El círculo de la ética
Por Blas Estévez
I
Yo quisiera contarle lo que sucedió. Quisiera contarle, pero me gana la cobardía ¿sabe? Por ahí dicen o se escucha que dicen, que lo que vengo a contarle a usted resulta de la vieja maña de la ficción. Que lo que tengo aquí en mis manos es un documento falso, el simulacro de una verdad inexistente. Dicen que miento. ¿Usted puede creer que dicen que yo, Honorio López, miente? Yo soy hombre de verdades, mi amigo. Pero en este pueblo raquítico se dice, así, livianamente, de cualquiera cualquier cosa y ya no se sabe si el pueblo mismo no es una ficción de una verdad también inexistente. Parece un simulacro este pueblo, con tantas cosas que se dicen. Sin embargo, amigo mío, me bautizaron hace ya más de sesenta abriles y mi vida militar, porque los gauchos somos militares a nuestra manera, me ha acostumbrado a estas afrentas y a otras aún peores. Brillan, a veces pienso, como la luna; así brillan estas gentes… sin luz propia. Por eso hablan de los demás y buscan hundir con sus discursos de piedra las historias dignas de ser conocidas. Es que en esas historias queda reflejada la mediocridad de sus vidas. Por eso hablan, Aguirre. Por eso dicen que miento. Entonces, para no darles el gusto, le voy a contar a usted, querido amigo, lo que pasó aquella noche en el bar de Benavidez. Lo voy a contar en nombre de la verdad, porque no me llamaron Honorio por puro gusto; es más, le diría que el hecho de ser llamado Honorio terminó por ser uno de los pocos casos en que el significante coincide plenamente con el significado. Coinciden en el honor, Aguirre. En el honor de hablar en nombre de la verdad. Mire, las cosas sucedieron así…
Ni bien entraron al bar sintieron cierto alivio, como si el bar constituyera un espacio separado del afuera, de alguna manera independiente del exterior. El alivio que sentían provenía de la atmósfera ficticia que les provocaba esa creencia según la cual el bar era un lugar separado del mundo. No del mundo en el sentido geográfico del término, o astronómico; mundo en el sentido de la pesada carga de llevar la vida al ritmo cuadriculado de la rutina. Ahora que lo pienso, no era justamente lo que se dice una creencia lo que tenían esos dos hombres, cuando entraron al bar de Benavidez. Más bien, diría yo, era una sensación. Eso era, Aguirre, una sensación, no una creencia. No llegaba a ser una creencia. Las creencias son más complejas. Era una sensación la que tenían esos dos hombres. Una sensación que compartíamos los que respirábamos el aire sucio del bar de Benavidez. Pero no por ello menos real, Aguirre. Es que el bar nos ofrecía, a su manera, una especie de refugio. Al menos, así lo sentíamos. Estas cosas las sé porque yo estaba ahí, cerca. Los vi de cerca Aguirre y escuché lo que decían.
Afuera, en términos meteorológicos, había un clima de derrota. La tormenta se disolvía; ya sin brusquedad soplaba livianita. Pero no terminaba de despejar y de fondo todavía sonaba algún tormento. Había llovido mucho, ahora sí, le hablo en términos políticos, Aguirre.
– Un clima de derrota.
Eso fue lo primero que dijo el de saco negro. Lo decía con la ginebra en la garganta.
– Sí.
Dijo, seco, el más flaco de los hombres, que tenía estampa de indignado.
Usted habrá visto Aguirre que en los bares hay un clima de indiferencia, diría yo, simulada. Todos están en sus asuntos, pero también están en los asuntos de los demás. Los fascina el discurso del otro; yo pienso que allí descubren sus propias proporciones morales. Como si la medida de uno sólo fuese posible en la métrica de la moral del otro. Vaya a saber, Aguirre. Estas cosas son demasiado complejas para un gaucho militar como yo. Pero lo que le quiero contar es que yo los escuchaba por esas razones, no porque sea un hábito mío el de andar parando la oreja para calcular el discurso del otro; no vaya a pensar que yo tengo traza de chusma, que es el paso anterior al delator o, al menos, su condición de posibilidad. ¿No cree usted, Aguirre, que el chusma ya tiene la traza del delator; un delator en potencia? Estoy seguro que usted ya habrá escuchado acá, en este pueblo desgastado, a las lenguas venenosas que hablan de mí como si yo, Honorio López, fuese un viejo chusma, es decir, un delator potencial. En este pueblo se habla más de lo que se escucha y se escucha más “lo que se quiere escuchar” que lo que se dice realmente. Así pasan las cosas en este pueblo de arena Aguirre. Así, como yo le cuento. Por eso supongo que usted habrá escuchado decir eso de mí. No les preste atención. Mire, yo los escuchaba hablar, a los hombres del Benavidez digo, porque es el bar el que produce eso. No era mi voluntad, era la voluntad del bar. En cierta medida soy una víctima, Aguirre, no un privilegiado.
– Encontré el manuscrito anónimo sobre Rolando Stefanitti. No tiene firma. Pareciera que nadie quiso cargar con los efectos del discurso y se sumergió en el humo del anonimato. Menos por cobardía que por prudencia.
Así dijo, como quien sentencia, el hombre de saco negro.
Las mesas de los bares tienen algo de la tolerancia, ¿lo notó Aguirre?; uno convive con las basuras que cientos de hombres no consumen. Migas y trozos de comida, cruzados con manchas de lo que fue alguna vez líquido, nos esperan en cada mesa. Todo lo que al resto le queda afuera, que desprecia, todo eso llega hasta uno. Llega de manera íntima, a rozarnos las manos. Y uno, al sentarse, se relaciona con esas mugres; no las cuestiona, ni las juzga moralmente, sólo convive con ellas. En todo caso, uno también participa de esa mitología de los desechos. Y por esa mesa, Aguirre, fue que el hombre de negro le extendió un papel, escrito a mano, al hombre que tenía enfrente. El manuscrito que hablaba sobre Stefanitti. Un manuscrito no firmado, pero sin duda verdadero, Aguirre.
– Es un texto viejo. Eso parece: un texto viejo. Además, suelto de firma. Un texto viejo y suelto que flota de mano en mano, eso parece este manuscrito. Estará de acuerdo en que no puedo sino sospechar de su veracidad. Un manuscrito sin firma es como un puñado de polvo flotando en el aire. Se disuelve. Se olvida. El trabajoso tiempo lo devora. No tiene valor.
Así dijo el hombre flaco, mientras miraba el manuscrito, en el bar de Benavidez que estaba rodeado por ese clima de derrota, que lo envolvía y buscaba filtrarse como una espesa niebla por sus hendijas. Por las hendijas del bar se quería meter esa niebla de derrota. Yo lo sé, Aguirre, porque estaba ahí. Cerca.
-Si de sospechas se trata, entonces, devuélvame el manuscrito de inmediato. Así le contestó el hombre de saco negro. Lo dijo tranquilo, pero una oscura violencia parecía conducir esas palabras y en el bar quedó, solo, casi mudo, el ruido de la intranquilidad. Otra niebla, Aguirre, parecía que nos rodeaba otra niebla esa noche; o que la niebla de la derrota que envolvía las paredes del bar por fin había conseguido filtrarse hasta nosotros. Por eso todos se callaron en el bar de Benavidez cuando el hombre de negro le pidió a su compañero que le regresara el manuscrito. Usted habrá visto que en el bar se presienten las situaciones. Por eso que le decía antes, supongo. Eso de que uno está con lo suyo y con lo de los demás; todo al mismo tiempo. Pero también por la tensión de los movimientos que se perciben en el cuerpo. No vaya usted, mi buen amigo, a deducir que yo soy de los que andan clavándole el ojo a los cuerpos; menos si se trata de los cuerpos ásperos de los hombres del pueblo. Seguro habrá oído ya las degradadas voces que me indignan con esos atributos. No haga caso a esas voces. En el bar algo se produce; algo cambia en nuestra manera de percibir el cuerpo del otro, como si pudiéramos capturar o captar, mejor captar, el estado de ánimo de quien lo porta. Y, por lo tanto, descifrar sus futuras acciones. Fíjese usted que eso mismo fue lo que sucedió. Cuando el hombre de negro pidió su manuscrito el bar quedó en silencio porque se percibía algo extraño en esos cuerpos. No había gritado el hombre de negro. Había hablado con el mismo tono silencioso con el que se habían tratado hasta entonces. Y con ese mismo tono silencioso fue que se abrieron las panzas, Aguirre. Por eso, pienso ahora, todos se callaron en el bar de Benavidez, porque presentían a la muerte.
Usted no vaya a pensar que yo soy de esos maulas que le roban las cosas a la gente distraída o que anda en problemas. De las negras dentaduras de los esqueletos de este pueblo, seguramente habrá oído usted que yo tengo ese vicio. No haga caso a esas lenguas que ya están gangrenosas de tanto andar con la mentira. Lo que sucedió, Aguirre, fue que cuando amaneció el problema entre los hombres, dentro del bar las cosas que nos rodeaban cambiaron de lugar abruptamente y por esas cosas del destino ese papel, ese manuscrito, vino a caer justo cerca de mí y, para que no se estropeara, lo agarré para regresarlo cuando los cuchillos vuelvan a sus vainas. Pero los cuchillos, Aguirre, ya empezaban a ponerse rojos, lo mismo que las ropas de esos dos hombres que se mataban en silencio. Con cierta dignidad se mataban, Aguirre. Yo estaba cerca y los veía matarse con dignidad.
Yo quiero decirle que si junté ese manuscrito fue en estricta observancia del deber moral de cuidar las letras de la Nación; lo agarré para salvarlo de alguna inculta pisada que lo hubiera arrojado al olvido, enterrado en el tiempo. Uno siempre debe estar atento cuando de salvar a la Patria se trata. Por eso agarré el manuscrito, Aguirre.
Cuando llegó la partida policial, en el bar sólo estaban Benavidez y los muertos. Alguien dijo que esos muertos parecían vivos; pero otro le contestó que eso pasaba porque los vivos se parecen a los muertos… Yo me fui enseguida. Por eso pude conservar el manuscrito, que si no me iba rápido me lo sacaban los milicos. Mire Aguirre, éste es el manuscrito que conservo desde esa noche. A veces pienso que soy su protector. De alguna manera soy su emisario, Aguirre. El instrumento a través del cual se despliega una verdad. Eso soy.
II
Cuando Honorio López le dio el manuscrito a Aguirre yo los estaba mirando. Estaba cerca. Afuera llovía; de esas lluvias descreídas; que no se deciden, que llueven por llover nomás, sin orden, sin método.
– Es un texto viejo. Eso parece: un texto viejo. Además, suelto de firma. Un texto viejo y suelto que flota de mano en mano, eso parece este manuscrito. Estará de acuerdo en que no puedo sino sospechar de su veracidad. Un manuscrito sin firma es como lanzar al aire un puñado de polvo. Se disuelve. Se olvida. El trabajoso tiempo lo devora. No tiene valor. Así dijo Aguirre, mientras miraba el manuscrito que Honorio López le había deslizado sobre la mesa del bar, esquivando unas manchas de ginebra.
– Si de sospechas se trata, entonces, devuélvame el manuscrito de inmediato. Así sentenció Honorio López y en el bar quedó un aire espeso. Como esos que anuncian una tragedia.
La lluvia descreída seguía golpeando el techo, sin decisión; y al murmullo de esa tristeza de agua se le sumó el murmullo de los cuchillos que jugaban en cada mano, debajo de la mesa. Luego jugarían en el cuello de Aguirre y en el pecho de López. Eran buena gente ¿sabe? El manuscrito lo pude conservar, aunque el reverso quedó manchado de sangre. No sabría decirle si era la sangre de López o la de Aguirre.
La policía se demoró lo justo como para evitar el trámite de detener ella misma los cuchillos. Esperó a que los detuviera la muerte. Yo me fui tranquilo, con el manuscrito en el saco. Lo quería proteger de la lluvia indecisa que flotaba en el aire.
Mire, este es el manuscrito. Se lo ofrezco porque en él está cifrado el secreto de la ética nacional. El viejo enigma de la ética nacional resuelto en una verdad transparente.
El círculo de la ética
Cuando Rolando Stefanitti terminó su cuarto libro sobre la ética nacional, titulado Encuentros con la ética, se puso presto a su presentación. Luego de las maniobras necesarias (que incluyeron el ruego) para llenar el auditorio, se calzó su mejor traje y salió al cruce de su conferencia. La gente atenta lo miraba con la distancia que marca el saber de la ignorancia. Stefanitti acomodó sus papeles y dijo: “estuve sumergido durante años en una profunda concentración; no claudiqué ante las tentaciones del ocio, ni ante las vicisitudes de las trivialidades cotidianas. Sólo así pude gestar este libro que viene a esclarecer el enigma de la ética nacional. Fue así, y sólo así, que pude escribir, con la justeza de la doctrina, el libro que de manera más excelsa figura la ética de nuestra Patria”.
Así dijo, pues, Rolando Stefanitti. La gente aplaudía, menos por comprensión que por esa costumbre musical que asumen los discursos de esta tripa. Una vez hubo dicho, Rolando Stefanitti, hombre propenso a las declinaciones discursivas, les leyó el manuscrito que, según su razonamiento, develaba el secreto de la ética nacional.
Será preciso, leyó Stefanitti, detenernos en las circunstancias históricas que nos permitieron edificar una ética ambigua, la cual ha quedado plasmada en las diversas formas de llenar la Plaza de Mayo; considero precioso el comentario del filósofo Enrique Malatesta al respecto:
“habrá un mundo de lenguajes indescifrables pero ineludibles, donde la ética será una suerte de espasmo que todos necesitaremos dejar de lado, ya lo dijo el poeta Marco Sileoni: “no habrá más penas en la caja del cielo si nuestra moral sucumbe a la tentación de la naturaleza y, resalto aquí, las palabras del psicoanalista Ernesto Mc Douglas “¿quién afirmará que la desgracia ética del humano pasa sólo por los rieles de su alter ego? Nos los responde Manuela Sortenit en su cuarto tratado sobre antropología, “la paradoja inicial de todo comportamiento es que justamente está promovido por algo que intenta destruir al propio comportamiento anterior, los valores hacen que tomemos tal o cual conducta pero al tiempo nuestra conducta hace que neguemos los valores, nos ayuda la socióloga Josefina de la Calandria “el humano dejó de ser ético en el momento en que fue social, como afirmara en la misma sintonía el lingüista Rodolfo Guttemberg “la lengua es el primero de los elementos que descansan en una profusa base amoral, sino pensemos en lo escrito por Rolando Stefanitti que en su cuarto libro sobre ética Nacional expresaba “Será preciso detenernos en las circunstancias históricas que permitieron que edifiquemos una ética ambigua, la cual ha quedado plasmada en las diversas formas de llenar la Plaza de Mayo…”””””””
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