestra. El resultado de ese enfrentamiento será el futuro. Pero es incierto; su sentido está en suspenso. Le diría que estamos sobre los puntos suspensivos de la historia, Ayala; como si hubiese algo allí a lo cual hay que asignarle un sentido. Cómo cuando nos enfrentamos a puntos suspensivos en un texto. Lo mismo sucede con la historia, Ayala. El presente son los tres puntos suspensivos de un texto que hasta ahora viene escribiendo algún soberano, oculto en la espesura del poder, pero que resulta, en algún punto, incierto. Tal vez se trate de sacarle la pluma…

– Llegamos, Segovia. Es posible que no volvamos a vernos, se escuchan fuerte los disparos. Si así fuese, fue de mucho gusto compartir este tiempo con usted.

– Hasta luego, Ayala, si escucha golpear la chapa, es que su amigo todavía está vivo y hablando de Zárate, del Zárate que hablaba, para dejarlo morir y que, así, que siga existiendo.

– Hasta luego amigo

– Hasta luego…

 


La imagen fue seleccionada por les editores del blog. Fuente: Foto de ema reynares de Pexels

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

es_MXSpanish