El guardabosques de Aokigahara – Final

 

El guardabosques de Aokigahara – Final

El guardabosques de Aokigahara – Final

 

Por Cicerón Navega

 

Recopilador: Iván Darío Aponte Velásquez

 

• La conoce, aunque no le da mucho crédito. Mejor dicho; poco o nada se fía de mis palabras. Prefiere pensar que estoy negando el hecho de que su madre me abandonó. Eso, créame, hubiese sido de verdad muy sencillo, un problema bastante fácil de resolver, al menos en la mayoría de los casos, e indiscutiblemente un acto menos soez que arrancar de la memoria una bruma, la mención de un recuerdo en un hilo macabro de palabras, para presentarlo, acotado, como un inmerecido génesis. Pero la realidad es que no existe un lugar, ni un espacio del tiempo en el cual Maiko pudiera encontrar a su madre, más que en los enlodados rincones de mi memoria. Ahora, hay que entender cuánto crédito puede otorgarse, sobre todo, a una memoria tan poco confiable como la mía, no por defectos de nacimiento, sino por el avance progresivo del Alzheimer. Cuando Maiko entendió que mi respuesta a la pregunta acerca de su madre era siempre la misma historia, se dio por vencida, así que, en apariencia, dejó de mostrarse interesada. Pero, más que conocer a los hijos, y acerca de estas supersticiones no discuto, uno como padre los presiente, intuyendo, incluso, las cosas que en ocasiones ni ellos mismos son capaces de prever. Un talento que suele tener reacciones exacerbadas o incluso, muy por el contrario, efectos malogrados, producto del descuido crónico. La negligencia y la buena paternidad resbalan juntas.

• No se le escapan las razones, señor Ishikawa. ¿En qué categoría del ejercicio paterno cree figurar usted?

• Resulta patético que lo diga yo mismo ¿no le parecería así? Tendríamos que preguntarle a Maiko, la única testigo de mi labor, y aun así, quizá en vano, esperar una respuesta escueta y afanosa, como la que suele darse a los niños preguntones.

• ¿Cuál cree que sería la respuesta?

• Que fui un buen padre justo en los momentos en que debí serlo, y que también fui un padre terrible, justo en los momentos en que debí ser terrible. Aunque es probable que solo comparta con nosotros la primera opinión, pensará, sin remedio, en la segunda, no podrá evitarlo, y no porque le haya otorgado excesivas desgracias en su niñez o demostrado comportamientos despóticos a lo largo de su adolescencia, sino porque su naturaleza indagatoria no le permitirá desviar la atención del carácter dual de la respuesta que debe dar.

• El cariño y la preocupación que su hija manifiesta por usted, es una prueba de que el trabajo no estuvo tan mal hecho.

• No puedo creer en esas palabras, pese a las pruebas irrefutables del cariño de Maiko, no porque en exclusiva su comportamiento sea producto de la resignación, sino porque sé que existen padres terribles con hijos cuya nobleza los condena a cargas inmerecidas. Aunque el afecto y la preocupación de Maiko son genuinos, no definen en lo más mínimo mi labor como padre. Esos comportamientos podrían, en todo caso, hablar más de ella que de mí.

• Pudiera ser, aunque me atrevería a asegurar que, en este caso, es algo diciente y por ende, se hace inevitable imaginar la dulzura de aquellos gestos como algo distinto al reflejo del amor correspondido.

• Hasta hace unos años mi máxima satisfacción provenía de las alegrías y realizaciones de Maiko o de mis preciosos nietos. Sin embargo hoy en día no puedo consolarme pensando solamente en ello. Todo el tiempo vivo abrumado, apenado por la cantidad de tiempo que de manera involuntaria y sin retribución les demando- una repentina actitud de introspección nos coloca en un silencio que me resulta necesario. Confío en la memoria del señor Ishikawa, pues sin importar el automenosprecio que pueda sentir por la capacidad que posee para obrar sobre sus propios recuerdos, como dije anteriormente, aún es difícil identificar en él los síntomas o las consecuencias de un padecimiento tan grave como el Alzheimer.

• Mire. Por cuestiones burocráticas, e imagino que usted entiende la connotación de lo protocolario en este tipo de asuntos, el proyecto con la bananera fracasó -continúa diciendo el señor Ishikawa– La empresa comenzó a deshacerse de las tierras cultivables con el fin disminuir la responsabilidad sindical que años atrás los había llevado lejos del país, así que los nuevos patrones, los cuales no contaban con el músculo financiero suficiente para mantener en los sembradíos la misma cantidad de trabajadores, empezaron a  realizar despidos, priorizando, claro está, los puestos de trabajo de las familias locales. Muchos de los trabajadores despedidos eran Nisei, hijos de los primeros inmigrantes japoneses a Colombia, así que regresaron a sus casas en Tumaco, junto a sus familias, sin mucho arrepentimiento. Sin embargo, quienes habíamos viajado exclusivamente desde japón para trabajar con la bananera, decidimos irnos de la zona y subir hasta el Valle del Cauca, al menos la mayoría de nosotros. Fueron muy pocos los que optaron por regresar a Japón, y de los cuales, por supuesto, no volvimos a saber absolutamente nada. Aquellos que habíamos decidido movernos hacia el Noroeste, viajamos en un convoy con cincuenta y siete trabajadores más, provenientes de distintas partes del país, especialmente del Magdalena. La mayoría de ellos oriundos de Ciénaga y sus alrededores, que resultaban ser hijos de viejos militantes de la CTC, encabezando un grupo de campesinos que se dirigían al Urabá antioqueño con la idea de dar continuidad a sus labores de cultivar banano. Casi todos mis compatriotas se instalaron en Palmira, en donde encontraron a un enorme grupo de migrantes japoneses, que se habían establecido allí, tras haber sido incluidos en la “Lista Negra” publicada hace años durante el inicio del mandato FDR, con la intención de evitar que los dineros que Estados Unidos brindaba como apoyo económico a ciertos países latinoamericanos, no fuese desviado sistemáticamente hacia las fuerzas del Eje.  Arrastrados de sus trabajos y sus casas, fueron llevados a los campos de concentración de Sabaneta, en Fusagasugá durante el final de la segunda guerra mundial; el resto de nosotros llegamos a Cali, apenas balbuceando el español, sin contactos ni credenciales de ningún tipo, con habilidades laborales que no encajaban fácilmente en el ritmo bullicioso, absurdamente caliente, de una urbe en desarrollo; pero sobre todo, en mi caso particular, con una hija de cinco años, demasiado vivaz e inteligente para su edad, a la cual le urgía educación y tutoría. Tenga en cuenta que esto lo digo con la arrogancia paterna de la cual es imposible escapar cuando se reconoce en los hijos algún tipo de listeza.

• Fue un inicio complicado…

• Difícil, sí. No había quien quisiera arriesgarse a darme trabajo, mucho menos cuando se enteraban acerca de Maiko, sin embargo, a diferencia de mis otros coterráneos, mi experiencia con la fotografía me permitió tomar mejores trabajos. Tenía una buena técnica y conocía algunas formas de revelado que resultaban novedosas para la mayoría de las casas fotográficas en las cuales trabajé; dominaba perfectamente la técnica de revelado sobre papel de carbón; técnica complicada y de poca popularidad. Por supuesto, también conocía bastante bien la del revelado sobre papel de aluminio y… -durante las largas sesiones en las que hemos trabajado, no hubo una sola vez en donde el señor Ishikawa haya manifestado incomodidad alguna, ocasionada por la presencia constante de mi grabadora de sonido, sin embargo me ha preguntado si es posible detener la grabación durante unos minutos. “Es que toda esta cháchara, señor Navega, todo este asunto acerca de cómo llegué a Cali y a lo que me dediqué para no morir de hambre ni arrastrar a mi hija al abismo, da para otra historia”.

Hablamos brevemente sobre fotografía. Unas cuantas intervenciones pueriles de mi parte desaparecieron frente al acervo técnico de quien, tras bambalinas y sin nunca resaltar, trabajó a lo largo de cincuenta años bajo la luminaria tricromática de los cuartos de revelado en incontables estudios fotográficos de la ciudad, incluyendo aquellos ubicados en las casas de docenas de artistas plásticos y fotógrafos caleños. Sin embargo, y pese a lo interesante que pudiera resultar para mí documentar parte de aquella conversación, el señor Ishikawa insistió en que todo lo dicho por fuera de los micrófonos debía ser considerado como una conversación de amigos, una mera charla que poco o nada tenía que ver con mis labores como periodista. Tras dispersar las formalidades y llevar a cabo una especie de visita guiada por las habitaciones de casa, regresamos a la sala para terminar con la entrevista. Aunque el semblante huraño que lo acompañó al inicio de la jornada mantiene, al menos gestualmente, una obvia predominancia, el tono de voz apacible y la virtud sobrecogedora de su hospitalidad aparecen de nuevo.

• ¿Regresamos al bosque? -pregunta el señor Ishikawa.

• Desde donde usted considere necesario.

• Pudiera ser que las primeras veinticuatro horas que sucedieron a la desaparición de Azumi y Naoki hayan sido las más angustiantes de mi vida. Creo que es el empalme correcto, si la memoria no… usted me entiende, ¿verdad? en fin, puedo jurarle esto; ni un solo día en el adiestramiento militar o de servicio en los cuarteles de comunicación,  me había producido una ansiedad similar a esa que se había apoderado de mí, dejándome parado en medio de la sombra que empezaba a arrastrarse dentro de la cabaña, abotargado, con una bebé hambrienta, destetada de repente, revolviéndose entre mis brazos como una redonda raíz de mandrágora que lanzaba puños al aire mientras se deshacía en berridos.  

• ¿Intentó buscar a Naoki o a Azumi en algún momento?

• Por supuesto que sí, es decir, no fue más que un pensamiento, porque entendí que, de hacerlo, seríamos cuatro los desaparecidos. Además, los presentimientos errados me encerraban en la enfermiza, aunque sobrecogedora idea, del retorno de Naoki, pero también sabía que el Junkai es un lugar inhóspito, un anfitrión receloso que devora a sus invitados cuando se han vuelto molestos invasores.

• ¿Por qué esperaba, precisamente, el regreso de Naoki?

• El único que baja caminando del patíbulo es el verdugo. Si alguno de los dos tenía chance alguna de regresar, ese era Naoki. Conocía el bosque mejor que muchos, sabía cómo habitarlo y sacar de él el sustento nimio que ofrecía el oscuro y casi desértico entramado de árboles. En cambio, acabar con Azumi no requería mayor esfuerzo, era cuestión de abandonarla en el bosque, de amarrarla a un árbol o de ultimar sin mucho esfuerzo, ejerciendo algo de violencia resoluta, su cuerpo agostado y dispuesto al sacrificio. Las posibilidades de ver regresar a Azumi en lugar de Naoki, eran una mera fantasía, así como desacertada era la idea de buscarlos.

• ¿Cómo sabía que realmente Azumi se había resignado a morir?

• Ella no se había resignado a morir. La sola idea de la resignación ante la muerte es hilarante, un consuelo, nada más. Pero Azumi había adquirido la convicción de la muerte, y eso es otra cosa, señor Navega. Ella quería prenderle fuego a absolutamente todo, incluso a su propia hija. Lo intentó, aunque las cosas no ardieron según su parecer.

• ¿Cuánto tiempo esperó a que alguno de los dos regresara?

• No mucho, en verdad. Estuve alrededor de tres días organizando nuestro viaje, recogiendo lo necesario, preparando los víveres para el camino y tratando, mapa en mano, de trazar una ruta tranquila, inicialmente hasta Shizuoka, con intención de alcanzar el puerto más cercano. En algún momento, mientras organizaba las maletas, pensé en pedir ayuda, pero temí por la vida de la bebé. Quizá si se enteraban, si no es que ya estaban al tanto de todo, de que Maiko era hija de Azumi, iban a querer perpetuar sobre ella sus ritos de venganza. Empecé entonces a sentirme paranoico, a urdir todo un desenlace en el cual la bebé y yo éramos víctimas de la sevicia de los lugareños. Mi tiempo en el Aokigahara se había terminado, el bosque me invitaba a salir o a ser engullido por esa profunda garganta desde la cual llega como si fuese un aliento, la respiración de la arbolada; un viento hediondo a carne descompuesta y hojarasca húmeda.  En la madrugada del tercer día abandonamos la cabaña y llegamos al límite del bosque al amanecer. Recuerdo que la luz cálida del sol iba subiendo por mis piernas a medida que avanzábamos por un sendero que se veía olvidado y casi desaparecido por la maleza. Mientras nos alejábamos de la densa muralla de pinos, el aire iba también perdiendo su aroma siniestro, siempre agrio, de algo que se pudre al fondo, en la salvaguarda de la oscuridad. Un par de horas después, me parece a mí, desembocamos a una carretera principal que descendía por el costado occidental del monte Fuji, hasta las costas de Kanbara. Caminamos durante más de diez horas hasta llegar a la bahía de Suruga y avanzamos por el borde queriendo encontrar la desembocadura del río Okitsu. Maiko me bendijo con el don de su calma, de la paciencia innata, así que, salvo por las veces en las que me detuve para alimentarnos, no hubo ningún percance. Queriendo evitar los poblados, decidí que lo mejor sería permanecer en el estuario en donde acampamos junto a un grupo de veteranos que para entonces, y a falta de un amparo, luchaban como pescadores de camarón para sobrevivir. Presto a la oportunidad, al siniestrismo de la aventura, sin saber, ni imaginarlo siquiera, que terminaría en la bahía de Tokio, reclutando con promesas que entonces yo mismo creía, a poco más de una docena de incautos para que viajaran junto a mí en un carbonero, primero como tripulación en mar abierto y posteriormente como fuerza de trabajo en el puerto de destino. El trabajo en Colombia era un hecho, solo debíamos sortear los más de treinta días de viaje a bordo de aquel carbonero que se desplazaba por sobre el agua como una gigantesca tortuga de caparazón negro. En cuanto abordamos, busqué al capitán y le expliqué con detalle mis funciones durante la guerra, (no sé si se habrá dado cuenta), pretendiendo, no evadir el trabajo, pero sí las infernales calderas o las extenuantes labores de servidumbre a bordo, sobre todo porque sabía que sin importar cual fuese la función que debiera desempeñar, Maiko debía estar ahí. Someterla a alguna de esas dos tareas, aun cuando solo fuese como una mera espectadora, iba a resultar en un agotamiento incurable, en una brecha que dividiría su corazón en dos partes muy oscuras. Para mi poca fortuna, y siendo lógico, ya tenían un encargado en el área de comunicaciones, pero el capitán aseguró que un buen técnico nunca sobraba en el cuarto de máquinas. Al final, fue lo mejor que pude conseguir.

• ¿En algún momento tuvo problemas por la presencia de Maiko a bordo de la nave?

• La envergadura del barco era enorme, por lo cual las labores de servicio resultaban en largas caminatas, tanto por espacios abiertos como cerrados, en donde podía uno perderse con mucha facilidad o correr el riesgo de salir despedido por la borda en un descuido, que como entenderá, son el pulso de la cotidianidad. El cuarto de máquinas seguía siendo un espacio grande, bastante peligroso, sin duda, pero en el cual podría hacerme cargo de Maiko sin tantos inconvenientes. Siempre y cuando mis labores dentro de la embarcación no se vieran interrumpidas, al igual que la concentración o tranquilidad de mis compañeros, por las causas obvias que acompañan a un recién nacido, todo estaría bien. Los treinta días transcurrieron sin novedades. Cumplí con mis labores como técnico, día a día, sin excusa y con igual eficiencia que mis colegas. Cuando llegamos a las costas colombianas, descendimos en la Capitanía del puerto de Tumaco y, los encargados de la bananera, que debían enviar una delegación por nosotros para llevarnos hasta los sembradíos, aparecieron 3 días después, sin ninguna excusa o disculpa, pagaron todo cuanto habíamos consumido en la posada y nos llevaron en una camioneta hasta la entrada de los predios. Con el desembolso del sueldo el primer mes, nos entregaron una carta con un resumen diferido de gastos, incluyendo transporte desde Japón, alimentación y una especie de seguro de vida que no pretendía proteger nuestra integridad como materia prima humana, sino como mercancía por la cual debía responderse al comprador en caso de abolladuras. Si algo nos pasaba, ellos, los de la bananera, cobraban el seguro.

• ¿Siguieron cobrándoles por la estadía y la comida mientras estuvieron trabajando?

• No, no. Eso fue solamente el primer mes. Después el asunto con los pagos se normalizó, aunque había que estar muy atento a todo aquello que pudiera parecer un gesto nacido de la “generosidad”, y preferiblemente, abstenerse de recibir cualquier tipo de aliciente que no fuese el salario acordado, ya que si existe algo en el mundo que imposibilita la riqueza económica obscena, es dar sin recibir algo de igual o mayor valor. La mayoría de nosotros no entendíamos la dinámica al principio; una señora que llegaba rechinando hasta los predios, envuelta en alhajas doradas, entraba a los comedores junto al gamonal del pueblo y el encargado de los sembradíos. Nos reunía a los recién llegados en una misma mesa. Con una simpatía practicada hasta el cansancio, nos invitaba, en medio de una orden aplicada con sutileza, a rodear un libro de chucherías que ella misma había construido con recortes de revistas en los cuales se mostraba algunos productos habilitados para la compra. Productos japoneses que no solo nos ofrecía a nosotros por obvias relaciones, sino que también a aquellos trabajadores locales, de los cuales muchos, especialmente aquellos en mejor condición, resultaban ser fieles compradores. Desde medias para calzar, hasta televisores portátiles.

• ¿Llegó a comprar algo creyendo que era un regalo?

• Por fortuna no podía, ni remotamente, permitirme gastar el dinero en algo distinto a garantizar la supervivencia de Maiko y la mía propia. Todos conocían mi situación, simpatizaban con la ternura, con el carácter despabilado de Maiko, así que, una vez más, por el efluvio de su inocencia, fui protegido y advertido por una vieja cocinera que hacía parte del grupo de compradores acérrimos. Me recogí ante sus señales de advertencia y aprendí a alejarme de la mesa sin llamar la atención. En una de las visitas de la señora de las alhajas, se desprendió del improvisado catálogo una de las hojas. Con el manoseo incesante y la habitual algarabía que provocaba su llegada, nadie se percató de que la hoja había ido a dar bajo una de las sillas de la mesa contigua en donde yo, muy calladito, permanecía distante. Tomé la hoja para devolverla a su dueña, sin embargo acercarme era un riesgo poco inteligente de asumir, y que, por consiguiente, generó en mí una especie de afición en apariencia inocente, pues cada vez que la mujer de las alhajas nos visitaba, mes a mes, aprovechaba para robar algunas hojas del catálogo que siempre mantenía actualizado, y las cuales parecieron nunca hacerle falta.

• ¿Qué hacía con las hojas sueltas? -un pensamiento parece retener la atención del señor Ishikawa, uno que en vez de gestarse en las palabras, consigue escapar entre la voluntad sinuosa de la memoria. Desbordado por la impaciencia, da un golpe de martillo con el puño cerrado, sobre uno de los brazos de la silla.

• Era un mero entretenimiento -contesta por fin, con las pupilas sobre el suelo de la sala, revoloteando como negros abejorros -¿Qué hora tiene, señor Navega?

• Nueve y treinta -contesto

• El tiempo es una palomilla bajo la luz de una lámpara. Al final, me imagino que con todo lo que hemos conversado, o mejor dicho, con todo eso que le conté, tiene trabajo de sobra -abandona su silla y camina hasta el anaquel para tomar la bitácora -Es mejor que se la lleve, así puede estudiarla mejor. Le puede servir como evidencia.

• ¿Evidencia?

• Evidencia de que todo aquello fue verdad. Prueba de que ni usted ni yo estamos mintiendo -tomo poco convencido la bitácora y me pongo de pie. Hay un afán en sus maneras que me arrastra hasta la puerta. Ya en el umbral, continuamos hablando.

• No estoy seguro de conocer a alguien que pueda traducir para mí el contenido del libro.

• Yo lo haría, pero es demasiado trabajo para un viejo. Estoy seguro que no va a tener ningún problema encontrando a alguien -si bien el señor Ishikawa, hombre cuasi centenario, atrapado en las inmediaciones de un cuerpo caduco, es poseedor, además, de una notable cifosis, de un ánimo harto difícil de enterrar, verlo esforzarse tanto por mantener de pie sin ceder del todo ante aquella pronunciada convexidad vertebral, me genera un profundo desasosiego. No por el hecho de encontrarle débil, e incluso me atrevería a decir que un tanto más encorvado que de costumbre, sino porque la promesa de aquellos huesos colapsados sobre los cuales puedo ver apoyado, con un deterioro por mucho superior, mi propio futuro, resulta ser un acontecimiento más próximo que cualquier otra posibilidad latente en mi futuro.

• ¿Queda usted bien, señor Ishikawa?

• Claro que sí. La enfermera viene mañana a las cinco. Como le digo, usted es un hombre que se preocupa demasiado, señor Navega. Vaya a casa con mucho cuidado y regrese pronto a visitarme. Si parezco no acordarme de usted, tenga algo de paciencia. Insista. Lo mejor que puede hacer por mí, en determinado caso, es apelar a mis recuerdos más profundos, (los que ahora conoce), para que yo pueda hacer el enclave entre aquella memoria lejana y la familiaridad de su rostro- mientras camino hacia el paradero del autobús, acotados los pensamientos por las infinitas probabilidades de la tragedia, una lluvia repentina se posa sobre mi cabeza; las reminiscencias de un cúmulo rezagado que el viento no arrastró junto con el chubasco. Resguardo el libro del señor Ishikawa bajo la tela de mi camisa, pero la garúa se ha desplazado velozmente hacia el lado opuesto de la avenida, siguiendo la vasta tormenta de la cual se ha desprendido. Yo, como ese punto en donde la voz de los recuerdos puede permitirse el exterior; la pequeña nube grisácea y lechosa, repujada sobre la bóveda nocturna que se expande en todas direcciones, y que representa un caldero de palabras capaces de formar la complejidad del recuerdo. El escape perentorio de aquella nube rezagada, (evocaciones, bloques de ensoñaciones, reminiscencias), que con determinada premura se avienta sobre la tormenta lejana, que es a su vez el conjunto de la memoria, expone la intranquilidad y el malestar que provoca el desvanecimiento de esa conciencia propia, formada por las ya incontables impresiones de una vida tan larga como inadvertida.

 

Apartes del caso Ishikawa Koni, o el guardabosques del Aokigahara

I

A lo largo de la semana posterior al último encuentro con el señor Ishikawa, recibí, una tras otra, docenas de correos electrónicos remitidos por profesores o conocedores del japonés que se negaron, (diversas las maneras), a traducir los textos escritos en la bitácora. Repasé obsesivamente las fotografías, como si en ellas hubiese un relato aún más diciente que aquel en el cual había sido sumergido gracias al señor Ishikawa, queriendo, muy seguramente, dar una respuesta concreta a la pregunta recurrente; “¿De qué tratan los textos?”, que no pude evadir ni contestar a los traductores. El resumen que pude hacer de la narración del señor Ishikawa no fue suficiente.

II

Carlos Antonio Abe, miembro de la Sociedad Panamericana Nikkei, ha aceptado traducir los textos. Recibí su correo al décimo día de haber empezado la búsqueda del traductor. Estará en la ciudad la semana próxima, así que hemos fijado una reunión para entregarle personalmente el volumen y conversar los términos de la labor. Entre tanto, mientras transcurren los días previos a la reunión, iré transcribiendo las entrevistas.

III

El entusiasmo tan poco habitual con el cual mi editor ha recibido los adelantos me sorprende. Enseñarle la bitácora ha sido, al parecer, una buena manera de afianzar su confianza. Ahora no habla de otra cosa que no sea del señor Ishikawa y su diario misterioso que prontamente será traducido, y del cual espera una impresionante revelación literaria.

IV

• Televisor Sony TV8-301: Corriente eléctrica. Baterías de 6V; Ansaphone KH-85: Maquina contestadora; Curél: crema hidratante; Maquina Aspiradora XL-180… Y sigue así a lo largo de todo el tomo. Usted no lo nota, pero la caligrafía es pobre, incluso peor que la de un niño. Se puede indagar, además, que nada de esto fue escrito por alguien que conociera realmente o estuviera, al menos, aprendiendo japonés -dice el señor Abe, mascullando una risita que resalta, al igual que un alegre balcón en medio de un cuadrado y anguloso edificio gris, entre las facciones rectas y pronunciadas de la quijada que mantiene en alto para evitar las papadas.

• ¿Un listado de objetos?

• Un listado de artículos de catálogo, mejor dicho. Productos bastante viejos y costosos, teniendo en cuenta la época en la que se comercializaban. También están incluidos los nombres de las tiendas y las localidades a las cuales pertenecían. Muchos de esos lugares dejaron de existir hace algunas décadas. La única anotación real, es decir, que parece haber sido escrita concienzudamente, y que refiere algo distinto a los artículos del catálogo, estoy seguro que no fue escrita por el autor, ¿sabe?, se nota a simple vista… bueno, conociendo el idioma. La caligrafía es depurada y el mensaje está redactado correctamente, muy al contrario del resto del contenido. Además, me atrevo a decir, aunque no haya remitente ni destinatario, que la nota iba dirigida al dueño del libro.

• ¿Qué decía la nota?

• “Espera por mí en la entrada del Junkai

 


*Nota editorial: llegamos al final del Guardabosques de Aokigahara con esta última entrega de las crónicas y entrevistas falseadas de Cicerón Navega. Recomendamos acompañar su lectura con los textos anteriores del recopilador Iván Darío Aponte Velásquez.

La imagen fue seleccionada por les editores del blog. Fuente: Foto de Jason Leung en Unsplash. .

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