Pagando escondedero a peso[1]
Por Cicerón Navega
Revista “Ojo de buey”, año 2000
Recopilador: Iván Aponte
Tercera Parte
Nada se habló durante el almuerzo. Pensé que comeríamos acompañados, quizá de su padrote o de algún otro recluso, sin embargo ninguna de las demás personas que allí se encontraban intentó, siquiera, sentarse cerca de nosotros. Nos observaban, ya no con la curiosidad del inicio, escueta, agazapada, sino con un sesgo de desprecio que recaía sobre la comida que lucía, claramente, mejor preparada y abundante que aquella, ínfima e insípida que les correspondía. Ahora espero a que Martinez regrese del baño para continuar con la entrevista.
– La cosa estaba cerca de la galería de Santa Helena. No me vaya a preguntar nada. Acuérdese que de entrada yo le dije que no le iba a dar sino fechas y algunos nombres dice con el desequilibrio de una convicción dudosa. Yo solo observo cómo mi lentitud para responder le consterna. Agita su pierna derecha en un rebote incesante, mientras percute con los dedos sobre la mesa sin ritmo alguno. ¿Se acuerda?…
– Me acuerdo. Contesto. Cesan entonces los redobles en la madera y las convulsiones de su pierna se detienen.
– Dejé el carro a unas cuadritas y caminé hasta llegar a la dirección que me había entregado Jairito. No estaba tan adentro de la galería, pero ya se sentía la mezcla de olores que llegaban de las calles aledañas donde se armaban los pasillos del mercado. Nunca fui bueno para los olores fuertes, me sentía mareado con solo estar allí parado, tocando la puerta de una casa más o menos vuelta mierda que casi parecía abandonada, de no ser por las cortinas que había puestas. Un muchacho negro, grandísimo, me abrió la puerta y me preguntó qué quería. No sabía si ser directo o si ser impreciso hasta que él mismo dijera lo que yo necesitaba decir. Opté por ser impreciso, mencioné a Jairo y todo funcionó de maravilla, salvo por una cosa. Cuando entré por fin a la casa, me di cuenta de que no había sacado nada del efectivo que tenía metido en el carro. El negro me miró con cara de querer matarme y yo a él con cara de querer morirme. Me preguntó qué iba a hacer entonces. Le dije vení yo salgo un momentico para traer la plata. La tengo metida en el carro. Jumm… Esas palabritas no se mencionan en esos lugares cuando uno es un desconocido. El tipo este me dijo que me acompañaba, que él de una vez me separaba el pedido e iba conmigo a recoger la plata al carro. Yo pensé que era lo mejor para ahorrar tiempo y no tener que regresar a esa casa. Es que la oscuridad de ese lugar daba escalofríos, de verdad.
– ¿Y usted confió en él de inmediato?
– Yo no le vi problema. Además no tenía de otra. Salimos sin mucha murga y caminamos como amigos hasta donde había dejado el carro, aunque el contraste era peculiar. Yo andaba con una percha… el tipo iba con una camiseta mareada y unos pantalones que de viejos parecían heredados. Cuando llegamos el negro me entregó un paquete del tamaño de una billetera, recubierto de plástico negro y cinta, me dijo el precio y tomé de la caja de zapatos unos cuantos billetes. Me preguntó si podía quedarse con el cambio, yo obviamente le dije que sí. Me monté al carro para abrir el envuelto por un ladito. Cuando vi la cantidad pensé que era muy poca, entonces agarré un puñado de billetes para ir a comprar más. Ya me sentía con confianza, además el negro se había portado bien. Quería comprar una buena cantidad para no tener que andar yendo a cada rato. Toqué la puerta y ya el negro no me miró como si me fuera a meter una puñalada entre las cejas, solo me hizo pasar; “Deje la boleta”, me dijo antes de preguntarme para qué había regresado. Cuando le dije, golpearon la puerta durísimo, vi como al negro se le salían los ojos mientras preguntaba “¿Quién es? ¿Quién es?”, hace movimientos amanerados mientras repite lo mismo una media decena de veces. Luego continua como nadie contestaba y cada vez golpeaban más duro la puerta, el negro supo de una que le habían caído. “Nos toca irnos”, me dijo. En ese momento a mí el corazón se me paró, quedé aturdido en mitad de ese pasillo que parecía un túnel espantoso por donde atravesaba una corriente de aire frío. Olía inmundo. Cierra los ojos y sacude los hombros, ¿Usted ha pasado por una tienda de pollo crudo a la hora en la que están sacando con lejía el agua sangre que escurre en las neveras? a eso olía… asqueroso. Estuve a nada de vomitar. Bueno, el caso es que el negro iba dando golpes a las paredes mientras caminábamos por el pasillo. Yo no entendía nada, pero al final, de entre unas habitaciones, salieron en fila una docena de parroquianos y dos viejas, que eran las que guiaban el grupo.
– ¿Ninguna de esas doce personas preguntó quién era usted?
– Nadie. Yo iba apadrinado por el negro, y el cuerpo para lo único que me daba, era para seguir al grupo. A mí me pareció que no les signifiqué ninguna amenaza; como le explicaba antes, yo soy como un ratón. Me fui con ellos y tan rápido cómo pudimos, nos escurrimos por entre unos ductos muy estrechos que había en la parte trasera de la casa. Había que meterse por entre el armazón de unas trilladoras de grano viejísimas.
– ¿Y el olor? ¿Pudo ver a qué se debía? pregunto mientras tomo de la cajetilla otro cigarrillo de futuro malhabido.
– Al final, en unos frigoríficos que funcionaban a media máquina, ubicados justo antes de entrar en los patios. Pero para no perturbarlo con las imágenes le voy a decir que, cuando necesite carne de perro, de gato o de cualquier otro animal, que no sea ni res, ni pollo, ni cerdo, me pregunta; afortunadamente, para mí, Martinez se ríe de sus propios chistes y eso le basta, y me basta a mí también. Puedo dejarlo reír solo, a sus anchas.
– Al fondo se escuchaban los golpetazos del ariete. “Hijueputa, tenés que cerrar apenas escuches esa puerta caer. No la vas a cagar”, le decía el negro, mí negro, a un negro más grande que él, que era, obviamente, el encargado de cerrar la exclusa pesadísima del túnel. Cuando por fin tumbaron esa puerta y el otro negro dejó caer la exclusa, ese estruendo casi me hace cagar en los pantalones. Le solté un pedo al man de atrás, tan hediondo, que el fulano me dio un puñetazo en una de las nalgas. Nos arrastramos como dos cuadras, hasta que por fin salimos al patio de otra casa en donde esperaba un grupo de seis peladas. Seguimos caminando por entre un montón de pasillos y patiecitos hasta llegar a un salón subterráneo en donde había como cien personas más. Ahí el olor cambió. Pura chucha reconcentrada. Me imaginé que así debían de oler los galeones, pero también que era, no por mucho, mejor que el olor a animal muerto y lejía de antes.
– ¿Se escondían todos por igual?
– Eso era obvio. El negro se me acercó y me dijo “Aquí son 4 pesos por segundo” y me entregó una pulsera de papel adhesivo con la hora exacta de nuestra llegada. Otra vez, no entendía nada, pero me sentí feliz por tener el efectivo en la billetera. Como no había alcanzado a comprar, tenía la plata completa. Yo veía que entraba y salía gente del salón. En la puerta había una vieja con un escritorio plástico revisando las pulseras de los que querían salir, cobrando, anotando el tiempo y la plata que entraba por cada uno. No me despegaba del grupo, mucho menos del negro, pero estaba pendiente de todo lo que estaba sucediendo alrededor. Hubo incluso una pelea entre tres hombres que estaban muy cerca de nosotros. Se querían matar a cuchillo, los muy imbéciles. Yo ya había pillado a los tipos que estaban cuidando la entrada venir hacía nosotros cuando la pelea se puso caliente. Dieron la primera advertencia, pero solo uno se retiró. A los dos que no hicieron caso, les cayeron a golpes hasta dejarlos inconscientes, después se los llevaron arrastrados y no se supo más. Otra vez el negro, que quería explicármelo todo, me dijo que nos estábamos escondiendo, y que por eso, ese tipo de algarabías no estaban permitidas; “A este lugar le dicen la cueva”, fue que me explicó, luego me preguntó si quería salir ya o si prefería quedarme un poco más. Le dije de una que nos fuéramos. Dieciocho minutos y 48 segundos; pagué algo así como cuatro mil cuatrocientos treinta y cinco pesos. Al negro no le cobraron un líchigo. Cuando salimos me acompañó hasta el carro. Yo me acuerdo que le pasé un puñado de billetes, algo así como un salario mínimo; “Pregunte por Rodolfito cuando esté por esta zona” me dijo y luego agarró los billetes. Yo me monté al carro temblando. Todo el miedo que me había tragado empezó a hacerme temblar. Me comí todos los pares y semáforos que encontré hasta llegar al apartamento.
– Pensé que no había regresado ya nunca más a su casa.
– Claro que sí. Claro que sí… lo que no hice fue empezar a empacar cosas como loco. Dejé el apartamento como estaba. Pues agarré un par de camisetas y unos pantalones. De todas maneras la idea de irme no nació de inmediato. Primero sentí un montón de miedo, lloré y tuve fiebre durante un par de horas, pero ni siquiera me di cuenta cuando ese miedo se transformó en un deseo enfermizo. El instinto y la curiosidad son dos cosas muy hijueputas, se necesitan pero se traicionan entre sí… Cuando me bajó la temperatura, me fui del apartamento. Faltaba nada para la media noche. Salí sin tener idea de para dónde pegar. Como a la una y media de la mañana encontré un hotelito en el otro extremo de la ciudad, cerca a la salida para Palmira. Soñé toda la semana con la huida. Corría como un loco de un lado para el otro, atravesando túneles cada vez más pequeños, desembocando en patiecitos cada vez más diminutos hasta llegar a uno donde solo cabía yo, de pie, sin posibilidad de retroceder o avanzar. Era un patio cerrado.
– Cómo un bucle que se hacía cada vez más estrecho.
– Exacto. Eso mismo. Un bucle. Como en esa película, “el día de la marmota”, ¿La ha visto? ¿Bill Murray?
– Sí, conozco la película.
– Así fue toda esa semana. No salía de la habitación para nada. Abría la puerta para recibir la comida, pero rechazaba a la gente del servicio de aseo. No quería que nadie entrara. Para que no me jodieran, pagué el doble por la habitación, en efectivo y por adelantado. ¿Quién me iba a decir que no? un pobre hotelucho con la mitad de las habitaciones desocupadas…
Cuarta Parte
Alguien lo ha mandado a llamar. Martinez se ha levantado del asiento como un resorte pese a su cuerpo de difícil contextura, y en medio de disculpas mecanizadas prometió regresar. Aprovecho para sacar algunos apuntes al respecto de la entrevista, pero me doy cuenta de lo innecesario que resulta agregar algo a una historia desde el inicio saturada de insensatez y que se dirige, sin remedio alguno, a la manifestación de la vesania.
Hay una razón salvaje en sus afirmaciones: “La curiosidad y el instinto son una cosa muy hijueputa”. El instinto se manifiesta adyacente a la curiosidad y viceversa, se exacerba ante la presencia de lo desconocido y se hace efectivo frente al azar de los acontecimientos. No vive ni perdura sin el peligro permanente que nos acarrea nuestras inclinaciones más primitivas. El instinto necesita el constante contacto con la muerte, con sus pulsiones intensas de réquiem (Tánatos), para desarrollar una perspectiva erótica de la existencia, un valor en la delicia y en el deseo (Eros), y a su vez, del valor propio, no moral ni ético, sino hermético e indefinible, es decir, un propio entendimiento de la vida, que en muchas ocasiones se disocia de la norma. Lo que Martinez comprendía como la vida, se fue transformando hasta ensancharse en la oscuridad y quedar, finalmente, reducida a una historia engargolada que termina en la reclusión total, sin derecho a revisión ni indulto. Un mundo pequeñísimo, muy peligroso, triste y ambivalente… una copia amurallada del mundo libre.
Me sorprende lo mucho que logró concentrarse durante la última parte de la entrevista. Conseguimos apartarnos un poco de las miradas intensas de algunos reclusos, sin embargo, es una de esas cosas que no debes jamás ignorar del todo. La hostilidad agazapada es tanto más peligrosa que el espasmo estruendoso de la ira, porque opera bajo el cobijo del silencio, llega inadvertida y desaparece en lo profundo de la impunidad; “Paso codto y vista larga” me dijo una vez un periodista cubano a las puertas de un bar en Bogotá. Hablábamos sobre el asesinato de Silvia Duzán, era 26 de febrero de 1990 y como cosa rara en la capital, llovía.
Aquí no llueve hace un par de buenos meses, pero puede uno bañarse en luz y sudor. Todo tan iluminado, tan caliente. El asbesto del techo a punto de refulgir convierte la sala en un baño turco rebosante de fermentos axilares y olores un tanto más íntimos pero igual de potentes. Ha transcurrido una hora. Martinez se asoma desde una puerta al otro extremo de la sala, me hace señas para que lo acompañe.
– Sigamos con la charla aquí. Ese calor de allá afuera está muy malparido. En esta salita hay aire acondicionado y nos van a traer algo para la sed. Detiene la mirada sobre la grabadora de cinta que se hizo aún más evidente bajo la luz blanca de la habitación. Si yo le doy la plata, ¿Usted me puede traer una grabadora de esas?
– ¿Tal cual?
– Sí, sí. La misma marca, el mismo modelo. Todo. Miro mi Phillips LFH 0195 y respondo que es algo complicado.
– Puedo conseguir un modelo más reciente.
– ¿No vende la suya?
– Fue un regalo de alguien que quiero mucho, y yo soy un tipo nostálgico.
– O sea que no la vende… está bien. Tráigame una igual de bonita, con una caja de cintas. Prometo regresar con la grabadora y le pregunto si es hora de despedirnos por hoy. Dice que esperemos las medias tardes mientras cuadramos una próxima cita.
– Es que no contaba con un mandado de última hora. Los asuntos que le toca a uno atender aquí siempre son urgentes.
– ¿Qué estuvo haciendo durante toda esa semana en el hotel? pregunto
– Yo creo que entré en shock. Mantenía tirado en la cama. Recogía la bandeja con la comida después de que la muchacha del servicio se había largado, y no me bañé sino hasta el octavo día. ¿A usted le dio duro el almizcle del salón? yo solito hacía el hedor de todos esos hombres en una sola habitación. No voy a decir que daba pena, porque la verdad es que daba asco. Siempre me gozo pensando en la cara que debió poner la gente de servicio del hotel cuando vieron el sanitario impecable y los baldes de mierda y meados que les dejé debajo de la cama. Una risotada reverberante se alza sin contenerse desde la boca de Martinez. Empieza a hacer gestos, como si quisiera continuar con la historia, pero es detenido por una serie de carcajadas. Busca alentarme a reír con él.
– ¿Para dónde se fue después?
– Ya tenía fichados varios hotelitos. En ese entonces yo andaba en un renault 19, modelo 97, lindo. Como solamente lo movía dos veces al día, distancias muy cortas, para el 99 el carrito estaba como nuevo. Lo vendí bajo cuerda y me dieron la plata que pedí. Con esa plata compré una moto y me pagué el hospedaje. La plata que había sacado de las cuentas la estaba guardando, no sabía para qué, pero la empecé a tazar, metiéndome en lugares cada vez más baratos, hasta que di con la posada de Fraternina. Tres comidas al día y hospedaje. Eso sí, había que dormir con los pies pegados a la puerta para no terminar ensartado en un cuchillo o en una verga. Allí estuve casi todo el resto del tiempo antes de llegar aquí.
– ¿Cuánto dinero tenía de las cuentas y cómo hizo para cuidarlo?
– Nada, muy poco. Unos cuantos millones, menos de treinta, la mitad venía de mis cuentas personales y la otra mitad la tomé como parte de mi retiro. No iba a joder a toda la empresa. Y tampoco es que haya podido hacer mucho para cuidar esa plata. La mantenía metida en una maleta que jamás soltaba. Sus gestos se han tornado serios y mirándome con algo de severidad me pregunta si estoy de acuerdo en continuar el jueves de la siguiente semana. Compartimos una limonada, dulce como un almíbar, y nos despedimos sin muchas palabras.
[1] Nota editorial: les presentamos la continuación de esta crónica (partes 3 y 4; en próximas publicaciones incluiremos las restantes) y sugerimos acompañar su lectura con las entregas anteriores sobre el trabajo de Cicerón Navega, del recopilador Iván Aponte.
* La imagen fue seleccionada por quien edita el blog.