El guardabosques de Aokigahara* 3
Por Cicerón Navega
Recopilador: Iván Darío Aponte Velásquez
Primera parte
III
• A la prefectura de Yamanashi entramos el veintinueve de enero de 1957, según el calendario gregoriano. Para nosotros era el S48-01-29. Después de abandonar Nirasaki, viajamos durante un par de horas más hasta llegar a la entrada de un pequeño poblado cerca al monte Fuji y mucho más cerca aún del incentivo principal de toda esta improvisada empresa: el bosque de Aokigahara.
• ¿Era allí donde vivían los parientes de Azumi?
• Allí mismo… Bueno, se supone. Azumi se había mudado a Okayama hacía más de veinte años, pero durante más de quince años sostuvo correspondencia con una de sus primas. Azumi desapareció de repente, cambió su domicilio y dejó de escribirle cartas a su prima; sentía vergüenza de haber sido una panpan y, aunque logró mantener lejos la atención de su familia sobre sus actividades laborales (apadrinadas o no por el gobierno), decidió guardar distancia, cuando, en una de las cartas, su prima le manifestó profundas intenciones de viajar desde Yamanashi hasta Okayama para visitarla durante el verano. De todo esto me enteré parado frente a la puerta de una enorme casa, después de que nos dijeran, de manera no muy amable, que los antiguos dueños habían abandonado el pueblo hacía más de cinco años. “Nadie queda aquí que los extrañe o los recuerde con aprecio; estuvimos agradecidos cuando vimos cómo se alejaban con sus cosas en un camión”. Aquellas palabras, que además tenían una musicalidad de espanto y un tono de desprecio tan grande que me recordaron a mis parientes en Awa, provocaron en mí una reacción exacerbada de dolor. Tuve que hacer uso de todas mis fuerzas para no iniciar un pleito. Azumi permaneció inmóvil todo el tiempo que estuvimos frente a la entrada de la antigua casa de sus primas. Nada en el pueblo, según ella, había cambiado notoriamente, salvo por algunas casas aparentemente nuevas y la no tan reciente mudanza de sus familiares, de los cuales nadie quiso darnos información alguna.
• ¿Qué los había llevado fuera del pueblo?
• Fue inútil intentar averiguarlo. Cuando empezamos a buscar posada nos dimos cuenta de que no éramos bienvenidos. Preguntar por los familiares de Azumi había resultado contraproducente. Nadie quería tener que ver algo con nosotros, e incluso la guardia encargada del pueblo nos pidió que abandonáramos Fujikawaguchiko para evitar problemas: “Si la gente decide hacerles algo, nosotros no tendremos cómo responder por su seguridad”. Comprendiendo que más allá del deber se encuentra siempre el deseo, supe que, además de no ser suficientes para conseguir protegernos de una turba iracunda compuesta por campesinos, comerciantes y obreros, las intenciones de la policía no se alejaban mucho del sentimiento generalizado de hacernos pedazos. La noticia de nuestra llegada había sido extendida con una velocidad que nos superó en cuestión de minutos. Éramos parias arrojados al espinal, condenados a arrastrarnos fuera del pueblo por un odio que no nos pertenecía. En ese momento el corazón de Azumi se rompió, se hizo pedazos y extendió sobre su pecho una infección que empezó a comerlo todo por dentro. Lo supe porque el silencio que compartimos ya no era la concepción orgánica de un cobijo cálido, pacífico, sino que se había convertido en un suspenso abonado por la tristeza y la zozobra sobre la cual se consumieron, incluso, las manifestaciones del lenguaje más básicas, las realmente primordiales. Después de salir del pueblo, caminamos durante más de una hora hasta llegar a los límites del bosque. Si la fama de la familia de Azumi nos alcanzaba hasta ese lugar, tendríamos que devolvernos a Okayama, pues era seguro que ninguno de los dos obtendría algún empleo en las localidades aledañas. Aquellos eran los pensamientos que me cruzaban por la cabeza en ese momento. Tratando de analizar las posibilidades, me convencía a cada segundo de que lo mejor era retornar a Okayama. Pero los pensamientos de Azumi ya se habían condensado en una idea simple, definitiva, que me vinculaba secretamente, pues ella sabía que en el fondo aquel pensamiento determinante había estado siempre rondando como una solución posible. Pasamos tres días a unos metros del límite del bosque, ocultos tras una enramada que logramos improvisar con los brazos secos de algunos Hinokis. Durante los dos primeros días no nos dirigimos la palabra, ni siquiera las miradas, no de manera intencional. Yo me dediqué por completo al diario, haciendo pausas exclusivamente para comer y atender lo inevitable, ¿comprende? Mientras tanto, Azumi se consumía en medio de aquella vorágine de piedra y fuego que sus pensamientos habían levantado, cercando su corazón, arrastrando e incendiando todo recuerdo construido por la nostalgia, disolviendo cada reminiscencia en la que el espíritu había aterrizado con esperanza, con el firme propósito de vaciar por completo las expectativas del alma, de arrebatar al ser los pocos recursos que la vida extiende con indiferencia hacia nuestros rostros aterrados y poder así, presa de una convicción apresurada, dejarlo todo.
• ¿Ella le expresó en algún momento todas esas cosas?
• ¿Cómo? ¿De manera verbal? Para nada. No había necesidad de las palabras. Que sintiera tristeza era algo normal, sobre todo teniendo en cuenta la puerilidad con la que Azumi enfrentaba todos los pormenores de su vida y el fuerte contraste con una esperanza arrobadora que, una vez más, había sido rota. Irse del pueblo nunca fue una idea especialmente buena, pienso yo, pero regresar para ver el mundo que recordaba totalmente deshecho, resultó ser una idea aún peor. Los únicos miembros de su familia dispuestos a recibirle con los brazos abiertos vivían ahora el desarraigo, y sus padres, a quienes solo vio unas cuantas veces en ocasiones tan distantes entre sí, que la última vez que estuvo con ellos Azumi tenía tan solo doce años. Nunca se esmeraron en dar con su paradero; su prima jamás, en ninguna de las cartas que escribía para Azumi, hizo referencia a ellos o mencionó buenas intenciones que la incumbieran a ella y a sus despreocupados padres. Azumi nunca quiso preguntar algo al respecto, supongo que esperaba la atención naturalizada que una madre o un padre deben a sus hijos, pero sabía, además, que existen realidades más allá del deseo.
• ¿Qué pasó el tercer día?
• Al amanecer escuché un repique muy molesto que venía de afuera. Cuando me asomé, temeroso de que fuese alguno de los habitantes del pueblo, vi a un niño jugando a amontonar piedras para hacerlas picadillos con un martillo achatado, muy cerca a la enramada donde Azumi seguía profunda en el sueño. Supuse que no nos había visto aún, así que intenté despertar a Azumi para advertirle al respecto, pero me di cuenta de que lo mejor era dejar que siguiera durmiendo, mientras yo vigilaba al chiquillo. Como era de esperarse, se aburrió pronto del oficio de picapedrero y comenzó a explorar el lugar con meticulosidad forense. Al principio pareció alejarse, concentrando su búsqueda en el lado opuesto de la enramada, pero al cabo de unos minutos empezó a acercarse, sacudiendo frenéticamente una vara de pino sobre el suelo recubierto de hojas secas, caminando con la mirada gacha, puesta en las piedrecillas que la rama enviaba lejos de un latigazo. Cuando vi que el contacto era inevitable, arranqué a Azumi de su sueño y le mostré al niño, el que a unos cuantos metros se había detenido, ahora con la atención puesta sobre el montón de ramas extrañamente acomodadas que parecían formar un pequeño túnel. Caminó directamente hacia nosotros sin darnos mucho para buscar una salida que no nos expusiera irremediablemente. Así que cuando asomó su cabecita por la entrada estrecha de la trinchera, nos encontró abrazados, como un par de animalejos acorralados, listos para vivir lo peor. La primera reacción fue el instinto de un grito, luego una carrera desenfrenada por entre las protuberantes raíces de los pinos, el niño en dirección a casa, nosotros en ristre contra el bosque, y al final, un coro de voces iracundas descendiendo por entre los sembradíos, azuzando nuestros ánimos para que saliéramos a hacerles frente y lanzando amenazas que llegaban a nosotros entre los árboles como llamados de la muerte. Nos adentramos en el bosque sin la más remota idea de hacia dónde ir, queriendo, sobre todo, huir de la turba que añoraba prendernos fuego. Preferimos la posibilidad de perdernos en la profundidad del bosque —a cada metro más densa y oscura— que intentar, con pronósticos fallidos, una conciliación razonable con quien venía dispuesto a matar. Entre más nos sumergíamos en el Aokigahara, menos aire circulaba alrededor de nosotros, el follaje muerto empezaba a tapar casi por completo el suelo, haciendo que la hojarasca pudiera tragarse las pisadas con su espesura, dificultando la marcha y agotando nuestra energía muchísimo más rápido. Media hora de caminata bastó para dejarnos exhaustos en medio de un pequeño claro desde el cual bajaba, como una viga al rojo vivo, el sol de mediodía. Nos sentamos bajo la luz, agradecimos estar en verano y nos abrazamos mientras dejábamos en el hombro del otro nuestras lágrimas.
• ¿Pasaron la noche en el bosque?
• Cinco minutos atrás, antes de encontrar el claro, cruzamos cerca de una cabaña levantada en una zona despejada del bosque, que tenía, además, los despojos de una vieja torre de vigilancia. En medio del afán de huir lo más lejos posible, pasamos de largo. Supongo que ambos pensamos en la obviedad: creímos que nos buscarían ahí en cuanto nos alcanzaran, así que custodiamos el lugar hasta entrada la noche, pero nuestros perseguidores nunca llegaron. Decidimos acercarnos, esperando ingenuamente encontrar la cabaña vacía, pero justo en el momento en el que alcanzamos las macizas paredes de madera, vimos emerger por la ventana la luz cansina de una lámpara de aceite que contrarió todos nuestros planes. Nos detuvimos abruptamente, pero ya habíamos hecho ruido suficiente como para llamar la atención del dueño. Escuchamos abrirse la puerta, y una vez más, con los rostros aterrados, encorvados los cuerpos, deformándose en un abrazo, estábamos nosotros frente a un desconocido que sostenía en una de sus manos una lámpara, y en la otra un hacha en alto, lista para descender sobre nuestras cabezas. Azumi lanzó un berrido y el hombre bajó el filo de inmediato, repasando la luz de la lámpara sobre nuestros rostros una y otra vez, como si quisiera cerciorarse de no estar en presencia de espectros u otras almas en pena. De repente Azumi empezó a hablar, queriendo explicarle toda la situación, pero el hombre no dejaba de mirarme fijamente. Yo aún no podía distinguir muy bien sus rasgos, la sombra deformaba la mayor parte de ellos, pero podía ver la lumbre de la flama estrellarse contra sus ojos. Vi entonces cómo sus cejas descendieron, amontonando la piel del entrecejo en un gesto compasivo que me produjo el primer instante de tranquilidad desde nuestra llegada al pueblo.
• ¿Quién era el dueño de la cabaña?
• Un exmilitar llamado Ito Naoki. Cuando la guerra terminó, decidió asumir el puesto como guardabosques, tomando posesión de la cabaña y de la torre de vigilancia en donde había transcurrido casi todo su servicio militar. Intentó llegar a un acuerdo con el gobierno de la prefectura para recibir mensualmente algún tipo de rédito por los servicios, pero su petición fue ignorada durante tres largos y difíciles años. Realizaba trabajos pesados o desagradables para los terratenientes de la zona a cambio de comida, luego regresaba a la cabaña para estar pendiente de una extensa zona del bosque que conocía a la perfección, realizando un recorrido diario de cuatro horas, enumerando los árboles a medida que componía un preciso mapa que usaba para surfear por entre la espesura sin ningún tipo de percance. Cercaba la zona trazando un camino seguro para aquellos que terminaban, infinitas las posibilidades, perdidos entre la marea del follaje. —Con un gesto de la mano, el señor Ishikawa me pide que le acerque el tomo de su diario. Abre el libro casi a la mitad, como guiado por un instinto perfecto, y coloca sus dedos sobre una de las páginas, convidando mi presencia con la mirada. Ambas páginas están llenas de fotografías impresas todas en el mismo formato, secuenciadas de manera tal que da la impresión de estar viendo una revista diagramada con exagerada pulcritud. Más allá del desgaste y la oxidación tanto del papel de soporte como del papel fotográfico, impera un orden que parece inamovible, una enumeración de las imágenes que describen, en este caso en particular, un suceso en apariencia nimio, sin importancia, pero que en realidad está suscitando de manera icónica un relato del tiempo y del espacio importantes para el señor Ishikawa.
• ¿Es esta la cabaña del guardabosques? —La primera de las fotografías que encabeza la página muestra una construcción de madera, amplia, de ventanas alargadas y techo saliente. Nada sofisticado ni fuera de concurso. Una simple cabaña casi consumida por una sombra que brota desde atrás, proyectada por los pinos, poderosa ante el desacierto de una luz meramente nominal.
• Esa cabaña albergó más de cincuenta soldados durante la segunda guerra —contesta el señor Ishikawa—. Naoki, el guardabosques, llevaba más de quince años viviendo en aquella cabaña y casi diez de ellos había permanecido solo, sin compañía humana frecuente, hasta que nosotros llegamos. Era un tipo solitario, por supuesto, pero además de lo obvio, resultó ser una de las personas más bondadosas y nobles que he conocido. Hablaba poco, incluso menos que Azumi y yo. Decía que las palabras debían siempre buscar la forma de dar alivio, de sanar, de lo contrario eran palabras vacías, o malditas, y que ello derivaría irremediablemente en las deformidades del cuerpo y de la mente, en las enfermedades que carcomen o multiplican sin control las células.
• ¿Cuánto tiempo pasaron con el guardabosques?
• Bueno… Estuvimos los tres juntos durante unos diez meses, más o menos. Ayudábamos en las rondas nocturnas, nos encargamos de la leña, de preparar las comidas y de mantener limpia la cabaña. Naoki viajaba casi todos los días hasta el pueblo para los trabajos adicionales, por eso permanecíamos solos la mayoría del tiempo, encerrados en la cabaña esperando su regreso. Empecé a tomar esta secuencia de fotografías tres meses antes de separarnos definitivamente. A Naoki nunca le habían fotografiado antes, así que al principio se mostró temeroso, parecía un niño asustadizo. Después se fue dejando apresar por una curiosidad indecible que lo llevó, incluso en contra de su propio instinto, a pedirme fotografías constantemente. En la mayoría de las fotografías aparece un hombre de aspecto fornido, rostro ancho y quijada recta, en cuya expresión parece asomarse, inicialmente, el temor y la fascinación de un animal que se acerca desconfiada al lente de un naturalista. A medida que avanzamos a través de las páginas, el hombre empieza a mostrarse mucho más relajado, la expresión de su rostro se modifica y ahora acude al lente con cierta alegría que se va haciendo cotidiana en las imágenes subsecuentes. Una mujer, seguramente Azumi, aparece siempre en el fondo de las escenas, imbuida en el paisaje, a veces impresa sobre los maderos de la cabaña, otras erguida desde la puerta u observando tras las ventanas. Los pinos siempre difusos, bajo una suerte de luz capricorniana que nunca se transforma, me resultan más parecidos a enormes plantas que a falsos abetos. Este soy yo —continúa el señor Ishikawa—. Tomaba las fotos siempre desde el mismo ángulo y a la misma hora, porque era la única manera en la que podía captar la luz con mayor facilidad. Azumi, cada día más retraída, prefería no participar directamente. La mayoría de las fotos en las que aparece fueron tomadas de manera fortuita, casi en contra de su voluntad. Era algo desgraciado. De todas maneras, ninguno de los dos llegó a ver el resultado final, ni Azumi, ni Naoki. Esas fotos fueron reveladas varios años después, al poco tiempo de mi llegada a Colombia. Una voz dulce, acompasada, se desliza por encima de mis hombros, con una fuerza bien intencionada que sustrae mi atención de la historia del señor Ishikawa. Tras unos segundos, quizá entendiendo que la sorpresa me evita reaccionar apropiadamente, escucho sus pasos firmes acercándose hasta la sala. Una mujer, aparentemente joven, de cabellos color obsidiana, brillantes y firmes como el acero, me saluda con palabras cortas, enajenadas y sin desplegar demasiadas formalidades. Aborda de inmediato al señor Ishikawa con una serie de palabras afectuosas y gestos suaves de las manos que el anciano recibe entrecerrando los ojos, como quien bebe hondo y con ternura aquello que lo revitaliza. El señor Ishikawa nos presenta. Es su hija, Maiko. Antropóloga y docente. Parece incómoda con las composturas, así que decido explicarle las razones de mi presencia. Cuando termino de hablar, mira al señor Ishikawa, quizá desaprobando un poco lo que está ocurriendo. Da un beso en la frente a su padre y se pierde entre los recodos de la casa.
• ¿Es prudente que sigamos la entrevista? Quizá su hija…
• Maiko siempre ha sido algo desconfiada. ¿Quién no juzgaría sospechoso que un hombre tan entrado en años como lo estoy yo pueda retener a alguien con un discurso o con algunas historias? Hace bien en sospechar. Resultaría muy extraño para mí si no lo hace. Llegaría a pensar que ha dejado de interesarse por mi bienestar.
• Entiendo. Sin embargo, creo que sería mejor que regrese en unos días. Es probable que su hija quiera pasar tiempo con usted —el señor Ishikawa y yo nos despedimos después de ayudarle a levantarse de su asiento, como habíamos acordado. Ahora, voy de regreso a casa para empezar con la redacción. No me atreví a pedirle el segundo tomo de su diario por razones más que obvias. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía obtener de él (que no es poco, ni mucho menos) que no fuese lo que muestran las fotografías? De nada me sirve el diario si el señor Ishikawa no contextualiza las imágenes, pues su palabra es el soporte de toda esta ficción ambivalente, tras la cual se esconde una realidad que, cediendo a los achaques caprichosos de la edad o cumpliendo con algún silencio que de romperse pondría en riesgo la vida, no ha podido ser contada.
*Nota editorial: les presentamos la tercera entrega del Guardabosques de Aokigahara, una más de las crónicas y entrevistas falseadas de Cicerón Navega. Recomendamos acompañar su lectura con los textos anteriores del recopilador Iván Darío Aponte Velásquez.
La imagen fue seleccionada por les editores del blog. Fuente: foto de Liger Pham en Pexels.