El guardabosques de Aokigahara Parte 4

 

El guardabosques de Aokigahara – Parte 4

El guardabosques de Aokigahara – Parte 4

 

Por Cicerón Navega

 

Recopilador: Iván Darío Aponte Velásquez

 

• ¿Una retribución?

• Sí. Fue la palabra que utilizó para referirse a la violación masiva que los hombres del pueblo cometieron en contra de Azumi, apadrinados por el mismísimo Naoki. Pensé que despojar y exiliar les había bastado, pero al parecer la impronta de la violación, e incluso, el recuerdo errado de los asesinatos cometidos por el pescador (y que le reitero, fueron atribuidos a Kitano), se convirtieron en una deuda de sangre que Azumi pagó, no con su propia vida, sino con una existencia más allá de la suya, destinada a recordarle el terror al que fue arrastrada por una venganza que ya no tenía rostros ni domicilio, pero que corría con la nefasta suerte de poseer, eso sí, la memoria del iracundo, y por ende, la de recordar asiduamente nombres y apellidos -el comportamiento del señor Ishikawa el día de hoy es un poco diferente. Le noto exhausto, distraído de su cordialidad típica. No ha querido sentarse en la silla reclinable y ha optado por una de las poltronas contiguas al sofá que ocupo.

• ¿En qué momento ocurrió todo? Pensé que estaban juntos constantemente. ¿Cómo no darse cuenta?

• Las cosas ocurrieron a unas pocas semanas de nuestra llegada a la cabaña. En uno de los recorridos por el bosque, en los que solía acompañar a Naoki, seducido por aquella figura de salvador silencioso, desinteresado más que indiferente, como un dios que vela por las causas justas; ocho hombres llegaron hasta la cabaña e hicieron durante dos horas todo cuanto quisieron con Azumi. Cuando tuve suficiente de aquella espantosa confesión, corrí de regreso a la cabaña, pretendiendo salir de la provincia con Azumi y su bebé, pero fue una misión echada a perder desde mucho antes de su concepción, pues no hallé manera alguna para que abandonaran la cabaña y me siguieran a través del bosque. Mientras intentaba razonar con Azumi, Naoki irrumpió en la cabaña. Se acercó a nosotros y por primera vez en semanas vio el rostro de la bebé; los ojos acerrojados por una hilera de diminutas pestañas, como una empalizada de madera oscura. Ni siquiera el pequeñísimo botón de la nariz, hundido entre los dos cachetes turgentes, recubiertos por una delicado pelusón castaño, que se acentuaba más sobre la línea casi imperceptible de los labios, en donde formaba un pequeño bigote, consiguió arrancarle alguna expresión de simpatía o compasión. Miró también el desesperado intento de Azumi por arrastrarse lejos de nosotros, como si ante el pavor de nuestra presencia sus piernas no fuesen más que un apéndice inútil que la obligaba a reptar con su única mano libre por sobre el suelo de la cabaña, a moverse de manera serpenteante mientras sostenía contra sus pechos a la bebé dormida. “Está hecho…” fue lo que dijo después Naoki, al tiempo que se alejaba unos cuantos pasos de Azumi, y contemplaba la escena poco iluminada de su creación. Segundos más tarde, se acercó de nuevo a nosotros y empezó a contar más detalles acerca de la noche en que Kitano violó a la mujer del pescador -como si cayera en cuenta de algo, el señor Ishikawa se detiene, cerne la mirada sobre la mesita de centro y, al parecer, asaltado por la sorpresa de una memoria olvidada, se levanta de un tirón, como si sus huesos, frágiles como polvorientas tizas, fuesen también los de un elástico muchacho.

• ¿Hay algo en lo que pueda ayudar? -mi pregunta queda suspendida en el aire hasta desaparecer, devorada por el silencio de una respuesta que no llega. A toda prisa camina hacia la cocina. Entre tanto, reacomodo y enumero los pocos apuntes que hago mientras escucho al señor Ishikawa. Nunca he sido especialmente ordenado, o sistemático, para algunas cuestiones particulares de la vida, entre ellas tomar apuntes, es la razón por la que prefiero la grabadora de sonido. Recurrir a la naturaleza musical de la voz me permite mantener la relación con la verosimilitud, pero más aún con la huidiza (y siempre en entredicho) veracidad que se nos escapa en las prácticas tentadoras de la ficción. La ficción, cuya cualidad es convertir los silencios yacentes entre las acciones de la realidad en espacios propensos a la condescendencia. Cuando construyo un texto a partir de simples anotaciones en mi libreta, de frases con acotada reflexión o pensadas con demasiada premura, sin importar si este texto resulta ser una entrevista o algún tipo de crónica desafortunada y hechiza, siento que me alejo gravitacionalmente de la verdad. Aunque esta verdad se encuentre desfigurada en los aspectos estéticos primordiales, es mi deber comprender los puntos clave en donde subyace la auténtica narrativa. Si desarmara todo el andamiaje que sostiene a nivel estético la historia del señor Ishikawa, obtendría una materia oscura y un listado de palabras clave aún más densas, que pese a lo terrible de sus significados, son el retrato definitorio de nuestra condición; violación, asesinato, despojo, exilio… ¿Quién no prefiere entonces lo atemporal, lo indefinible?

• Olvidé por completo el agua sobre la estufa. Tuve que poner un poco más, para reemplazar la que ya se había evaporado -un aroma fresco, cítrico, algo dulzón llega a la sala junto con el señor Ishikawa. Coloca sobre la mesita de centro una pequeña bandeja plástica llena de bulbos de limoncillo machacados, junto a un ramequin repleto de boronas de panela y un puñado de anís estrellado al interior de un frasco de vidrio -ya regreso con el agua y las tazas. Todavía tengo algunas de esas galletas que le mencioné la última vez- ¿Cómo podía deducir cualquier persona, ante la muestra irrefutable de sanidad en su memoria, que este hombre padece de Alzheimer? resultaba improbable, tanto una cosa, como la otra, es decir, adivinar sin ningún tipo de pista el padecimiento, por un lado, y que dicho padecimiento fuese una notoria obviedad, por el otro. Mientras divago, el señor Ishikawa se aleja por segunda vez en dirección a la cocina. Pese a la entrada abierta y sostenida por un arco que atraviesa un tramo de 3 metros de pared a pared, la ubicación de los muros no me permite ver exactamente lo que está pasando al interior. Una luz amarillenta emerge de la cocina, sólida, proyectada contra el suelo del patio concéntrico alrededor del cual circundan la sala y el resto de las habitaciones y espacios de la casa. Una encogida pero presurosa sombra se mueve sobre el escenario luminoso, ambientado por los sonidos de la tetera golpeando contra el hierro de la estufa, de los cubiertos o algún otro adminículo metálico redoblando sobre las charolas, o quizá, el presunto sonido de la porcelana siendo amontonada y orquestando entre los chasquidos producidos por sus temblores una sinfonía tiritante… de todo esto no tengo ninguna certeza, pero tampoco mis intentos deductivos son auto infundidos, ya que derivan del conocimiento previo de una posible verdad (o mentira), aunque de sus certezas solo tenga un gran teatro de sombras.

• El limoncillo me recuerda a mi abuela -digo.

• ¿Es un buen recuerdo su abuela? -pregunta el señor Ishikawa.

• Es un recuerdo hermoso -contesto. Su actitud ante mi respuesta permanece sólida, sin alteraciones; la expresión de su rostro parece tallada en el lomo parduzco de una piedra. Sin atender a los pormenores, el señor Ishikawa prepara las dos tazas de infusión y tras cubrirlas, como siempre, regresa a su asiento.

• ¿De qué manera representa para usted su abuela un recuerdo grato, lejos de lo despótico? ¿La retiene en su memoria, acaso, por su bondad o por su mucha inteligencia? ¿Quizá por su muy poca malicia? o le dispone un lugar distópico en su corazón por haber sido un verdugo implacable. La memoria es blanda, señor Navega, milimétricamente imperfecta, nunca nos permite, de manera categórica, estar parados en el mismo lugar, sin importar la recurrencia del recuerdo. Siempre que retornamos a un recuerdo, los colores cambian, la verdad ya no es la misma, aunque para nosotros siga siendo inalterable.

• No hubo peor carcelera que la madre de mi madre. Tiene razón al afirmar que lo hermoso de un recuerdo no procede de la estructura inalterable de su contenido representativo, sino más bien de su capacidad alegórica. Puesto que no habitamos ya en él de la misma manera, no nos es posible lo representativo, por ello la memoria es un juego de alegorías tras el cual se reconoce una verdad, si bien no única e irrefutable, sí bastante particular. Fue mi abuela, precisamente, quien se dio cuenta primero de mi inclinación a sentir admiración por figuras masculinas, no de la manera habitual, justificable ante el sentido común, sino de la “indebida”, de la “pecaminosa”. Mi abuela creía que poniéndome al servicio del monacato de la ciudad las cosas cambiarían, pero hay estrategias muy mal pensadas, así que terminé arrodillado entre el satín negro de las faldas eclesiásticas, asistiendo a los santos siervos del señor, uno a uno, cada miércoles durante el receso de la catequesis.

• ¿Y está usted siempre arrodillado en el mismo lugar cuando lo recuerda?

• Bajo la tela oscura no hay manera de saberlo. Había muchos confesionarios disponibles.

• ¿Y su abuela lo supo?

• Imagino que sí. Aunque para aquel tipo de efectos la cristiandad otorga una cualidad insuperable a la ceguera. Si iba a vivir en el pecado de la homosexualidad, mejor que lo hiciera sirviendo al señor -finalmente una sonrisa. La severidad en su mirada se relaja poco a poco, el arco de sus cejas se eleva ligeramente, liberando el fuelle del entrecejo hasta quedar su mirada suspendida en una expresión de congoja e hilaridad indescriptibles.

Naoki representaba un presente grato, un futuro recuerdo nostálgico, sin embargo cuando desbocó sobre Azumi toda la oscuridad que en lo profundo lo consumía y al mismo tiempo le proporcionaba la energía vital a su maquinaria vengadora… Recuerdo que se sentó en el suelo, entre Azumi y yo, y comenzó a hablar mientras miraba fijamente un punto indeterminado de la pared; “Escuché a mi padre buscarme entre los matorrales cuando se dio cuenta de que lo había visto amarrar sogas alrededor del cuello de mi madre y mis hermanitos. Yo regresaba del arado, como siempre, al terminar la tarde. Las dos veces lo vi todo escondido como un cobarde; cuando violaron a mamá y cuando mi padre sentenció a muerte a todos los miembros de su familia…”. Contó cómo había logrado escabullirse lejos de la demencia del pescador y también sobre cómo pasó tres días escondido en un foso séptico abandonado. Cuando regresó al pueblo y se enteró de todo lo que había ocurrido con su familia, incluyendo a su padre… -hace una pausa para tomar de la mesa una de las bebidas y continúa hablando después de invitarme con un gesto de la mano a hacer lo propio con la taza sobrante- como alguien que padece los esporádicos, pero cada vez más frecuentes, deterioros de la razón, puedo decir ahora, como entonces, cuando llenos de pavor Azumi y yo escuchábamos la historia terrible de Naoki, que en sus ojos ardía la estroboscópica luminaria de una locura inminente. Cuando terminó de hablar, miró fijamente a Azumi, quien contestó la mirada con el último vestigio de una humanidad que para entonces yo daba por perdida. Para mi sorpresa, Naoki le preguntó si estaba lista, “Hay que cumplir con lo acordado”, le dijo, a lo cual ella contestó cabeceando como si recibiera una orden deshonrosa. Ambos se pusieron de pie, Naoki en un brinco enérgico que lo elevó del suelo en un segundo y Azumi como un enclenque becerrito intentando sostener sus primeros pasos sobre las desacostumbradas rodillas. La bebé dormía mientras su diminuta mollera se bamboleaba de un lado para el otro debido a los torpes intentos de Azumi por mantener el equilibrio. Yo estaba paralizado, atrapado en un torbellino de incertidumbres, inhabilitado para emitir juicio alguno, para realizar cualquier acción distinta a la de regodearme en aquel estado de impavidez con el que justificaba mis silencios. Azumi se acercó a mí, despegó a la bebé del derrumbe de sus pechos y la estiró para que yo la tomara. De nuevo y por última vez, nuestras miradas se dijeron palabras que no precisaron del viento, nos despedimos con el sigilo de la confidencialidad, ahogados en la baba espesa de una tristeza que nos asqueaba; aunque desconocía por completo los compromisos que entre Azumi y Naoki se habían formado, entendí, inicialmente, que el futuro de aquella criatura dependía por completo de mí. Durante unos segundos, mientras nos despedimos, estuve convencido del significado aparentemente obvio que había en la sacrificial acción de ceder la vida del hijo cuando uno siente la suya desaparecer. Pero fíjese usted cuan burlesca es la vida, señor Navega, que nos arrebata la posibilidad del heroísmo con la crudeza y el impulso primario de nuestros propios deseos; “Ahógala…” fueron las últimas palabras que escuché de boca de Azumi, antes de ver cómo se alejaba en dirección a Naoki, quien la esperaba en el umbral de la cabaña, totémico, en una actitud solemne y paternal hacia la cual ella se arrastró con esfuerzo pero sin ejercer, al menos no a nivel físico, la más mínima resistencia. Cuando salieron de la cabaña, corrí hasta la puerta. Allí, bajo el marco de la puerta, a unos pasos de la menuda hojarasca de los pinos, aún sin palabras e incapaz de preguntas, seguía esperando una respuesta. Las últimas palabras de Azumi consiguieron refundir mi voz aún más, y con profundo deseo de gritarles, de hacer mil preguntas e imputaciones, los vi alejarse, tomados de la mano entre la espesura del Junkai. Pasé los siguientes cuatro días presumiendo que Naoki regresaría después de cometer, muy seguramente, un acto brutal en contra de Azumi, entonces le reprocharía todo, lo condenaría y llevaría a los juicios necesarios hasta que saldara su deuda… pero al quinto día perdí todas las esperanzas, empaqué algunas cosas y salí del bosque queriendo alejarme lo más pronto posible de la provincia de Awa. Estoy seguro de que a estas alturas usted comprende que fui incapaz de cumplir con la petición de Azumi, y que por ende adopté a la criatura, entusiasmado con las expectativas y comprometido a darle el mejor porvenir posible. Inventé una historia trágica alrededor de la ausencia de su madre, como si la verdad no fuese ya bastante absurda o dolorosa, y le puse como nombre, Maiko -el señor Ishikawa extrae de su compartimento la bitácora que compartió conmigo la primera vez. Me pide que despeje un poco de espacio sobre la mesita de centro para apoyar el tomo. De nuevo, como guiado por un sentido divino, abre el tomo justo en el lugar que desea mostrar, señala unas fotografías en las que puede verse muy a lo lejos, a un hombre arrodillado junto a una pequeña niña. La media docena de fotografías exponen repetidamente la misma escena, cada vez más próximas las figuras al lente y más definidos los rasgos.

• ¿Son usted y Maiko? -pregunto sin querer subestimar lo obvio.

• En los años sesenta logré colarme en una embarcación que zarpó desde Fukuoka con dieciséis compatriotas más, contratados y listos para trabajar en una bananera que operaba en algunas zonas de Colombia, específicamente en el Cauca. Representaba a la delegación y obtenía una remuneración por mi trabajo, que básicamente consistía en mantener cuerdos y con deseos laboriosos a mis aporreados paisanos. Esas fotografías las tomé cuatro años después de nuestra llegada. Fueron momentos de grandes dificultades, especialmente porque el dinero que ganaba mensualmente apenas si cubría los gastos más básicos; cualquier emergencia representaba un peligro de terror para nuestras finanzas y la comida que lograba comprar era, en su mayoría, víveres para Maiko. En lo único que ocasionalmente invertía era en los rollos fotográficos. El placer de un oficio no remunerado, al menos no mercenario, me mantenía a flote, me permitía comprender el tedio y la desazón profunda en la que se encontraban sumergidos los trabajadores del bananal, sin embargo no estaba permitido tomar fotografías al interior de los sembradíos, mucho menos en las bodegas, así que íbamos a un montículo cercano que los mismos trabajadores habían adecuado para pasar sus pocas horas libres. Maiko siempre nos acompañaba en las reuniones, simpatizando con todos, hablando con un desparpajo fuera de lo común, preguntando lo debido y, por supuesto, lo indebido. Se movía con la agilidad de lo diminuto, circulando inquietamente entre las ropas y los rostros entintados de mis compañeros que, encantados con la actitud contestataria e incluso rebelde de Maiko, nunca fueron capaces de reprocharle nada de manera osca, pues comprendían el efluvio de amor que emana naturalmente de casi todas las cosas que nacen de la inocencia. En medio de esos encuentros tomé más de un centenar de fotografías. El grupo era tan diverso que parecíamos el elenco de un show de fenómenos, si bien no del pabellón de deformidades, sí del gabinete de curiosidades y hallazgos antropológicos -una treintena de fotografías, casi todas retratos, llenan las últimas páginas de la bitácora. Los dedos del señor Ishikawa se deslizan a escasos milímetros de la superficie del papel fotográfico, mientras menta algunos nombres, como se mentan los nombres de los muertos, a medida que avanza sobre el ópalo asentado de los rostros que imagino ya desvanecidos.

• ¿En qué momento llegaron a Cali? -de nuevo el entrecejo aprisionado.

• ¿Le molestaría preparar las bebidas?

• Por supuesto que no. He estado tomando la mezcla que me regaló la última vez que estuve aquí. Ha desplazado considerablemente al café de las tardes, aunque aún no logra arrebatar ese lugar al café de las mañanas. La peligrosa costumbre de la cafeína a cierta edad y a ciertas horas -sin distanciar demasiado las cejas, el señor Ishikawa sonríe como quien escucha un comentario infantil e inoportuno.

• Hace mucho tiempo que no bebo café. Décadas, tres o cuatro, me parece…

• ¿Sugerencia médica?

• No, no. Según entendí, como con muchas cosas, el café es un gusto adquirido. Nunca conseguí disfrutarlo, así que lo dejé a un lado y me dediqué a las infusiones. ¿Prefiere el café? si usted gusta, puedo llamar al encargado de la tienda. Nos traerá algo de café en menos de diez minutos.

• No hace falta, señor Ishikawa. La próxima vez traeré un poco, si no le molesta.

• ¿De qué habla? ¿Qué próxima vez?, casi he terminado de contarle todo…

• ¿Le molestaría si sigo viniendo a visitarlo?

• ¿A visitarme? -repica, tallando una expresión de desconcierto sobre el rostro, que va transformándose, tras una breve meditación, en la cara benévola y entusiasta a la cual estaba ya acostumbrado. Comprendo ahora el malestar con el cual estaba obrando el día de hoy. Mis palabras “La próxima vez…”, son ahora las aristas de una grata sorpresa y de un porvenir de atenuada soledad -No es necesario que se comprometa de esa manera conmigo. Soy un hombre viejo, nadie quiere…

• Yo tampoco soy un muchacho, señor Ishikawa, ni siquiera puedo decir que soy un hombre joven o un adulto altamente productivo. De hecho, y pese a la treintena de años de experiencia que tiene usted por encima de mí, debe saber que legalmente pertenezco al grupo de la tercera edad. De paso le confieso que sigo tratando de entender aquellos términos -con el rostro apacible y cabeceando repetidamente, concuerda conmigo.

• Ser un viejo es una vocación extraña. Fíjese usted; cuando decidimos apartar el fuego de nuestras casas, los viejos perdimos nuestro lugar. Alrededor de la leña ardiente nació y perduró la palabra; éramos nosotros, los viejos, quienes conocíamos, no solo el significado, sino el origen de las palabras. Pero, mire usted, ser un viejo ya no vale nada. Sabrá entonces que ese mismo valor, nada, es el valor que tiene hoy en día la palabra.

• Bueno, una cosa es ser un viejo y otra es ser un viejo en Colombia. La ancianidad es una profesión de alto riesgo.

• Sin duda. La verdad es que nunca pensé llegar a tan avanzada edad. Si me pregunta, hace un par de décadas que estoy esperando morirme, pero aquí sigo, arrastrando con no sé qué ímpetus este cuerpo, ya tan estorboso, tan poco práctico y difícil de manejar. La vida se acorta o se prolonga sin previo aviso, pero sigue siendo inmoral decidir sobre el desenlace premeditado de nuestra propia existencia. Es mucho más sencillo decidir sobre la vida ajena. Hace unos años intenté apelar a un procedimiento de muerte asistida porque, al igual que ahora, me sentía agotado y viejo, no obstante, negaron la petición por encontrarme, según el personal médico asignado a mi caso, en perfecto estado de salud.

• Usted tiene que entender que de este lugar nadie se va sin haber sufrido lo suficiente -los resoplidos de una risa contenida no se hacen esperar. Preparo las bebidas y acerco una de las tazas al señor Ishikawa.

• En fin… Creo que las cosas resultaron mejor de lo que pude planear alguna vez, teniendo en cuenta mi escasa imaginación y mi aún más pobre visión del futuro. Cuando Azumi y Naoki desaparecieron en el Junkai, pensé que aquel destino era, por mucho, menos laborioso y miserable, comparado con el sino de un padre soltero sin nada que ofrecer. Veía con desesperanza mí ya oscurecido porvenir. El peso de aquel diminuto corazón que reposaba entre mis brazos era abrumador. Llevaba mis oídos hasta su pecho cada cinco minutos. Me aterraba el ritmo acelerado de aquel tenue galope de la sangre, ese costillar frágil pero flexible que se expandía y contraía con agitadas respiraciones. La visión de una vejez era en esos momentos una improbabilidad. 

• Siendo muy honesto, es un relato terrible.  ¿La señorita Maiko conoce toda esta historia?

 


*Nota editorial: nos acercamos al final del Guardabosques de Aokigahara con esta nueva entrega de las crónicas y entrevistas falseadas de Cicerón Navega. Recomendamos acompañar su lectura con los textos anteriores del recopilador Iván Darío Aponte Velásquez.

La imagen fue seleccionada por les editores del blog. Fuente: foto de freestocks en Pexels.

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