Hoy, en Un homenajear les compartimos un fragmento de la clase magistral que dio Mariana el 15 de marzo de 2019 en el Centro Cultural San Martín, en Buenos Aires.
En este recorte abarcamos sus inicios hasta la publicación de su segundo libro. No es una transcripción exacta ni completa del recorrido biográfico en el que Mariana nos cuenta cómo se hizo escritora; aquí nos habla sobre su primer libro, sus intereses, obsesiones, lecturas y su experiencia como la escritora más joven de la Argentina.
Esperamos que este texto las lleve a sus libros.
Agradecemos a Juan Caicedo la bella ilustración que acompaña.
Cómo me hice escritora
Por Mariana Enríquez
Yo tenía 17 o 18 años, vivía en La plata, estaba terminando la secundaria y por empezar periodismo -carrera que empecé a estudiar porque no sabía qué hacer y después bueno aconteció, la vida es una serie de decisiones inciertas- y ahí empezó esto de haber publicado una novela tan joven, les cuento cómo fue.
No escribí mi primera novela porque quería ser escritora ni porque quería publicar ni porque conocía escritores y los admiraba y quería ser como ellos -todo esto es estrictamente cierto-, la escribí porque no encontraba nada ni a nadie que contara lo que me pasaba y lo que yo misma leía en los libros que compraba -en ese momento eran Pregúntale al polvo de John Fante, Última salida para Brooklyn de Hubert Selby Junior, Menos que cero de Bret Easton Ellis, o los discos que escuchaba; era súper rockera en los gustos musicales y en los gustos literarios, muy poco Argentina también. Mi vida en ese momento era de noche, era todo bares patéticos, vino barato, baños meados, ojos delineados de negro, el pelo largo teñido del tono más oscuro posible, tenía un diente de perro en el pelo -me lo había puesto un delincuente que era amigo mío, no recuerdo nombre del perro, que estaba muerto claramente, tampoco recuerdo el nombre del delincuente-. Como vivía en La Plata, el kiosco del barrio traía Cerdos y Peces, la revista de Enrique Symns; recuerdo una tapa con una chica poeta -no sé si existía o no porque yo usaba mucho ese procedimiento de falsos personajes, falsas firmas, yo me creía casi todo-, esta chica escribía poemas rimbaudianos, baudelairianos y en la entrevista decía que nunca salía de su casa, yo quería conocerla, quería ser como ella; recuerdo que tenía el pelo corto, una melenita masculina, yo la amaba, estaba totalmente fascinada, pero no sé si existe. La primera escritora que admiré creo que era esa y es una escritora que no sé si existe, si es una ficción.
No había investigado seriamente qué se publicaba en Argentina y alrededores en esa época -estamos hablando del 89, 90, 91 pongámosle- así que no podía aseverar tan claramente que nadie escribió sobre mí/nuestra vida, pero era mi impresión. La vida de mi amiga Paula que tenía sobre el piso de su cuarto un espejo lago -porque era enorme- sobre el que tomábamos cocaína, tan barata era la cocaína que a veces era amarillenta o rosada porque se cortaba con antibióticos en esa época, recuerdo que rezábamos porque sabíamos de historias sobre cortes con fibra de vidrio, así que, que fuera antibiótico estaba bastante bien. Íbamos a Berisso en camioneta a recoger cucumelos -que seguramente ustedes los conocen, no creo que ninguno sea tan joven- que son como unos hongos alucinógenos que brotan de la bosta de los cebúes; los cucumelos tenían unos gusanos blancos pequeñísimos, mis amigos se los comían así porque eran unas bestias, pero yo los sacaba durante horas con un cuchillito, con una pinza de depilar, era reminita para la droga. Nuestros padres no tenían trabajo, dos o tres eran alcohólicos o estaban medicados, supongo que eran pacientes psiquiátricos, una vida entera de crisis económicas y dictaduras los había enloquecido y vuelto incapaces de criar cualquier cosa y menos que menos adolescentes, pero ellos no se daban cuenta. Los libros que me compraba en ese momento -siempre compré libros compulsivamente- eran casi todos de segunda mano, baratos, no mencionaban ni de cerca esto, hablaban de inmigración y de servicio militar, de cocaína y de Buenos Aires, de la Capital, yo vivía en La Plata, una ciudad universitaria con mitos de masones y propensa a crímenes horrendos como el de la profesora Oriel Briant, una rubia bella acuchillada por su marido en lo que se creía un ritual solo porque ella apareció destrozada sobre una especie de altar; nadie hablaba de eso tampoco. Después descubriría libros que sí lo hacían como Fogwill, Historia Argentina de Fresán, alguno de José Sbarra como Plástico cruel -que no me gustaba pero al menos se refería experiencias que yo conocía-, pero no muchos más.
Escribí la novela a máquina, un artefacto pesado y duro -las teclas me rompían las uñas-, acabo de encontrarla en la casa de mi madre después de un año de ignorar su paradero. Como no soy fetichista no me hubiese importado si se perdía en una mudanza pero me la traje a casa sobre todo porque es linda. Escribí la novela de noche y tardé bastante en terminarla, algunos años; la empecé -no estoy segura- en el último año de mi secundaria, a los 17 creo. Los dos protagonistas de la novela, Narval y Facundo vivían en mi cabeza y tenía que desalojarlos porque no me dejaban lugar. Esto es una cosa que hago un segundo porque suelen preguntar bastante sobre cómo se construyen los personajes y la verdad es que se construyen técnicamente los personajes, pero sobre todo lo que a mí me pasa, y con más razón cuando son personajes de novela, es que de verdad son gente real con la que convivo. Estoy hablando acá con ustedes y en realidad estoy pensando en ellos, en qué harían, qué van a hacer después y si esta ropa les queda bien y si esto, lo otro, entonces llega un momento en que interfiere tanto con la vida cotidiana y con la posibilidad de tener una vida más o menos razonable -no esta especie de psicosis donde hablas con fantasmas constantemente- que tenés que escribir. Yo creo que hay muchos procesos creativos que son parecidos a esto pero queda raro decirlo porque es bastante menos freak decir bueno construyo el personaje, armo esto, lo otro, el verosímil bla bla, pero la verdad es que son voces en tu cabeza. Bueno, constantemente pensaba en estos dos, eran un concentrado de mis obsesiones adolescentes que son muy parecidas a mi obsesiones actuales: el vampirismo, el sexo entre hombres que es medio lo mismo, una turbia hermosura baudelairiana, la belleza injuriada de Rimbaud, me gustaba mucho el Decadentismo francés -me sigue gustando mucho-, la literatura fantástica y de horror, los subterráneos, los demonios, River Phoenix, Keanu Reeves; Bajar es lo peor fue una especie de reescritura de Mi mundo privado de Gus Van Sant y Entrevista con el vampiro de Anne Rice pero ubicada en Buenos Aires.
Yo quería ver reflejada mi experiencia en un texto en mi idioma y en argentino pero no quería que necesariamente fuese realista. Pensar que la experiencia solo se puede reflejar desde el realismo es un error común y una falta de imaginación grave, la misma que nos hace pensar que el realismo es para adultos y el género (el fantástico, la épica, el terror) para jóvenes y niños, un malentendido por el cual los adolescentes leen La mano izquierda de la oscuridad de Ursula Le Guin, una novela sobre la tolerancia, la fluidez de la sexualidad, el estalinismo, las sociedades jerárquicas, y los adultos leemos a Elena Ferrante que es una historia de dos amigas; está buenísimo el libro de Elena Ferrante, quiero decir: no hay motivo en el mundo que nos impida leer a las dos a la par y en un mismo nivel, excepto el gusto pero eso también se construye. No pensaba en publicarla, no pensaba en ser escritora, creo que no pensaba en ninguna forma de la escritura profesional salvo el periodismo -como les contaba antes- y solo porque quería ir a shows gratis y tenía la esperanza de ser corresponsal y acabar como enviada especial a Glastonbury -esto era lo único que yo quería diría en la vida no en la profesión-. Iba a Capital los fines de semana, a Bolivia el boliche, a Cemento, a fiestas en la Boca, a Flores y Parque Chacabuco, a recitales, esperaba durmiendo en el suelo de la estación de Once con la cabeza sobre la mochila el colectivo de vuelta a La Plata de madrugada, muchas veces hice eso. Las noches que no podía viajar porque no tenía dinero o porque había otro plan caminaba por La Plata, los alrededores de la Catedral incompleta -La Catedral de La Plata es toda de ladrillo porque no se puede revocar, porque se hunde si la revocan, antes tampoco se le podían hacer dos torres pero se las terminaron haciendo igual, me acuerdo que mi papá participó de esa obra y recomendó que no las hicieran porque se iba a caer, pero se equivocó por suerte-, Plaza Moreno y el Teatro Princesa que es un lugar rarísimo que ahora está abandonado y cerrado, jugaba a la Ouija me acuerdo, quería aprender a tirar el tarot -después aprendí, no le voy a tirar ahora pero soy muy buena-, como dije antes tomaba mucha cocaína y licor de mandarina sobre todo -no sé por qué licor de mandarina, son las cosas de la adicción- en una plaza llamada Plaza Paso.
Mi mejor amiga tenía una hermana mayor -tiene- que acababa de publicar una biografía de Carlos Menem, El jefe, no recuerdo bien cómo pero en una comida nos contó que en la editorial donde ella había publicado este libro estaban armando una colección de literatura joven, tenían textos sobre temas jóvenes pero no una novela escrita por alguien joven; mi amiga Andrea que es la hermana menor, esa noche u otra noche le contó a su hermana, que es Gabriela Cerruti, que yo había escrito una novela. Gabriela que era la hermana exitosa, que sabía nuestra vida forajida de adolescentes difíciles, no le creyó mucho, exigió ver el manuscrito, se lo di a ella o a Andrea no lo recuerdo, sé que a Gabriela -lo sé porque ella me lo dijo- no le gustó del todo la novela por densa, por pesimista, porque la debe haber sorprendido leer el mundo que tenía en la cabeza la amiga de su hermanita -aunque no era y no es para tanto, la gente se impresiona muy fácil realmente-, de todos modos creyó que la novela tenía algo y se la llevó a Juan Forn que en ese momento dirigía la colección Biblioteca del Sur en Planeta. Yo no sabía quién era él, realmente no sabía quién era él. Tenía 19 o 20 años -no me acuerdo ahora pero por ahí-, no conocía ningún escritor profesional ni había escritores en mi familia, no había asistido a ningún taller literario ni estudiaba letras, no sabía que existían los talleres literarios. En rigor, yo no sé si había talleres literarios en 1994, no lo sé, no me acuerdo, en La Plata no había, pero además no era mi ambición escribir novelas con lo cual no lo hubiera sabido aunque existiesen, porque no hubiese ido en busca de ellos. Tenía que contar esta historia, como les decía, de los personajes que me hablaban y tenía que escribir mis obsesiones porque era una necesidad un poco física, sigue siendo igual, pero ahora conozco a más escritores, que es la diferencia más importante. Juan Forn me presentó algunos escritores en ese momento -ninguno me impresionó especialmente- y me dijo cosas que me resultaban raras, como “la novela está bien pero tenemos que cambiar esta y esta parte donde se delata que tu generación cree que puede hacer cualquier cosa con la literatura”. Lo menciono porque lo recuerdo y lo recuerdo porque me ofendió, no porque hablase de mi generación o me tratara de atrevida sino porque con esa frase delató que no me conocía a mí, que no podía imaginar un escritor que viniese de otro lugar, de otro círculo, de un mundo más entrópico y obsesivo sin tantas conexiones sin generaciones sin querer hacer algo con la literatura y todo eso. No quiero decir que yo fuese salvaje, que no era eh, había leído muchísimo y desde chica. A los 20 años ya había leído a Onetti, a Donoso, a Capote y hasta Blasco Ibáñez -porque tenía familia española y tenían todos estos dramones españoles que están bastante buenos-, Jacinto Benavente -toda esa cosa, mueren niños para todos lados-. No era una escritora cachorra en el sentido literario aunque no tuviera tanta técnica -no tengo tanta técnica tampoco ahora, después de todo la técnica se adquiere leyendo- pero no había llegado a esa oficina trémula con mi manuscrito, quiero decir, me daba igual que me leyeran, había escrito la novela para mí -eso sí cambió, ahora me importan los lectores, pero en ese momento no estaban en mi cabeza-. La segunda reunión con Juan nos fue mejor; Juan entendió mi diferencia, nos sentamos a ver la novela página por página, me enseñó y aprendí y entendí por qué me faltaba madurez como autora para sostener, por ejemplo, una voz en primera persona durante tantas páginas; había uno de los protagonistas -esto no está en la novela ahora-, Narval, que tenía capítulos largos en una primera persona muy absurda -pero realmente- que por momentos sonaba como una mezcla horrible de Morrison, Así hablo Zaratustra, Baudelaire y la peor lectura posible de Pound pero feo -yo nunca fui poeta, no soy, no seré-. Entendí el poder de sugestión de las palabras, entendí que tenía que contener mi enamoramiento por los personajes y evitar adornarlos con demasiados adjetivos, algunos están bien. Yo tampoco soy una escritora que crea rigurosamente en esto de no poner adjetivos, no poner adverbios, el Show, don’t tell que es el mostrar no contar, me parece que cada texto exige aproximaciones diferentes y que todas esas reglas son para comodidad de los talleristas pero no tanto para mejorar los textos. Juan pidió un anticipo para que pudiera pasar la novela a la computadora -yo no tenía en ese momento computadora, no eran tan comunes en el 94 increíblemente, al menos no en mi clase social que era una clase media rata digamos-, yo me fui al departamento de una amiga, que ya no es mi amiga, a Mar del Plata a terminarla; recuerdo de cuando me quedaba empantanada iba caminando a buscar inspiración a la casa del Silvina Ocampo y Bioy Casares que quedaba lejos pero hasta donde se podía caminar, hoy es un colegio bilingüe y caro pero entonces estaba abandonada y era hermosa y me ayudaba a pensar como en la belleza de las ruinas y todos esos mambos que tenía en ese momento -y que sigo teniendo ahora-. La novela se llamó Bajar es lo peor por una frase supuestamente real de un cocainómano en una entrevista que leí justamente en Cerdos y Peces, el tipo hablaba de la resaca de la cocaína y decía que era lo peor, yo estaba de acuerdo y la elegí como título. La novela fue leída en unas pocas reseñas -realmente tuvo muy pocas- como una novela de realismo sucio. Un crítico en particular la destrozó y me mandó a escribir guiones de televisión para series de adolescentes, para él era un insulto, en cambio yo creo que Buffy, la cazavampiros o My So-Called Life son genialidades que nunca podría escribir porque escribir guiones para tele es súper difícil, pero bueno, con los años algunos críticos como Elvio Gandolfo escribieron que tenía elementos de terror moderno de Hellraiser de Clive Barker, por ejemplo, y es totalmente así. Para mí siempre fue una novela filofantástica con noche y drogas, con el romanticismo de Cumbres borrascosas y la geografía del sur de la ciudad porque la conocía, y sobre todo porque por ahí transitan Martín y Alejandra en Sobre héroes y tumbas -Facundo es un poco Alejandra para los que leyeron el libro y el trío que acecha a Narval es un poco la secta de los ciegos-. Cumbres borrascosas y Sobre héroes y tumbas eran mis novelas favoritas aquellos años -piensen que yo tenía 19 o 20 años, todavía me parecen grandes novelas igual-.
Bajar es lo peor es el único de mis libros -no tengo tantos pero no pasó con ningún otro- con el que recibí muchas cartas de fans -digo cartas en papel, ahora recibo cosas de fans pero son virtuales-, muchas y muy febriles, todas de chicas que me contaban sus vidas, sus excesos, el amor desesperado por alguien o directamente por Facundo, a muchas de esas chicas tuve que decirles que Facundo no existía y se enojaron, pero muchas eh -a mí también me ofende un poco que no exista pero bueno-; una fan llegó a venir al lugar donde yo todavía trabajo -el diario Página 12, en ese momento estaba en la avenida Belgrano- a exigirme que le marcara donde quedaban las casas de los protagonistas, cuál era el sitio exacto del departamento donde Narval se despertaba frente al riachuelo, dónde quedaba la casa donde había crecido Facundo, le dije que ninguna casa existía, que habían casas que me habían inspirado pero en La Plata, se ofuscó, no me creyó; después trajo a su exnovia que también era mi fan, estaban peleadas, la primera chica -la exigente- quería recuperar a la novia haciéndole un regalo y ese regalo era yo, la autora de su libro favorito, las tres tuvimos una conversación muy larga e incómoda en un bar, días después la primera chica volvió sola -se ve que el regalo no arregló la situación-, me contó que su novia la amaba pero que los padres y su clase social no la dejaban ser lesbiana, me dejó un libro de poemas y se fue, nunca más las vi ni supe de ellas, así que si alguna está por aquí me avisa. Todavía recibo algún mensaje sobre Bajar es lo peor o me encuentro con alguien que me habla de la novela, a veces son hombres de mi edad casi todos gays, hace poco uno me confesó que durante sus años más callejeros hace casi dos décadas su nombre de levante era Val, que es el sobrenombre de Narval. Con la salida del libro hubo un minifenómeno: la editorial decidió promocionarlo con un eslogan que decía la escritora más joven de la Argentina. Salía en la radio, especialmente en la Rock & Pop que era la que estaba arriba en ese momento, me invitaban a la tele, yo iba con remeras de AC/DC -yo me hacía re la loca-, a veces iba drogada -siempre andaba así-, ahí comprendí algo que todavía me sigue molestando mucho: a los escritores se les pide que tengan opiniones, a todos los escritores, como si trabajar con la palabra conllevara algún tipo de formación, sabiduría, sensatez, sentido común o al contrario alguna originalidad en la mirada sobre el mundo, no suele ser así -salvo para los escritores que además desean ser o son capaces de ser intelectuales públicos, que hay un montón, no es mi caso- pero los escritores no suelen tener opiniones más inteligentes o pertinentes o particulares que la de cualquier otro y sin embargo, se nos sienta en mesas a hablar de feminismo, escritura y política, el estado del mercado editorial, etc., todas cuestiones para las que no estamos formados ni, con frecuencia, informados porque pasamos muchísimo tiempo entre libros y en un mundo bastante solitario y un poco obsesivo; yo por ejemplo decidí en lo posible no volver a sentarme en una mesa sobre literatura femenina porque no quiero vivir en un gueto ni aunque sea un gueto agradable, pero además corría serio riesgo de ponerme a llorar en público si lo volvía a hacer; no sé qué decir, no tengo más ganas de leer a Monique Wittig y a Silvia Federici a las corridas cuando hay académicas que podrían estar en mi lugar porque a eso se dedican, yo puedo hablar de literatura. En aquellos años me invitaban a la tele para hablar de: a) cómo iba a ser un ejemplo para la juventud -a ese programa fui despeinada, me acuerdo, con camiseta leñadora grunge, yo no era nada grunge pero por joder, y el conductor se ofendió tanto que no me saludó cuando le dije que no había estudiado nada para ser escritora, lo cual es estrictamente cierto-, b) por qué los jóvenes eran violentos -en ese programa casi no hablé, fui con minifalda, una remera de AC/DC- y c) por qué sabía tanto de drogas -en ese programa mentí pero me trataron bien-. No fui una revelación televisiva, no era muy bonita ni hablaba bien ni era sexy y, por suerte, rápidamente fui sacada de las pantallas. La verdad es que la exposición me dio mucho miedo por lo inesperada, no era ni soy tímida pero soy insegura y si uno es inseguro la exposición es un tormento, me pasaba días pensando en las estupideces que había dicho, que eran muchas. También decía estupideces en notas periodísticas. En aquellos años la gran discusión en Argentina era entre Babélicos y Narrativistas -les voy a ahorrar los detalles de lo que significa esto, pero digamos que de un lado estaban Alan Pauls, Guebel y Caparrós, y del otro Forn y Saccomanno, si los leyeron se van a dar cuenta porqué eran diferentes-, un periodista me preguntó en una entrevista de qué lado estaba y le contesté “estaría buenísimo juntar los dos”, así de tonta era y de arrogante también porque por qué no responder “no sé de qué me estás hablando”.
Escribir y publicar me había encantado, todo lo demás me había parecido triste y difícil y vergonzoso, en las revistas y en la tele me decían la escritora joven, lo único bueno es que el mote me duró muchos años, incluso hasta hace poco -ya escritora de mediana edad tirando a vieja digamos- me ponían en alguna mesa hablar del tema de ser joven, así que Bajar es lo peor me alargó la vida creo en algún sentido. Me tomó 10 años volver a publicar después. En ese tiempo escribí otra novela que fracasó y fue destruida, era horrible, creo que se llamaba Los magos o Las espadas o algún título parecido, tenía 300 páginas, pero el fracaso no me espantó; escribí esa novela mala y al hacerlo me di cuenta de que quería hacer esto para siempre, quería escribir para siempre, quería escribir cuentos y novelas, que nunca viviría sin mi mundo imaginario y que esta era la forma y los lugares donde contarlo. Fue muy útil escribir esa novela porque supe qué era lo que no podía hacer. Nunca releí Bajar es lo peor, no quise corregirle nada cuando se reeditó en 2013, tampoco quiero recordar lo que no recuerdo de la trama o los personajes ni reencontrarme con errores que ya sé son obvios -como las escenas de sexo que están mal, que tienen muy poco realismo y mucha fantasía, son fieles a lo que me erotizaba en ese momento, antes de ver pornografía, antes de que mis amigos gay tuvieran la experiencia suficiente como para describir ciertas dinámicas, antes de que yo misma experimentara lo suficiente-, no quiero tocar ninguno de esos problemas cándidos, me gusta esa novela, me gustó escribirla y ya está. Lo que sí es como una anécdota un poco curiosa es que en la reedición no me hicieron muchas entrevistas, en general eran entrevistas medio abstractas, pero hubo una persona que volvió a leer el libro y me preguntó sobre un personaje que yo estaba convencida que lo había eliminado, entonces me preguntaba cómo hizo este tipo para acceder al manuscrito, quién le dio el manuscrito si no existe el manuscrito, bueno fue una situación absolutamente psicodélica, y ahí sí miré a ver si existía y resulta que no lo había sacado, ese personaje está mal, es un personaje que sobra; de todas maneras, en gran parte ya borré de mi memoria y de mi literatura la mayoría de esos personajes, en general los borro cuando termino de escribir, yo no soy de repetir personajes, no entiendo mucho la repetición de personajes ni arrastro muchos personajes de una novela a otra, no tengo un juicio sobre esto, sencillamente no tiene que ver con lo que me pasa a mí, al menos por ahora, porque me ronda la fantasía de una saga, pero para mí cuando se termina hay una especie de mundo que se cierra. Corregir los libros sí me parece incorrecto -iba a decir mal pero no está mal- porque creo que los libros le pertenecen a su tiempo y le pertenecen al autor cuando era más joven que es una persona diferente al autor de ahora, entonces no me parece justo con ese autor andar corrigiéndole, me parece un poco de policía.
Bueno hasta acá la historia de cómo publiqué por primera vez y qué pasó después, que es bastante poco literario. Me tomó casi una década volver a publicar, aunque por supuesto escribí en esos años -como les decía la novela fallida-, pero fundamentalmente escribí periodismo. Fueron años de formación también, lo que para mí significa que me dediqué a leer mucho y con algún tipo de sistema, cosa que no había hecho hasta ese momento. Repito: nunca fui a un taller ni leí con atención verdadera manuales de escritura, mi único taller fue con Juan Forn editando Bajar es lo peor y por supuesto las lecturas sistemáticas y con algún orden. Lo que me empezó a pasar, ya una vez decidida a escribir -que fue una decisión que ocurrió después de esta novela que tiré- decidí que quería escribir género, quería escribir fantástico, terror -lo que más me gustaba leer además- y de hecho empecé a escribir género -es raro cómo empecé a escribir género quiero decir- por un motivo técnico que al final resultó profundamente literario, incluso personal como suele suceder. Bajar es lo peor y Cómo desaparecer completamente -que es la novela que finalmente publiqué en el 2004- son dos novelas muy distintas, pero se puede decir que ambas son realistas -más o menos- y los narradores en ambos casos son varones: Bajar es lo peor es una historia de amor gótica y Cómo desaparecer es sobre un chico abusado, Matías, un adolescente, a través de sus ojos se cuenta otra crisis argentina desde el conurbano bonaerense. Pero yo no quería escribir realismo, era lo que me salía, pero después de dos novelas no podía encontrar la voz para hacerlo, que esto es lo fundamental, cómo lo contaba, con qué voz lo contaba; no podía entender cómo se suponía que debía escribir ficción de horror en castellano, y una vez más y específicamente en argentino, cuáles eran nuestros miedos, nuestros monstruos, nuestros fantasmas porque en mi opinión la ficción de horror, la ficción de género también tiene resonancia social, me parece una antigüedad pensar que ya no la tiene, que es una especie de género un poco evadido de la cuestión del día a día. De hecho, creo que esa es una mala lectura y no me voy a extender mucho en esto, pero por darles un ejemplo de las dos novelas clásicas de terror más importantes: en Frankenstein Mary Shelley está trabajando con el tema de los ladrones de cuerpos que ahora nos parece como muy loco pero en ese momento era una realidad absolutamente cotidiana y la gente tenía terror de que le robaran su cuerpo o el cuerpo de sus familiares porque faltaban en las academias de medicina, y Drácula que es una novela victoriana, habla mucho sobre la represión sexual por un lado y por otro lado sobre la repulsión y la fascinación con el otro, que son todos temas que se pueden trasladar a lo político. Jekyll y Hyde directamente es una novela sobre la violencia social.
La gente me suele preguntar muchísimo por qué me gustan el horror y el fantástico, es una de esas preguntas que creo ningún escritor puede contestar de verdad. Escribir tiene muchos aspectos técnicos y por eso se puede enseñar y se puede aprender, pero el impulso literario es fundamentalmente misterioso, por qué escribir y no bailar por ejemplo, a mí la música me gusta más que los libros pero no me puedo expresar a través de la música, lo intenté, creo que la canción es la forma artística perfecta, yo quisiera escribir canciones no libros y, sin embargo, no puedo y peleo con el lenguaje que es algo que me cuesta bastante; el género también es un lenguaje -cuando digo el género digo el terror, el fantástico-, es un modo mental de funcionar, una manera de pensar, una manera de ver, yo lo primero que veo es eso cuando leo y cuando miro. Me gustan todo tipo de libros, pero hay algo sobre el horror y el fantástico que se siente como estar en casa.
En cualquier caso, volviendo al hilo biográfico, había publicado dos novelas y en ninguna había hecho lo que quería hacer: escribir ficción fantástica, y había un problema adicional que me preocupaba menos pero que notaba que era un problema técnico y algo que claramente no podía hacer: no había podido crear una narradora femenina, una voz femenina. Cierto, mis narradores masculinos no son convencionales, pero yo necesitaba escribir un personaje mujer, entonces decidí hacer las dos cosas al mismo tiempo, unir mis dos imposibilidades -hasta ese momento, por lo menos- y tuvo un buen resultado. Pero antes de ahondar en eso, unas palabras sobre las narradoras femeninas: muchos piensan que como mujer y escritora la narradora femenina debería ser lo más natural, para mí fue completamente lo opuesto. Por un lado -ahora eso cambió muchísimo, pero hace unos 25 años uno estaba muchísimo más acostumbrado a leer más narradores hombres que narradoras mujeres, incluso en escritoras mujeres; repito Frankenstein está contado desde el punto de vista de un hombre-, no estaba entonces -ni tampoco estoy ahora- interesada en la autoficción, así que para mí escribir siempre fue sobre personajes que no estaban cerca de mí como autora y mis primeros intentos de escribir mujeres fueron realmente desastrosos, tenían mis modismos por ejemplo. Yo culpo a que en esos años escribía una columna de opinión en una revista o columna de opinión de “humor femenino” y que esa primera persona contaminaba todo, aunque en la columna por supuesto también armaba un personaje, pero había algo técnico que no chispeaba cuando escribía ficción en femenino, no podía encontrar el mundo de estas mujeres, no sabía qué hacer con ellas, así que decidí probar si encontraba la voz en un cuento de terror. El género, el terror, suele ser más efectivo en un relato corto porque es más fácil de controlar y una narradora -que me resultaba muy compleja- quizá también era más fácil de controlar en una pieza breve; el cuento se llama El aljibe. Fue el primer cuento que escribí y entendí varias cosas: en primer lugar, que el estado ideal de un escritor es el andrógino -igual que en la magia básicamente-, en segundo lugar, di con el horror del que podía hablar y encontré que mi narradora femenina favorita no es tanto la protagonista sino la testigo, incluso de sus propias circunstancias, algo distanciada y algo desquiciada. Después está el problema de la tradición del género básicamente en español y especialmente en América Latina y en Argentina; hay relatos aislados y escritores importantes que trabajaron el género pero no hay una tradición de horror o ficción oscura en castellano, de la misma manera que existe en inglés por ejemplo; hay muchas razones, pienso, por las que no hay una tradición de horror en español -sí hay de fantástico rioplatense que es otro tema y que no me voy a meter-, la explicación más común es el catolicismo, la manera en que la religión destruyó creencias tradicionales o percibidas supersticiones, pero a mí no me parece adecuada porque hay muchos temas de horror en el catolicismo: el diablo, la vida después de la muerte, los muertos vivos, Lázaro. Creo que en América Latina fue una cuestión de clase. Tampoco es una explicación suficiente o completa porque en Europa también había clasismo pero de alguna manera las supersticiones locales como el vampiro, los hombres lobos, todos los seres del folklore ingresaron a la literatura en cuentos de fantasmas, en cuentos de hadas, después en relatos y novelas. Lo mismo no se aplica a la literatura Latina, de hecho es raro que nuestras creencias locales aparezcan en literatura; no van a encontrar un cuento célebre sobre el Pombero; los brujos Mapuches, la brujería de Chiloé -que es realmente terrorífica- no se encuentran en el canon ¿por qué? Creo que porque eran consideradas creencias supersticiosas de los iletrados, de los brutos, probablemente esto también era cierto en sociedades como la europea como les decía, pero ahí al menos estaba la curiosidad.
Insisto, no es que no haya relatos o libros de género aislados pero una tradición es otra cosa, una tradición es un lugar donde ir, donde encontrar otros escritores construyendo una literatura que comparte tu imaginación, tu lengua, tus rasgos nacionales, tu geografía, cuando uno no la tiene está un poco perdido, tiene que reinventar o mejor dicho tiene que buscar solo con la guía de los pocos pioneros que hay. Esa es una parte, la otra es encontrar el horror propio: mis terrores y nuestros terrores como sociedad. Pensé cuáles habían sido los primeros textos de horror que había leído en mi idioma y eran los testimonios periodísticos de la dictadura: el Nunca más, la revista La Semana, etc. Recuerdo una revista La Semana especialmente macabra que tenía en la tapa -no sé quién era el tipo porque no me acuerdo- a un tipo que decía “yo torturé en la escuela de mecánica de la armada”, yo no sabía qué quería decir torturar, me acuerdo porque era muy chica cuando lo fui a buscar al diccionario y me impactó muchísimo y consumí esa entrevista como como si fuese ficción. Era más horrible que la ficción.