Pagando escondedero a peso

Pagando escondedero a peso[1]

Por Cicerón Navega
Revista “Ojo de buey”[2], año 2000

Recopilador: Iván Aponte


Primera Parte

Entrar en la cárcel no es particularmente difícil; muy poco cuesta llegar en calidad de condenado, y solo un tanto más en actitud de visitante, si se tiene un permiso bien remitido, junto a un carnet profesional que acredite y justifique el trabajo. Sin embargo, lo realmente complicado es hallar a la persona correcta, acceder a aquel al que se quiere entrevistar, pues no todos los presos están dispuestos a recibir visitas de desconocidos, mucho menos si dicen ser cronistas (porque, y es entendible, ¿qué carajos es un cronista?[3]), bien sea por razones que llamaremos, en el orden de la paradoja, personales y otras, en su mayoría, de carácter institucional.

Ya entrados los primeros días del mes de enero del nuevo milenio, avanzo por los pasillos de muros y barandales agostados por la herrumbre, custodiado por dos guardias que nos abren paso entre la multitud de almas hacinadas, de tristeza y melancolía expuestas, olorosas, que como en un escenario cruelmente iluminado, esperan un turno para regresar al paraíso del cual fueron expulsados por nosotros, los hijos buenos de dios, libres e incontrovertibles.

Llegamos por fin a un punto alejado de las multitudes. El drástico cambio en el ambiente lejos de inducir perplejidad, me remonta insufriblemente al retrato de una barbarie siempre a punto de cumplirse, de una mutilación que supera los límites del cuerpo, una acción estática que representa una afrenta directa a todo futuro, y que en estos hombres, postrados en improvisadas cómodas de espuma, semidesnudos, cubriendo sus pechos con mantas mugrosas,  dedicados a actividades silentes que no cabe describir, se refleja como una castración que les ha negado -desde todos los ángulos- posibilidad alguna de sobrevivir sin someter el frágil patrimonio de su sexualidad. Si bien no valen para la mayoría lo que vale un “verdadero” hombre, ni mucho menos lo que vale una “verdadera” mujer, cabe resaltar que aquí son princesas de un harén instalado con todos los cuidados y detalles que las circunstancias pueden permitir, eso sí, con la diferencia de que los califas son multitud. A este grupo de adeptos a quienes se les paga con seguridad y ciertas comodidades, pertenece el preso a quien he venido a entrevistar. Mientras atravieso la sala, lanzan sobre mí miradas de obvia curiosidad. Aunque sus bocas se entre abren y se hacen preguntas inaudibles entre sí, ninguno se atreve a darme siquiera una palabra clara. Son hermosos de una manera triste. Sus ojos son turbias pocetas donde tintinea una perla que ya nadie puede sacar del fondo. La mayoría de ellos, delicados en extremo, al punto de la fisionomía femenil más endeble y tan cerca de la sumisión animal como un perro bien entrenado, permanecen impávidos, agarrando los pocos rayos de luz que se cuelan entre los tragaluces y que a esta hora descienden con sorna sobre sus rostros.

A Otoniel Martinez, familiares y autoridades lo dieron por desaparecido el domingo 23 de noviembre de 1997, dos semanas después de que se reportara enfermo ante la junta directiva de su empresa y dejara de contestar el teléfono a su hermana, Carolina Martinez, siendo el único familiar con quien conservaba contacto cercano después del fallecimiento de los padres. “Retiró todo el dinero de sus cuentas personales y de algunas cuentas empresariales que manejaba como tesorero y principal accionista de Ciro´s Jeans”, dijo Carolina en una entrevista previa que sostuvimos en su casa, junto a dos de los accionistas que no pararon nunca de preguntar acerca de cuáles serían las posibilidades de que el dinero hurtado fuese devuelto, en vista de que Otoniel se hallaba con vida. “El apartamento se encontraba intacto, sin ningún tipo de pista que pudiera señalar el paradero de mi hermano. Ni la ropa se llevó. Nos demoramos mucho en darnos cuenta de que se había ido, porque durante esas dos semanas él siguió enviándonos reportes acerca de los movimientos del dinero. Ya fue hacia el final de la segunda semana que las cosas reventaron. Los proveedores empezaron a llamar preguntando por la plata que no había sido consignada”.

Un año más tarde de haber sido reportado como desaparecido, en vísperas a su cumpleaños, Otoniel Martinez fue declarado occiso por la policía en la morgue de un pueblito a 200 kilómetros de la ciudad de Cali, víctima de un incendio que impedía el reconocimiento total del cuerpo. La certeza venía del registro de trabajadores mineros de la empresa norteamericana “OpenSky Inc.” que operaba en la zona y que lo declaraba como la única víctima del accidente, que por “fortuna” para la multinacional, había ocurrido en una cantina de la vereda. En sus libros se reportaba un Otoniel Martinez, foráneo, a quien el pueblo recibió meses atrás y del cual poco o nada se conocía. De esta tragedia se extendió el dolor durante un par de años más, hasta que en agosto de 1999 se filtró el rumor que en la Cárcel de Villa Hermosa existía un preso al cual nunca se le había hecho un registro oficial, uno que jamás recibía visitas ni adelantaba procesos judiciales, y del cual se desconocía el tiempo que debía permanecer preso o incluso las razones de su condena. No hablaba con nadie, permanecía aislado en la “Zona Rosa” y estaba siempre bajo estricta custodia. Un reportero de la localidad publicó la noticia e inmediatamente el nombre de Otoniel Martinez invadió de nuevo las primeras planas de todos los diarios interesados en el escándalo. Ante la presión de los medios, la respuesta de las autoridades fue concreta; sin ahondar en explicaciones, entregó la visibilidad que por ley le correspondía a Martinez y estableció, basado en los hechos, una condena de 50 años de prisión, sin contar los dos años previos en los que permaneció en el completo anonimato, pero que le valieron la destitución, más un proceso disciplinario, al entonces director de la cárcel, Alberto Abadia Trujillo.

Los cargos que se le imputan a Martinez hablan por sí solos. Como siempre, la opinión pública, contrariada, guardó silencio. El 13 de diciembre de 1999, Otoniel Martinez era encontrado culpable de homicidio agravado de dos civiles y cinco policías, acceso carnal violento a una menor de edad, testaferrato, tráfico, fabricación y porte de estupefacientes, contrabando, espionaje y terrorismo. Durante el juicio dijo haber sido engañado en su buena fe por la curiosidad, por el carácter indagatorio de la humanidad y por un grupo de gente sin escrúpulos, a quienes le era imposible señalar y, por obvias razones, juzgar. Luego, sin entregar mayores explicaciones, negando la actividad de su propio abogado, aceptó cada uno de los cargos y pidió ser regresado lo antes posible a su antiguo lugar de reclusión, pues “mi amor me espera”, señaló dulcemente ante el juez.

Cuando Oscar Magredo, el periodista que expuso ante los medios el caso Martinez, me llamó para decirme que lo habían corrido del periódico tras la publicación de la noticia, yo acababa de regresar de Bogotá en donde había estado supervisando la conformación de un nuevo grupo editorial interesado en la producción de revistas literarias, así que al instalarme de nuevo en casa, en el valle, tras meses de arduo trabajo, pocos ánimos tenía de involucrarme en cualquier tipo de proceso que me negara el descanso, sin embargo comprendía hacia dónde se dirigía la cuestión: “Tenés que ayudarme, Ciso. La gente del periódico me dejó solo. Me toca irme del país unos mesecitos. Vos ya sabés cómo funciona la vaina acá”. Acepté poco convencido, discurriendo entre las mil maneras en las que podría abordar la historia, en los pormenores sobre los que se instalaría la vida y de los cuales yo debía extraer cada fragmento sin caer en bagatelas, pues lo nimio, aunque pequeño, no carece de importancia, todo lo contrario; lo diminuto es la única escala medible de las grandes acciones humanas.

¿Quién era Otoniel Martinez antes de ser el preso anónimo recién emancipado? ¿De qué se le acusa? ¿Es realmente culpable de los delitos que se le imputan? Si hubiese tenido que centrar el desarrollo de esta crónica, de extraño abordaje, en aquellas preguntas obvias, seguramente no habría aceptado la propuesta. Aquella misma noche, con la carpeta de archivos en donde Oscar Magredo había resumido de manera magistral todo el caso, comencé a estructurar el proyecto. El inicio estaba dado, los puntos comunes habían sido despejados y las preguntas que suscitaba el caso, aunque pocas, se tornaron mucho más interesantes; Martinez era culpable. Que hiciera un señalamiento a la curiosidad como la responsable de su destino me daba la motivación suficiente para verme comprometido con el asunto.

Segunda Parte

Un “violo matatombos”, imagínese usted. Con esta carita no me dieron chance. Rápidamente me convertí en el “culo gordo” de mis compañeros, aunque al año ya me pedían permiso, al menos, cuando me abrían las nalgas dice Otoniel y brinca sobre su asiento como impulsado por una carcajada contenida. Arrastra la mirada por sobre la sala como un péndulo, sin detenerse sobre nada en particular. Su rostro redondo, de pronunciados pómulos, rosáceos; un escaso cabello colorado, endeble aunque brillante, igual que una capa de terciopelo rojo, y unos ojos diminutos, acaramelados, algo nobles, lo convierten en el muñeco perfecto, en una amante apetecida. Lo verdaderamente bueno fue que me tiraron de una en la “Zona Rosa”, así que nunca he estado en esa jungla del patio.

¿Aquí dejan fumar? pregunto, aprovechando la pausa. Otoniel hace señas de que podría prenderle fuego a la cárcel y no pasaría nada. Saca él mismo una cajetilla de cigarrillos y la desliza hacia mí sobre la mesa.

Yo no fumo, pero se los voy a dejar a mitad de precio. Agarre los que necesite. Cuadramos antes de que se vaya. Ahora, con la mirada instalada sobre la mía, me pregunta si hay algo en especial que desee saber.

Tengo muy pocas preguntas, la verdad contesto. Pero… me intriga algo en especial. Durante su juicio afirmó que había sido engañado en su buena fe por la curiosidad. ¿Podemos hablar de eso?

Eso, y preguntar ¿cómo entré aquí?, son la misma vaina. Yo podría contestar que por una puerta. Cuánta razón. Me alcanzan las preguntas vulgares.

Bueno. Cómo fue que terminó frente a esa puerta digo, encendiendo uno de los cigarrillos. Quise preguntar el precio, pero una vez encendido, su valor puede variar entre unos pocos pesos o una suma absurda de dinero, y aun así, ante dicha dinámica, la economía carcelaria nunca será tan rampante como el mercado exterior.

Usted es muy de buenas, porque yo tengo una memoria de prodigio. Le voy a dar fechas y todo, aunque nada de nombres ni ubicaciones reales. Solo hay un par de personas que sí se pueden mentar. Para sobrevivir aquí me ha valido más la sombra y el silencio que toda esa bulla que su amigo hizo respecto a mi caso. Ahora todo el mundo sabe quién soy y lo que hice. Antes solo lo sabían los guardias que me custodiaban y los compañeros de la “Zona Rosa”[4], para el resto del mundo, yo era un tipo carbonizado a 200 kilómetros de este hervidero. La luz es una cosa molesta y su amigo puso el sol sobre mi cabeza. Un silencio largo, como a la guardia de una interpelación, va extendiéndose entre nosotros. Doy un par de pitadas al cigarrillo sin ánimos de corresponder y dejo que retome cuando lo sienta pertinente. Parece ponerse algo nervioso, aunque de manera controlada va administrando sus gestos disconformes hasta apaciguarlos por completo. Sonríe y continúa.

En fin… Jairo Satizabal[5], uno de los socios en Ciro´s Jeans, me conseguía una marihuana excelente. Fuimos juntos a la universidad, en el setentiocho, aunque él estudiaba por ese entonces biología y yo era un aspirante a diseñador industrial con más afición por la gráfica que por cualquier otra cosa. Así fue que nos conocimos, en un intento de feria gráfica patrocinada por la universidad. Desde ese entonces y durante veintidós años, Jairito me sirvió como proveedor. Nunca le pregunté nada, ni lo más mínimo. ¿De dónde salía? ¿Cuánto pagaba por ella con respecto a lo que me cobraba?… puras pendejadas. A mí solo me interesaba que llegado el fin de semana, tuviera mi dote en la casa. ¿Quiere otro cigarrillo? interrumpe abruptamente al verme desechar la colilla a un costado de la mesa. Agarre otro. A mí me los regalan los jeques para que los venda y nunca ande pelado. Los cigarrillos aquí son como oro, entonces haga de cuenta que se está fumando el mejor pucho del mundo.

¿Cuánto tiempo tenemos para conversar? pregunto.

Uff. Todo el día si quiere. Yo ya me ocupé de mis vainas. Tengo permiso para atenderlo el tiempo que necesite, al menos por hoy. Mañana… ya veremos. Por eso es mejor aprovechar. Préndase otro cigarrillo para seguirle contando, el tono de su voz se ha hecho grave. Obedezco sin mayor objeción a su ofrecimiento y veo al humo formar una pared lechosa al atravesar el haz de luz que entra, ya en línea recta, por entre las claraboyas. ¿Usted sabe en lo que se convierte para un hombre un ejercicio practicado durante más de veinte años? ¿No?, se convierte en un ritual. Pasa del vicio al rito. Eso es lo que le cuesta entender a la mayoría, la diferencia entre la falta de virtud y la solemnidad. Que después de veintidós años Jairito me fallara, significaba extraviar el ritual, faltarles a los dioses que había alimentado con cuidado durante dos décadas con ese humito delicioso de la hierba. A mí no me interesa la marihuana como amalgama social; esa mierda de fumar en público o acompañado no significa nada. La mejor opción es la meditación profunda, cierra los ojos y larga un reverberante “OM” que sostiene por casi un minuto. Luego, incorporándose, contiene de nuevo una risotada que se escapa por entre sus labios al igual que un chorro de aire húmedo saliendo por una manguera.

Siempre me río cuando hago eso. La vibración en la nariz me hace estornudar o reír. No me pare tantas bolas, pero fuera de charla, la meditación es la mejor actividad después de fumar continúa diciendo, agravando una vez más el tono de su voz, como si pudiese cruzar de la euforia a la ecuanimidad sin ninguna rémora. Un veinte de noviembre, jueves, porque Jairito siempre me entregaba todo ese día, bajé a los casilleros de correo del edificio donde vivía a buscar lo que siempre, hasta ese momento, había encontrado todos los jueves a aquella hora, sin falta. Me quedé frío. Era la primera vez en veinte años que no recibía mi paquete. Para no tener que esperar el ascensor, subí los siete pisos como un bólido, y con el corazón ahí mismito, casi en la mano, llamé a Jairito para averiguar por mi encargo. De una me dijo que no iba a poder conseguirme más, porque lo tenían fichado y podría enfrentar cargos como expendedor. Yo le pregunté ¿por qué apenas ahora?¿después de todos esos años? Pasaba que el comandante del cuadrante se había jubilado recién, entonces el nuevo reemplazo quería hacer las cosas “diferentes”, según decía Jairito, como si estos hijueputas entendieran otra cosa que el lenguaje del soborno y el de la fuerza bruta.

¿Entró en pánico? pregunto queriendo afanar un poco la historia, pero pronto me doy cuenta de la inutilidad de mis planes. Decido dejarle hablar sin interpelaciones y apuro mi tercer cigarrillo sin penas.

Nada, yo nunca entro en pánico, me pongo algo ansioso, nada más… le pedí instrucciones pero se negó a revelar sus contactos. Dijo estar protegiéndome de mí mismo, pero creo que no se imaginaba nada de esto. Sentí, entonces, que me estaba tratando como a un niñito, así que le insistí al punto de la exigencia. A todas estas… ¿Cómo estará Jairito? ¿Se vio con él cuando habló usted con mi hermana? Ni los saludos… En fin.

Lo vi… Estaba preocupado le contesto, aunque no ahondo en las razones que realmente preocupan a su amigo. Ignora mis palabras y continúa.

Siempre he sido un poquito paranoico, como un ratón de cafetería. Me gustan los rincones oscuros, el perfil bajo, la intimidad, por eso nunca aprendí a moverme mucho en la calle. De la casa a la oficina y de la oficina a la casa. La plata en el banco, la puerta con pasador y las ventanas bien cerradas. Antes de salir esa noche, asee el apartamento, todo. Como tenía muy poco efectivo, me arrimé a un cajero y sentí un impulso absurdo de vaciar las tarjetas. Sabía que un solo cajero no me iba a permitir sacar toda la plata, entonces hice una correría que me tomó un par de horas. No quedé tranquilo hasta que uno de los cajeros me dijo que ya no quedaban fondos suficientes para retirar. En ese momento no tenía la más remota idea de por qué estaba haciendo lo que estaba haciendo. Después entendí que el instinto es la cosa primitiva más poderosa que existe. Metí el dinero en una caja de zapatos, lo que pude, porque el resto quedó tendido sobre la cojinería, y fui a buscar al jíbaro en la dirección que me había entregado Jairito… esperate… ¿de verdad está preocupado? No sé qué responder, ni siquiera logro entender si realmente es una pregunta que espera ser contestada, así que permanezco en silencio mientras su mirada escruta aquí y allá los rincones del salón que empieza a agitarse con la entrada del medio día. No me lo imagino con cara de preocupación. Mejor dicho, no le creo. En fin… ¿Usted va a almorzar conmigo?

Hace algo de hambre respondo.

“Hace…” usted habla medio raro dice Martinez llevando los labios cerrados hacia un costado, repujando sobre ellos una mueca muy similar a una sonrisa. Aunque yo no me quedo atrás. Es decir, fui a la universidad, me gradué, formé empresa, pagué impuestos, hice toda la fanfarria del ciudadano ejemplar. Lo único que no hice fue casarme, porque me exasperan las viejas. No es que sea un marica, pero prefiero la compañía de los hombres… En realidad no prefiero la compañía de nadie, pero si me tocara escoger… y, claro está, aquí no puedo escoger, un suspiro, el rezago de una humanidad consumida. La mayoría de mis compañeros apenas si pisaron una escuela primaria, no precisamente en calidad de estudiantes. Yo les he estado enseñando a leer y a escribir, a los que quieren, obviamente, porque a muchos les parece una perdedera de tiempo. A los que tienen condenas cumplibles, a los más pelados, les dedico un montón de tiempo. Y a los que no tienen ninguna chance de reintegrarse a ese mierdero que hierve fuera de estos muros, les digo que aprendan a leer, porque leer es la única manera de huir de la demencia. Yo aquí leo mucho, no para salvarme de nada, sino porque siempre me ha gustado. Cuando entré aquí ya estaba loco. ¿Usted prefiere el cerdo o el pollo?






[1] Nota editorial: les presentamos las partes 1 y 2 de esta crónica (en próximas publicaciones incluiremos las restantes) y sugerimos acompañar su lectura con la primera entrega de la recopilación de Iván Aponte, publicada en este blog como Crónicas y entrevistas falseadas de Cicerón Navega.

[2] A finales de 1999, Cicerón Navega fue contactado por un pequeño grupo editorial llamado “El foco”, perteneciente a la ciudad de Bogotá, con la intención de ofrecerle una participación en la mesa creativa para la formación de una revista que adoptaría el nombre de “Ojo De Buey”, en los meses posteriores. La participación de Navega en el proyecto poco influyó en el resultado panfletario y desordenado de las últimas ediciones, por lo que decidió tomar distancia, pidiendo que su nombre fuese retirado de la mesa directiva a tan solo un año de haberse lanzado el primer número. Gracias a la calidad de sus primeras impresiones, la revista gozó de una popularidad fugaz, aunque siendo justos, bien merecida, debido a su formato voluminoso, harto colorido, que combinaba las artes gráficas con la literatura ficcional y periodística. El costo era bajo, comparado con otras revistas de formatos similares; la distribución amplia y la selección de las piezas, tanto literarias como gráficas, era concienzuda.

[3] Previo a la entrevista con Otoniel Martinez, el nuevo director de la cárcel Villahermosa, Raúl Caetano López, exmilitar y actual pastor de la iglesia “Presagios de Luz”, citó a Navega para hacerle un par de recomendaciones, queriendo garantizar la seguridad durante su visita. Al final y como si cayera en cuenta de algo terrible que había venido obviando desde el inicio, le hizo esta pregunta; “¿Qué carajos es un cronista?” a lo que Navega contestó: ”Todo lo contrario a un Director Inpec”

[4] Según explica Otoniel Martinez en una conversación adyacente, el nombre de “Zona Rosa” no es en realidad un apelativo popular en “la jerga carcelaria”, sino la manera en la que él mismo ha denominado el lugar que habita. Navega utiliza el término con la aprobación de Martinez y el disgusto del Director del penal.

[5] Empresario local. Amenazó con demandar a Navega si la crónica era publicada con su nombre real. Sin embargo, se vio obligado a salir del país cuando los demás miembros accionistas de la empresa se percataron del enorme desfalco que, como contador, no pudo explicar cuando se reveló el verdadero monto que Martinez había tomado de las cuentas bancarias, y el cual había servido de excusa para justificar los desvíos. Esta noticia puede encontrarse en la edición número 523, del 23 de agosto del año 2000, en el diario “La Clave Caleña”; Reseña escrita por Oscar Magredo.

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