El guardabosques de Aokigahara – 1

 

El guardabosques de Aokigahara* 1

 

Por Cicerón Navega

Recopilador: Iván Darío Aponte Velásquez

 

Dimos, en primer lugar, una definición del género: lo fantástico se basa esencialmente en una vacilación del lector —de un lector que se identifica con el personaje principal— referida a la naturaleza de un acontecimiento extraño. Esta vacilación puede resolverse ya sea admitiendo que el acontecimiento pertenece a la realidad, ya sea decidiendo que éste es producto de la imaginación o el resultado de una ilusión; en otras palabras, se puede decidir que el acontecimiento es o no es.

-Tzvetan Todorov-

 

Primera parte

I

La peculiar parsimonia en los movimientos de Ishikawa Koni es casi hipnótica. Toma la tetera entre la endeble cadena de huesos que usa como dedos, mientras sirve, con una firmeza inesperada en el pulso de un hombre de su edad, el agua hirviendo sobre unas oscuras y aromosas flores de hibiscus que yo solo he tenido la oportunidad de ver en una ocasión. Ante mis ojos el agua va adquiriendo un tono rojizo que se intensifica con el tiempo hasta tornarse del color del vino tinto. El vapor que escapa de las tazas arrastra notas ácidas de diversos frutos rojos que no logro reconocer debido a mi precaria capacidad organoléptica. Ishikawa Koni arroja en cada taza el trozo de una hermosa viruta de canela y cubre con unos diminutos platos las bebidas.

• Vamos a dejar que se infusionen- su español es claro, sospechosamente correcto, casi nativo, pese al sonido quebradizo de su voz, aunque sus rasgos, documentos e intenciones avalen la identidad proclamada. Deja a un lado la tetera y se acomoda con dificultad sobre un sillón de lectura que está frente a la cómoda en la cual yo espero con disimulada impaciencia a que la bebida de hibiscus esté lista.

• ¿Usted sabe lo que quiere decir “Ishikawa”? -pregunta.

• No, no. La verdad no tengo idea -contesto. Procura inclinarse un poco sobre el sillón, sin embargo, desiste de la idea después de un par de intentos fallidos.

• A mi edad las cosas más simples se vuelven demasiado complicadas. Una vez estuve aquí sentado durante veintidós horas. No había nadie para ayudarme a levantar mis huesos de este lugar. Por ese entonces el teléfono estaba ubicado allí, cerca a la poltrona que tiene usted al lado – dice el señor Ishikawa señalando un antiguo mueble que atraviesa la sala en perpendicular a nuestros puestos.- Como no podía alcanzarlo, tuve que esperar a que viniera una de las enfermeras para que me ayudara a salir de aquí. Desde entonces mi hija, Maiko, mandó a cambiar la ubicación del aparato, ¿lo ve? está justo al lado, puedo alcanzarlo con tan solo estirar mi brazo. Aunque la verdad, el día de hoy me he sentado aquí porque cuento con que usted me brindará una mano para levantarme cuando terminemos de conversar, señor Navega.

• Por supuesto que sí. Usted iba a… -intento presionar un poco, temeroso de que olvide las palabras que tiene para mí.

• Sí, sí. Estoy muy viejo, pero mi memoria permanece casi intacta. Digo casi porque también existen esas cosas que por voluntad o no, desaparecen del recuerdo por más prodigiosa que sea la memoria. Hay dolores difíciles de rastrear en una vida tan larga como la mía. Le iba a decir el significado de mi apellido, Ishikawa. Si lo traducimos al español, sería algo así como “Río Pedregoso” ¿comprende? Durante mi juventud sentí que mi apellido no correspondía con mi carácter apacible, huidizo, por no decir cobarde. Soy del tipo de personas que prefieren evitar el conflicto, incluso si es necesario el enfrentamiento, lo que me trajo grandes dolores en la juventud. Mi servicio militar fue muy desdichado al principio por esta peculiaridad de mi temple. Existe un refrán que escuché hace muchos años al llegar aquí, a Colombia; “De las aguas mansas, líbrame señor”, y yo descubrí que era pura agua mansa con un pedregal bajo la corriente, mucho después de que hubiese arrastrado bajo ella a un montón de gente.

• Es un refrán bastante concluyente, ¿no cree?

• En cierta forma. Yo ya no puedo permitirme ser de esa manera. Solo me quedan fuerzas para las palabras. A los noventa y seis años hay una redundancia de la vida, una insistencia antinatural que se resiente con el cuerpo. El río cambia, quedan las piedras asomadas por entre un hilo de agua incapaz de arrastrar la más liviana de las hojas -el señor Ishikawa guarda silencio y señala las tazas con la bebida caliente- ¿Sería tan amable de alcanzar una de las tazas para mí? Lo haría yo mismo, pero igual tendría usted que ayudarme a ponerme de pie. Déjeme decirle que, pese a la notoriedad de mis huesos y su predominancia sobre la carne, aún soy más pesado que aquella delicada taza de porcelana -una hermosa sonrisa cargada de solemnidad remata la petición. Me incorporo rápidamente y extiendo una de las tazas con hibiscus al señor Ishikawa. De nuevo la firmeza en su pulso me sorprende. Agarra la taza mientras me insta a tomar la otra para mí.

• ¿Recuerda algo de los años de la gran guerra?

• Mi padre murió durante su servicio en la marina. Nací el veinticinco de agosto de mil novecientos catorce. Aquel día declaramos la guerra a los austrohúngaros. Lo único que puedo recordar con certeza de aquella época en adelante es a mi madre, que no paró de llorar hasta que murió, quizá de tristeza, en 1928.

• ¿Supo qué hacía su padre antes de enlistarse?

• Era agricultor y luego se convirtió en fundidor cuando la empresa naval entró en auge y casi toda la industria del país se enfocó en proveer cuanta materia prima fuese necesaria para mantener a las flotas. Había ganado suficiente prestigio con su señor, así que se dio el lujo de sostener la granja contratando personal mientras mi madre se dedicaba a cuidar su embarazo, protegida por el terrateniente al que pertenecían los arados. Fue llamado a las armas seis días antes de mi nacimiento. Cuando desapareció, mi madre no pudo sostener los cultivos y tuvimos que entregar todas las tierras, que no eran muchas, al terrateniente que nos despachó sin misericordia por fuera de ellas. Las convirtió en una granja para gusanos de seda. Los años siguientes nos dedicamos a trabajar en los cultivos ajenos que necesitaban mano de obra y que, además, pudieran pagar con comida y hospedaje. Cuando mi madre falleció estábamos en el campo. Cayó de repente entre los surcos que separaban unas de otras las plantas de algodón. Tuve que dejar su cuerpo abandonado en una zanja a orillas del sembradío en donde llevábamos trabajando una temporada porque no tenía como mover el cuerpo, ni mucho menos como asumir los gastos funerarios. Dos niños que trabajaban con nosotros me ayudaron a arrastrar el cuerpo.

• ¿Siguió trabajando en la granja?

• No fue posible. Básicamente mi madre trabajaba por los dos. Era la razón por la cual le permitían quedarse conmigo en las granjas. Pasé a vivir con unos parientes en la provincia de Awa, la que hoy llaman Tokushima, en la región de Shikoku. Nunca estuvieron muy felices de tenerme con ellos, así que lo demostraban humillándome o negándome los afectos más básicos que una persona necesita para no enfermar del corazón, ni de la cabeza, usted comprende. Salté del infierno de una crianza cruel al infierno del régimen militar, cuando en el 40 decidimos que sería una idea estupenda involucrarnos de nuevo en los asuntos bélicos “mundiales”.

• Dice que da a su padre como desaparecido. ¿Nunca se confirmó la muerte?

• En la guerra, desaparecido es un eufemismo. La carne de cañón casi nunca regresa, y cuando regresa, en su mayoría, entra de nuevo a casa apoyado en una sola pierna, abraza a sus seres queridos con la mitad de sus brazos o en el menos trágico de los casos estrecha la mano del amigo con los dedos sobrantes de su propia mano destrozada. Desaparecido es una esperanza infame que jamás alimenté -sorbe de su taza y entrecierra los ojos ante la acidez del sabor. Yo hago lo propio, dejando que el tinte dulzón de la canela acompañe el tenue sabor a moras en el cual me detengo complacido por la familiaridad.

• ¿Cuáles fueron sus funciones durante la guerra?

• Poca cosa, comparado con las labores de campo y la infantería. Era demasiado miope para la batalla, pero muy inteligente. Me asignaron al área de comunicaciones cuando dije que podía realizar el mantenimiento de los equipos. Tres años después alcancé el rango de Socho (Sargento Mayor) y quedé a cargo de un pelotón reducido al que se le había reasignado al área de telecomunicaciones.

• ¿Nunca estuvo en el campo de batalla? -pregunto, preso de una curiosidad infantil y malpensada.

• Nunca. Sin embargo, aquellos ascensos significaban para mí una maldición, pues me comprometían cada vez más con las causas de la guerra y, créame, nada más alejado de mis deseos. Odiaba el ejército, por eso maldije de mi suerte cada día que pasé en servicio, interceptando mensajes que nunca llegaron, al acecho de fantasmas, del viento. La guerra es el descrédito total de la razón humana.

• ¿Y después de la guerra?

• Me dieron la baja en cuanto MacArthur y la SCAP llegaron a Japón. Encontré trabajo como capataz en las minas de Gunkanjima, principalmente trasladando los cadáveres de los esclavos, casi todos coreanos, que morían de hambre o sucumbían por el agotamiento que les producían las jornadas. Saqué también los cuerpos de muchos trabajadores, algunos de las escombreras, otros de sus colmenas víctimas de alguna enfermedad mal atendida o del peso de sí mismos y sus desgracias. Estando en Gunkanjima la salida más próxima siempre es la síntesis de un veneno.

• ¿No había algo más a lo que pudiese dedicarse? Alcanzó un buen rango en el ejército.

“Hana yori dango”, señor Navega. Las cosas útiles son mejores que las lindas. Precisamente, fue muy fácil conseguir el empleo como capataz habiendo demostrado mi experiencia militar. Esperaban de mí lo que se espera de un perro rabioso. Eso les di, aunque me arrebatara el sueño hasta dar por perdidas el alma y la cordura.

• ¿Aquella era la isla que pertenecía a Mitsubishi?

• Sí. El trabajo se terminó para mí cuando en el cuarenta y seis se disolvieron los Zaibatsu. Sin embargo, la mina siguió su funcionamiento casi treinta años más, pero yo no tenía planeado quedarme allí hasta las últimas consecuencias. En aquella diminuta necrópolis convivimos, en un punto, más de cuatro mil personas. Nos respirábamos en la cara los unos a los otros. Imagínese usted la densidad del aire. Los olores a los que nunca pude habituarme eran tan sólidos que uno sentía como si estuviese inhalando la porquería misma de la que manaba el hedor. En cuanto pude abandoné la isla y regresé a Awa convencido de haber adquirido el valor suficiente para presentarme frente a mis únicos parientes vivos sin sentir vergüenza de mí mismo, ni ser objeto del menosprecio o la indiferencia con la cual obraron siempre durante mi triste infancia.

• ¿Cómo lo recibieron sus parientes?

• Solo los viejos habían sobrevivido. Todos mis primos fueron dados de baja, así que mi regreso les produjo una profunda deshonra. Me negaron de nuevo la entrada a sus corazones, me empujaron fuera del umbral de su casa con insultos, aún más explícitos en sus malos deseos e hirientes frente a la desgracia de mi porvenir. Aquella tarde, recuerdo, fue la primera vez que pensé; “todo esto debe acabar”, pero fue un pensamiento fugaz, desdichado en sí mismo, así que inicialmente no trascendió ni ocupó mucho de mi atención. Tomé mis maletas y regresé a la parada del autobús. Antes de llegar me detuve frente a un grupo de Jizos que de niño solía frecuentar. Los encontré camuflados tras un abanico de hierba alta, abandonados, completamente descubiertos. Los Jizos son los protectores de los viajeros y los niños, por eso quiero que sepa que esto no es algo común, sin embargo, estos pobres Jizos de los que le hablo no parecían más que piedras del camino. ¿Qué nos queda si el niño y el caminante pierden la fe? Quité la hierba con mis propias manos, retiré el barro que cubría las imágenes, cuidando de no dañar el musgo que brotaba en la superficie, hasta dejar de nuevo visibles sus hermosos rasgos. Los vestí con lo poco que llevaba de ropa en las maletas mientras oraba con un fervor bullicioso, podrá decir que desesperado. Me retiré convencido de haber adquirido algunas bendiciones y fui hacia la parada del autobús, que se encontraba aún a un cuarto de milla.

• ¿A dónde iría? no había tenido mucho tiempo para pensar en eso, supongo.

• En un principio fue así. Consentí la posibilidad de instalarme cerca, de no abandonar Awa, quizá pretendiendo venerar el trágico recuerdo de mi madre al quedarme cerca de sus parientes, conmovido ante la soledad que los amenazaba estando ya tan viejos. Sabía que no valdría la pena, por eso descarté la idea.

• ¿Qué hizo entonces?

• Los buses transportadores eran infrecuentes, casi fantasmales, pero yo no lo sabía. Dormí durante seis días en un corral abandonado a veinte metros de la parada, azuzado por ratas enormes que chirriaban mostrándome sus carcomidos y amarillentos dientes como la corteza de un árbol enfermo. Me dejaron en paz gracias al enorme cadáver de un buey que, muy probablemente, había muerto de hambre días atrás. Durante todo el tiempo que habité el corral no cruzó absolutamente nadie por aquel lugar. No se vio un alma perdida. Traía conmigo, además de comida suficiente, una libreta que empecé a llenar a manera de diario desde la primera noche de mi regreso a Awa. Pasaba las mañanas sentado en la parada del autobús, luego, cuando empezaba a descender el sol, regresaba al corral para escribir en el diario. ¿Puede usted abrir ese cajón? -el señor Ishikawa señala un viejo buró, bastante bien conservado, que se encuentra apoyado contra la pared, muy cerca a mi asiento. Encuentro un único objeto en el fondo del cajón; un cuadernillo forrado en un cuero delicado, de hojas amarillentas y de un volumen inusitado provocado por una cantidad incontable de notas agregadas, ilustraciones y fotografías. Confundido quizá con los términos, el señor Ishikawa había construido algo mucho más elaborado que un simple diario.

• ¿Este es el cuaderno del que me hablaba hace un momento? -pregunto, levantando en el aire el pesado tomo.

• Sí… al menos el segundo de ellos. El que usted tiene en las manos va desde mil nueve cincuenta y cinco hasta mil nueve setenta y seis, una década antes de viajar a Colombia.

• ¿Qué ocurrió con el otro tomo?

• En el cincuenta y seis conocí a un escritor llamado Yoshida Hideki. Dirigía una editorial pequeña en la que su padre había trabajado arduamente, hasta llevarla a un nivel de popularidad respetable que se elevó suntuosamente cuando estalló la guerra contra Corea y de repente nos vimos sitiados por regimientos norteamericanos que gastaban dinero de manera desmesurada en todo cuanto se les ofreciera como novedad. Yo trabajaba como técnico en una tienda de electrodomésticos en la ciudad de Matsuyama, en la prefectura de Ehime. No había conseguido irme de la región de Shikoku, pero al menos me encontraba en el extremo opuesto de Awa. El dueño de la tienda, Nishimura Makoto, viajaba constantemente a Okayama para comprar contestadoras automáticas a buen precio, que posteriormente vendíamos a los norteamericanos a costos elevadísimos. Era un hombre muy solitario, imagino que por eso casi siempre me pedía que lo acompañara, a lo cual yo accedía con un gusto tremendo, porque moverme me producía un placer infinito, pese (o quizá debido a ello) al desarraigo al que me vi desde niño sometido. El señor Nishimura y el señor Yoshida eran amigos del instituto y llevaban casi una década sin verse. El señor Nishimura, que tenía más o menos mi misma edad, unos cuarenta, cuarenta y dos años, me lo presentó como su hermano menor, aunque a mí me pareció lo contrario. Una vida entre el licor y los influjos de la noche deshace a gran velocidad el cuerpo; el señor Yoshida me resultaba, al menos, cinco años mayor que el resto de nosotros… Me disculpo si de repente desvío un poco los temas. Hay mucho que recordar y uno tiene su método, de lo contrario no habría forma de rememorar a esta edad. Cuando se pierde la capacidad de rememorar, eso sí, de manera consciente, aparece el Alzheimer. Por eso me apego a los métodos que, alcanzando uno la centuria, es lo mejor que puede hacer para no terminar en la ducha con la cadera rota u olvidando a los hijos -El señor Ishikawa termina su bebida y me pide con señas simples y cordiales que reciba su taza vacía- ¿puedo pedirle que sirva un poco más de agua caliente en mi taza? deje las flores lavadas dentro y solo ponga un par más de las flores secas. Si al terminar la suya desea repetir, puede servirse a gusto -Repetí conscientemente el ejercicio de infusionar el hibiscus, tal cual como había presenciado al inicio de la entrevista, agregué las flores, arrojé las virutas de canela, vertí el agua caliente y cubrí las tazas con los platos. Ahora esperamos de nuevo a que la bebida esté lista. Entre tanto, el señor Ishikawa continúa.

• Yo siempre tenía a la mano mis diarios, nunca me desprendía de ellos, aunque no era especialmente reservado con su contenido, pues el señor Nishimura conocía lo que había adentro y no me importaba enseñarlo a quien, con auténtica curiosidad, me preguntara por él. Era inevitable que mis libros llamaran la atención del señor Yoshida, quien según confesó, se encontraba atravesando por una sequía de creatividad que lo mantenía al borde de un colapso emocional. El señor Nishimura comentó inocentemente que yo estaba escribiendo un diario, bastante interesante según sus palabras, el cual merecía la pena ser publicado como una pieza literaria innovadora. Yo sabía que las intenciones del señor Nishimura eran buenas, pero también sabía del enorme aprecio que sentía por su amigo, lo que engendró en mí una desconfianza que no logré explicar, así que terminé por enseñar el primer tomo de mis diarios al señor Yoshida.

• ¿Por qué le generó desconfianza el afecto que su jefe sentía por el señor Yoshida?

“Horeta yoku-me ni ya abata mo ekubo” -contesta sonriendo y levantando en el aire el índice derecho.

• ¿Qué significa?

• “Ante los ojos del amor, las cicatrices en el rostro del amante parecen hoyuelos”. Nada hay de malo en el cariño, yo mismo lo busqué desesperadamente, incluso en lugares donde sabía que jamás lo obtendría. El problema, si es que así queremos llamarlo, es que cuando el afecto nubla los juicios nos arrebata la imparcialidad. A los amigos también hay que reconocerle defectos, costumbres terribles, maneras detestables, impropias o abusivas. Que dicha amistad perdure o no frente a la crítica o el desacuerdo, salvando las diferencias morales, definirá el talante de la relación. El señor Nishimura, más que un hermano para el señor Yoshida, era un padre sustituto orgulloso de un hijo despreocupado, petulante y sin talento. En cuanto vio el primer tomo empezó a hacer promesas acerca de publicaciones, de futuros probables como escritor, contratos de exclusividad, presentaciones y cuanta oferta ocurrente se le pasara por la lengua. Se armó un verdadero alboroto en la mesa aquel día entre el señor Nishimura y el señor Yoshida, quienes discutían, sin que yo participara, acerca del futuro de mi “Obra Literaria”. Quedé abrumado. Vi como el señor Yoshida salió del restaurante con el primer tomo de mis diarios sin que yo pudiera reaccionar. Quedé atrapado entre la incertidumbre y las incesantes felicitaciones del señor Nishimura. Aquella misma tarde regresamos a Matsuyama. Dos semanas después, cuando pregunté al señor Nishimura si sabía algo acerca de mi diario, contestó que Yoshida era un tonto, que había perdido el libro el mismo día que abandonamos el restaurante en Okayama. El señor Nishimura se había enterado hace unas pocas horas, pero estuvo pensando en la mejor manera para contarme lo sucedido, hasta que le facilité las cosas con mi pregunta.

• ¿No existía manera alguna de contactar al señor Yoshida?

• Rogué al señor Nishimura por información, pero contestó que la amistad entre él y el señor Yoshida estaba terminada, ya que no perdonaba lo que había sucedido con mi libro. Sin embargo, nunca quiso facilitar que yo recuperara el diario. Temiendo admitir su error bloqueó toda posibilidad evadiendo mis solicitudes. Contrató a un nuevo administrador para no tener que regresar a la tienda. Jamás volvió a necesitar de mi compañía. Los viajes a Okayama se terminaron, al igual que los pocos privilegios que había adquirido como empleado. Fui resignando mi frustración poco a poco, convirtiéndome en un fantasma que arrastra sus pasos, acortando mis pretensiones, ocupando cada vez menos espacio, casi hasta desaparecer. No permití que nadie volviera a acercarse a alguna de mis cosas. Sin embargo, aunque lo negara con todas mis fuerzas, en el fondo conservaba la esperanza de recuperar el tomo. Dudaba de la veracidad de aquella historia, por eso finalmente, después de unos cuantos meses, decidí tomar cartas en el asunto, pero Okayama era una ciudad bastante grande y no sabía por dónde empezar a buscar. Lo que resultaba aún peor era conseguir el permiso para ausentarme unos cuantos días, sin correr el riesgo de perder el empleo.

• El señor Nishimura se lo debía de alguna manera, eso creo. Aun así, todo desde ese momento representaría un riesgo. ¿Qué hizo, finalmente?

 


*Nota editorial: les presentamos esta nueva entrega de Crónicas y entrevistas falseadas de Cicerón Navega; sugerimos acompañar su lectura con los textos de entregas anteriores sobre el trabajo del recopilador Iván Darío Aponte Velásquez.

La imagen fue seleccionada por les editores del blog. Fuente: foto de Tim Mossholder en Unsplash.

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