El guardabosques de Aokigahara – 2

 

El guardabosques de Aokigahara* 2

 

Por Cicerón Navega

Recopilador: Iván Darío Aponte Velásquez

 

Primera parte

II

• Robar… Vacié la caja registradora al terminar la jornada. Si permanecía o no en mi puesto era algo que ya no dependía del señor Nishimura sino del administrador a cargo. Por ser el empleado más viejo de la tienda debía realizar el balance, separar el dinero producido durante el día y embalarlo para el señor Nishimura. Como era una operación habitual, el administrador salía veinte minutos antes de la hora de cierre. En ese momento aproveché para huir con el dinero. Las ventas se habían incrementado para la temporada, así que el dinero que llevaba era más que suficiente para pasar un par de meses en Okayama de manera holgada. Supuse que, como usted dice, el señor Nishimura supo que tenía una deuda conmigo, porque nunca reportó el dinero robado a la policía. Anduve en busca de Yoshida Hideki durante seis días, visitando cada casa editorial de la cual tuviese alguna información. Visité más de veinte lugares vinculados con la publicación de libros o revistas, en cada uno de ellos pregunté por el señor Yoshida, pero en ninguno pudieron, o no quisieron, decirme mayor cosa. Al séptimo día llegué a una pequeña librería para estudiantes atendida por una mujer de ojos apesadumbrados, ¿me entiende?, gente sobre la cual se reconoce una vida ardua, harto dolorosa.

• ¿Reconocía en ella su propio dolor?

• Reconocía el dolor, no sé si el mío propio, pero el dolor. Es casi igual que reconocer en otro la lengua materna. Por eso el dolor y la tristeza son sentimientos primordiales (necesarios de manera poco célebre) que emergen bajo el efecto de la desgracia, pero que nos conectan como un ente capaz de comunicarse en todos los idiomas posibles. El dolor y la tristeza son lenguas que no precisan palabras, son idiomas universales. ¿No cree eso también, señor Navega? -con un movimiento inquieto de sus ojos me hace saber que es hora de servir las bebidas. Todo en él se manifiesta de la manera más cordial y tranquila posible, al punto de una ternura tan conmovedora que me resulta inevitable no realizar las tareas que me pide con un gusto apresurado.

• Creo, como usted dice, son lenguas sin fronteras, es decir, lenguajes. Pero no estoy muy seguro de que haya en ellos una necesidad. Pienso, creo yo, que son inevitables -contesto mientras alcanzo las bebidas calientes. El señor Ishikawa me enseña de nuevo la línea apacible y centenaria de su sonrisa.

• Es agradable no estar de acuerdo totalmente.

• En eso último estamos totalmente de acuerdo, señor Ishikawa. ¿Qué ocurrió en la librería?

• En ese momento llegó a mí por segunda vez aquel pensamiento escatológico que pretendió alguna vez encenderse años atrás, pero el cual conseguí evadir de manera satisfactoria, hasta ese momento; “Debo acabar con todo esto”, murmuré entre dientes, me parece, mientras descendía por una calle que discurre a lo largo de la zona noreste del hospital de la cruz roja, justo antes de dar con la librería. Recuerdo que cuando me acerqué a la vidriera, la mujer me miró directamente a los ojos, de manera retadora, sin esa sumisión habitual que esperábamos de nuestras mujeres, pero a una distancia prudente de la hostilidad o la incordia. Era una mujer habituada a mirar a los ojos de los hombres, a escrutar en ellos tras las puertas abiertas del deseo, lo que solo se ve a través de la animalidad. No fue difícil deducir que se trataba de una vieja Panpan procurando ganarse la vida de manera menos humillante. La ocupación norteamericana dejó una herida profunda en la moral de nuestras mujeres más pobres. Ellas fueron el sacrificio que se hizo a los soldados estadounidenses para “ayudarles” a sobrellevar esa penumbra implacable que gesta la muerte en el corazón de los hombres castrenses. Ellas fungieron como un odre de oscuridades, cuidando de sus hermanas más afortunadas. Ya sabe usted cómo funciona la lógica del menor de los males, del bien común -hace una pausa para beber de su taza y continúa- cuando entré a la librería, la mujer acomodaba un estante de libros nuevos. Al terminar de organizar los ejemplares sobre el exhibidor, se acercó para preguntar si necesitaba ayuda. <<¿Es posible que usted conozca al señor Yoshida Hideki?>>, le pregunté, ella se giró y tomó uno de los ejemplares nuevos del exhibidor que había estado organizando, luego lo estiró ante mí. Reconocí en la portada una de las ilustraciones de mi diario. El corazón me dio un vuelco, lo sentí trepar por el pecho hasta chocar con la garganta. Tenía un título risible que prefiero no mencionar y se encontraba firmado por el señor “Yoshida Hideki”. Abrí el libro, me temblaban las manos. La mujer me preguntaba si estaba bien, pero yo no estaba capacitado para contestar nada en ese momento. “Dedicado a Nishimura Makoto”.

• Lo supo todo el tiempo…

• No estoy seguro de cómo urdieron todo el plan, pero mi diario había sido publicado, sin mi autorización y a nombre de alguien más. La mujer de la librería pensó que estaba emocionado, porque hacía mucho énfasis en lo popular del libro, en la acogida sin precedentes de su innovadora literatura, pero, sobre todo, en el carisma y genialidad innegables del autor. Me sentí devastado. La voz de la vendedora, insistente, necia, era lo único que impedía el colapso.

• Ahora iba a ser más fácil rastrear al señor Yoshida, ciertamente.

• El problema es que en ese momento no lo sabía, pero ya había aceptado la derrota de manera definitiva. No insistiría más, no buscaría más, no albergaría más esperanzas ni libraría ninguna batalla por recuperar lo que me pertenecía, porque sabía que el victimario no era el acto ingenuo, presuntamente inocente, de confiar sin garantías, sino la falta del carácter necesario para negarle al otro el poder sobre mí. Aquella tarde permití que el señor Yoshida se llevara mi diario sin chistar, sin oponerme rotundamente al respecto, como debió ser -en las expresiones del señor Ishikawa está la amargura inevitable del recuerdo vívido o reminiscente de la tragedia, sin embargo, no existe en dichos gestos ningún rastro de rencor deviniente de la concupiscencia frustrada, de la traición inmerecida hacia una labor íntima que fue ultrajada, y de cierta manera, esclavizada.

• ¿Decidió no compartir la culpa con nadie? Era claro que había sido víctima de un robo.

• Y yo a su vez había robado a una persona cuyo nombre, sin importar qué, tendría toda la credibilidad. Era una batalla que no merecía la pena. “Ver llorar a un hombre adulto me deprime y me enternece al mismo tiempo”, fue lo que me dijo la mujer de la librería cuando vio que las lágrimas no paraban de despeñarse por mis mejillas. Secó con sus manos mi mentón, me ayudó a llegar hasta una cómoda que había al fondo del lugar y me brindó un vaso con agua. Creo que en ese momento entendió que mi reacción no era la de alguien que se encontraba emocionado, sino profundamente consternado. También me dijo que no me sintiera avergonzado, ella misma había consolado y visto llorar como niños desamparados a docenas de hombres durante la ocupación de la SCAP, hombres de guerra, recios, que llegaban a sus brazos como frágiles perros apaleados buscando un rincón seguro. Su voz continuaba siendo un polo a tierra, pues yo no conseguía salir del asombro, luchando contra el impulso irracionalmente justificado de prenderle fuego a cada uno de los ejemplares de mi diario usurpado.

• ¿Le explicó a la mujer de la librería lo que ocurría realmente?

• Tardé una media hora en calmar mis nervios, nadie había entrado durante ese tiempo, ni por error, a la librería, así que la mujer no se despegó de mi lado ni por un instante. Me acurruqué unos minutos sobre su regazo, ella lo permitió y dulcemente contempló mi cabello, acarició mi rostro con unos dedos largos, pálidos y bien torneados, hasta dejarme en un sueño profundo que terminó abruptamente con una pesadilla terrible. Desperté en un brinco y durante unos instantes no pude reconocer el lugar en el cual me encontraba. El rostro consternado de la mujer que me observaba desde la cómoda me devolvió el contexto -reímos al mismo tiempo, él recordando y yo imaginando aquellas reacciones abruptas que producen en el cuerpo las pesadillas.

• ¿Recuerda lo que estaba soñando?

• Que huía. Corría por un bosque huyendo de algo, de alguien. El resto fue despertar sintiéndome perseguido, desorientado. Pasamos media hora más en silencio, uno al lado del otro, sentados en la cómoda de la librería, tan cerca, como si quisiéramos darnos calor. Empecé a hablar de repente, explicando con soltura toda la situación, ella no dejaba de mirarme, no sin cierta incredulidad, aunque ¿como podría ser de otra manera? Al final, ella decidió que yo decía la verdad. Le dije que tomara uno de los ejemplares, empecé entonces a describir su contenido minuciosamente. El libro tenía una sección final con la colección de mis fotografías, sustraídas completamente de su contexto, del espacio que les correspondía en el tomo, huérfanas de las palabras que debían acompañarlas y puestas como un mero compendio de tarjetas postales, listas para ser arrancadas, firmadas y enviadas como un souvenir. Era como si hubieran desarmado mi casa y amontonado uno a uno sus ladrillos en el planchón de un lote baldío. No había intimidad, ni diálogo, faltaban los espacios comunes, los rincones solitarios, las luces cálidas de los pasillos, las ventanas cerradas al viento frío, el bullicio de los vapores en la cocina, las puertas abiertas y al fondo, la intemperie de los jardines. Lo que había entre esas páginas ya no me pertenecía, era ajeno a mí, vulgar, me desconocía y despreciaba como un hijo desnaturalizado, como reaccionaría un hijo que ha sido abandonado a su suerte en manos de un desconocido. Hicieron con él lo que les vino en gana, sin miramientos, con un desprecio solapado que dieron bien por esconder bajo la apariencia de un volumen lavado y esterilizado hasta la inocuidad.

• ¿Qué hizo después?

Azumi, ese era el nombre de la mujer en la librería. Desde aquel día empezamos a pasar mucho tiempo juntos, me había instalado cómodamente en su apartamento y la esperaba cada tarde para cenar al final de la jornada. Se instauró una rutina de manera natural, con una cantidad mínima de palabras, un silencio cómodo, aunque para nada aburrido. Nos comunicábamos, en la mayoría de los casos, con una diversidad de gestos que ya se habían incorporado a nuestro lenguaje principal. El dinero que había robado al señor Nishimura duró mucho más de lo que pensé, porque compartí los gastos con Azumi. Vivir solo era demasiado costoso, así que la situación resultaba muy favorable para mí, sin contar con el hecho de que disfrutaba la compañía de Azumi, la manera gentil de su trato, el aura tranquilizadora de su presencia. Por eso va a encontrar muchas veces su nombre entre las páginas del tomo que tiene en el regazo.

• ¿Estuvieron enamorados?

• Sí, pero no de la manera en la que usted puede imaginar, o al menos de la manera en la que lo está imaginando ahora mismo. Nos amábamos, pero no había en nuestro afecto un gramo de deseo. Ella no me deseaba, yo no la deseaba, sin embargo, nos dimos placer innumerables veces durante el semestre que pasamos juntos en su apartamento. Espero que pueda entender las ligeras diferencias.

• ¿Entre el deseo y el erotismo? -de nuevo una risa compartida. Recibo la taza de té del señor Ishikawa y la regreso a la mesita de centro.

• Al final del sexto mes el dinero empezó a escasear, pronto tendría que buscar un trabajo, aunque la idea me resultaba tan molesta, que sentía vergüenza de mí mismo, me compadecí de mi destino, como si fuese una víctima de las circunstancias, un pobre diablo con un sino miserable incapaz de merecer cualquier cosa. Supe que aquel sentimiento que durante años había estado ignorando, queriendo evadir el encuentro conmigo mismo, con el yo que me perseguía para darme muerte, para arrastrarme con él, ahora era inevitable, me había alcanzado justo en el momento cuando me encontraba más débil e infantil. Una vez a la semana, Azumi llevaba a casa una copia de un periódico local que compraba pensando en mí, pues sin dinero para comprar libros, lo único que podía leer era aquel diario. Aquella semana, cuando le manifesté que me urgía conseguir trabajo, pues el dinero que tenía ya no era suficiente, me enseñó una copia del periódico en donde se mencionaba al Bosque de Aokigahara en una columna breve. El texto, básicamente, anunciaba una nueva oferta laboral que la administración en la prefectura de Yamanashi estaba ofreciendo, según palabras del escritor “Bien remunerada y con enormes beneficios”. El cargo era como guardabosques y no requería ningún tipo de experiencia. “Tendría que irme de Okayama”, le dije a Azumi. Pensé en ese momento que empezarían los ritos de una despedida repentina, hasta que la vi llenar una maleta pequeña con mi ropa y una un poco más grande con la suya; “viviremos cerca al lago Saiko. Tengo primas en Fujikawaguchiko. Llevaremos el dinero de mis ahorros y rentaremos con mis familiares mientras encontramos un mejor lugar. Tienen una casa grande y llena de habitaciones” me dijo completamente decidida, convenciéndome de que purgarme de su compañía hubiese sido una pésima decisión. Las cosas parecían echadas a andar con una certeza tremenda, como consentidas por un minucioso plan, una vez más, ajeno a mis verdaderas intenciones, repentino, sin tregua ni tiempo para consentir la posibilidad. Si no lograba conseguir el trabajo como guardabosques, seguro encontraría algo que hacer con sus familiares o en el pueblo, fue lo siguiente que pensé al verme enfilado hacia la puerta del apartamento con dos maletas de mano, el tomo de un segundo diario, aún famélico y poco agraciado pero, sobre todo, en compañía de una mujer cada vez más extraña e impredecible. Sin embargo, ¿en quién más podía confiar sino en Azumi?

• ¿Qué tan lejos está Fujikawaguchiko de Okayama? -pregunto repasando mi libreta, parafraseando atropelladamente los vocablos y arriesgándome, sin deseo alguno, a sonar condescendiente, algo grosero. Sin embargo, veo que la sonrisa del señor Ishikawa aprueba mi gesto.

• Bueno, ocurrió que, al llegar al despacho de flotas, nos enteramos de que aún faltaban dieciocho horas para la llegada del autobús que viajaba desde la prefectura de Okayama hasta la prefectura de Yamanashi, así que, de entrada, el viaje había arrancado con casi un día de espera. La mayor parte de esas horas estuvieron zurcidas por el hilo fino de nuestro silencio, pero hubo un momento en donde Azumi, llena de las reminiscencias de su infancia, supo contarme todo cuanto recordaba de Fujikawaguchiko; mencionó los lagos que rodean el Fuji como enormes espejos en los que “se asoma un gigante de nevada cabellera”, las expediciones por el camino que lleva al pueblito de Iyashi no Sato, y las correrías cuesta abajo siendo perseguidas por el granjero al cual se habían acostumbrado a robar, durante las cosechas, gigantescas y amarillentas calabazas… -el señor Ishikawa se detiene en sus palabras y agita su cabeza como si estuviera reprochando algo a sí mismo.

• Todo esto se lo cuento así, porque es la forma en la que tengo estructurada toda esta historia, es el camino que me conduce por el siglo de esta memoria, como ve, sinuosa e insufrible en la que ahora usted también ha caído, víctima de un secuestro verbal. Soy un hombre atado a un largo recuerdo, educado por la presencia permanente de la muerte, por el apadrinamiento cruel de la violencia abanderada, desatendido por el afecto y el amor de mis iguales. Casi todo lo que le he contado el día de hoy, está descrito en ese diario. Hace poco tiempo comprendí que la razón principal para dedicar tanto tiempo a su composición era poder encontrar, al repasar sus páginas, un alivio que rebasara esa oscuridad que desbordaba en su escritura. Ahora que he sustraído de las palabras cuánta luz me fue posible, que he memorizado cada uno de sus vocablos y aprendido el orden de las imágenes, me doy por enterado que nada de lo que ocurrió fue intención de una ventura divina. La vida no obedece a un plan más complejo que el de la supervivencia, nada por fuera de este planeta es capaz o está interesado en conspirar en contra de nuestras insignificancias, ¿para qué? ¿Quién, o qué, en su divinidad, en el ser absoluto de sí mismo, estaría interesado en ello? Los dioses existen, señor Navega, pero están escondidos de los hombres, ya no desean estar entre nosotros.

• ¿Usted recurre a la oración, señor Ishikawa?

• Yo hago uso de lo necesario. Ya no creo en los dioses, pero creo en la oración. Orar es necesario como práctica reflexiva. Orar es arrojar a las huestes del viento las súplicas, con la esperanza de que lleguen a los oídos adecuados, que en muchas ocasiones suelen ser los propios.

• Yo dejé de orar hace muchos años cuando entendí que nunca recibiría respuesta. Quizá no porque los dioses no quisieran contestar mis súplicas, sino porque nuestros idiomas ya no eran los mismos. Mi compromiso ahora es con las lenguas de los hombres -el señor Ishikawa me pide que lo ayude a ponerse de píe. Mientras se dirige con paso anquilosado hacia la cocina, repaso algunas de las páginas de la bitácora. Por supuesto que el material literario se encuentra por fuera de mi entendimiento, sin embargo las fotografías, que van desde retratos hasta escenas poco usuales como la cotidianidad en un aparente “circo de fenómenos”, son un material, si bien no excelente, bastante entretenido, turbio y por supuesto, enigmático, que carece de consistencia en su formato, pero que posee una línea temática bastante peculiar, muy alejada del paisaje, concentrada primordialmente en el retrato de las actividades lúdicas de un grupo de obreros, al parecer, (y lo pienso por sus atuendos más no porque haya indicios reales de ello), dedicados a las actividades agrícolas. ¿Cuántos tipos de cámara pudo usar a lo largo de todos estos años? Hasta el momento no ha mencionado nada que pueda indicar que se trataba de una práctica en verdad recurrente. Me detengo con un poco más de cuidado sobre los anaqueles, armarios y encimeras que abarrotan la sala, pero en ninguno de ellos consigo encontrar, ni por error, algún tipo de artefacto que pueda sugerir una actividad en verdad consciente sobre la fotografía. La mayoría de estos muebles están completamente vacíos, funcionando como meros cubiles de polvo y cucarachas. El resto, aquellos que dejan ver alguna cosa tras sus opacos y grasientos cristales, guardan en sus entrañas unas figurillas de porcelana a los cuales logró dar forma con algo de dificultad.

• Puede alcanzar algunas piezas de mi colección, si quiere verlas más de cerca -dice el señor Ishikawa al encontrarme con los ojos descolocados, pajareando ágil y descaradamente entre sus cosas-. La mayoría de esas piezas han sido regalos de viejos amigos, las otras las adquirí de mano de mis primeros jefes en Colombia, que las pedían para mí como regalos de fin año. Trabajaba en una bananera y se habían “encariñado” mucho conmigo, así que cada diciembre, durante más de doce años, esas figurillas representaron el único incentivo extra que podía contar como parte de mi salario.

Una capa sebosa, a la cual se le ha adherido una suerte de mugre oscura, recubre las piezas, esconde los colores opacando el brillo característico del material, haciéndolas insoportables al tacto con una viscosidad repelente. Siento que en cualquier momento podrían precipitarse desde mis manos hacia el cemento de las baldosas. A medida que voy descolgando las figuras, las voy organizando una a una sobre la mesa de centro. Moldeados los detalles de manera escrupulosa, portadoras de una fisionomía demoníaca, monstruosa y fantástica, los personajes representados en ellas son llamados de diversas maneras, según explica el señor Ishikawa.

• ¿Ve cómo los frutos del árbol se asemejan a cabezas sonrientes? bueno, aquel es un Jinmenju, víctima del hambre desaforada de nuestra glotona especie. Ese otro parecido a un lobo, aunque a mí siempre me resultó más un perro, es un Okami; bien puede encontrar en él un protector en el camino hacia el peligro o un justiciero implacable si ha edificado usted sus obras sobre malas acciones. El otro, el cuervo que parece tener una máscara con una nariz bastante desafortunada es el incomprendido Tengu. Las tengo, principalmente, porque me recuerdan las infinitas naturalezas que subyacen en el corazón de los hombres. La luz y la sombra no son fuerzas en oposición, como uno siempre cree, ni tampoco pueden explicarse mediante un vulgar parangón con el color, sus contrastes o matices. Todo lo contrario, es una relación simbiótica de la cual desciende otro elemento completamente nuevo y fundamental, inseparable; la dualidad.

• ¿A qué se refiere con elementos?

• Un elemento es todo aquello que tenga una afectación directa o indirecta sobre el entorno, sobre la vida, sobre la existencia misma. El carácter dual de nuestras acciones determina la realidad, pese a su pluralidad, de manera casi cabal, muchas veces autoritaria. Tal es la capacidad que tiene un elemento para moldear y definir las incontables realidades en las que se segmenta el mundo -no deja de aterrarme la capacidad que conserva el señor Ishikawa para moverse sin ayuda por toda la casa, como si fuese una gigantesca tortuga que avanza en dos patas a una velocidad espasmódica. Se dirige de nuevo a la cocina, esta vez con la tetera entre las manos. Aprovecho para reacomodar las figurillas en los estantes y regreso a mi asiento.

• ¿Le gustaría que yo…? -pregunto vacilante al verlo regresar de la cocina con la tetera repleta de agua hirviente en una mano y un frasco, al parecer de miel, en la otra.

• Tenga un poco de paciencia. Ya casi llego -el señor Ishikawa deja las cosas sobre la mesa de centro y se acomoda en el sillón, hundiéndose en un largo suspiro. Mientras comienzo la preparación de las bebidas, el señor Ishikawa continúa-. Hacía un poco más de seis meses que Azumi y yo nos habíamos conocido. Compartimos intimidades, nos mostramos tal cual exigiera el espíritu uno frente al otro, pero jamás la había visto tan emocionada por algo. Se había roto un sello que ocultaba el resplandor de un alma radiante. Ansiaba con todo su corazón llegar a Fujikawaguchiko, así que durante todo el viaje no paró de hablar, comentando cada detalle del paisaje, moviéndose compulsivamente sobre su asiento, reaccionando con leves brincos a cada peculiaridad del camino que llamara su atención. Era una niña tocada por el mundo, enternecida por las razones de la vida, que son meramente estéticas, arrobada por las cosas correctas. Se agitó de emoción hasta quedarse dormida, e incluso en la profundidad del sueño, una sonrisa quedó pausada sobre su rostro. Agradecí la quietud e intenté dormir; empecé entonces a devanarme los sesos pensando en lo que haríamos al llegar, consintiendo las posibilidades que tenía de conseguir el trabajo como guardabosques o cualquier otro empleo bien pago, ¿en qué trabajaría Azumi? No podía confiar en sus parientes, no solo porque no los conocía aún, sino porque llegaríamos de sorpresa, dando una muestra gratuita de la falta de prudencia necesaria para generar confianza en personas inocentes y ajenas a nuestras causas infantiles. Fui dejándome vencer poco a poco por el cansancio, arrastrando al sueño una cantidad de reflexiones desesperadas que me provocaron unas pesadillas terribles; “estamos entrando a Yamanashi”, fue lo primero que escuché decir a Azumi al despertar. Sudaba como un caballo en carrera, tenía las manos heladas y me costaba enormemente centrar mis pensamientos a medida que el bullicio me penetraba los oídos sin tregua alguna. Bordeamos el lago Suwa, atravesamos las ciudades de Chino y Fujimi, hasta llegar a una ciudad recientemente construida llamada Nirasaki. Estuvimos en aquel lugar una veintena de horas. La mitad de ellas las dedicamos a contemplar el monte Kitadake; vimos descender la niebla como un alud de vapores sobre las faldas de la cordillera en la mañana, y al final de la tarde, deslizándose sobre el filo de sus cumbres que corta la luz moribunda del sol como una guillotina de piedras, vimos abrirse un cielo oscuro y despejado que dejaba pasar el fulgor de las estrellas como ardientes gotas de rocío. Bajo aquellas dichas está erigida la ciudad. De nuevo, arropados por ese silencio agradable, por aquella pasividad sobre la cual no atravesaban las palabras, si acaso los suspiros, y de la cual sería absurdo prescindir, pues era un bálsamo que nos regalábamos con un amor incierto, aunque de una fe extraordinaria, pasamos la noche. ¿Qué otra cosa podía decir el hecho de enfrentarme a la desazón de lo desconocido, básicamente, por uno de sus impulsos? Al principio imaginé que se trataba, nuevamente, de aquella incapacidad de negarme al vejamen que me condenaba a ser pisoteado una y otra vez, sin embargo, había en ello un carácter más de corazonada que de capricho. Lo más importante era que pese a todas aquellas inquietudes, ya me encontraba sumergido por completo en la lejanía, y ahora solo restaban las posibilidades inútiles, pues la ruta de las incertidumbres se había hecho mucho más angosta. Solo nos quedaba continuar.

• ¿Recuerda la fecha del día en que llegaron a Yamanashi?

 


*Nota editorial: les presentamos la segunda entrega del Guardabosques, una más de las Crónicas y entrevistas falseadas de Cicerón Navega. Recomendamos acompañar su lectura con los textos anteriores del recopilador Iván Darío Aponte Velásquez.

La imagen fue seleccionada por les editores del blog. Fuente: foto de TEAcreativelife│Soo Chung en Unsplash.

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