La pequeña teoría narrativa en ¿Por qué sos tan marica, Cristancho? de Iván Aponte
Por John Jairo Cuevas Mejía
Conocí la escritura de Iván en sus «Crónicas y entrevistas falseadas de Cicerón Navega». Escritura que me deslumbró por el uso de pliegues y de distintos niveles de narración. Desde entonces, me sorprendió su contemporaneidad, es decir, el extrañamiento de su escritura que lo pone al margen del espíritu de la época y de los mercaderes de la palabra. Me explico: Qué lejos está esta escritura de las vanidades de la literatura de un día, qué elusiva de las autopromociones del yo que ponen el acento en el relato autobiográfico más que en «los papeles», y qué modo de evitar quedar atrapado en el uso del adjetivo experimental como estrategia para justificar lo que en la actualidad no es sino la puesta en escena de una escritura por entero fútil. Se trata, más bien, de una literatura en el sentido propiamente dicho, un trabajo sobre la materialidad del único instrumento con el que cuenta el escritor, el lenguaje. Y es esto lo único que cuenta, nos guste o no y tal como nos lo hace saber María Negroni, en la literatura el único personaje que importa es el lenguaje. A esto se debe la escritura de Iván y sobre esta quisiera proponer una breve esquematización a partir de la lectura de sus textos reunidos en su libro ¿Por qué sos tan marica, Cristancho?
He dicho textos solo por esquivar el término cuentos y evitar así que mi reflexión quede reducida solo a un problema de géneros. Hace poco escuché a un escritor caleño mencionar que la diferencia entre el cuento y la novela estriba en las técnicas de las que la escritura hace uso. Esta diferencia, funcional a la tarea de clasificar la escritura según su género, es necesaria, al menos en parte, para alimentar el deseo moderno de identificar las cosas con las categorías que usamos para pensarlas, ordenarlas y clasificarlas. Como en su momento lo sugiriera Borges, la arbitrariedad de la que procede toda clasificación únicamente se propone instituir un orden, y casi siempre, con el propósito de evitarnos el malestar de habitar un mundo devenido en caos. Me desmarco de este énfasis en los géneros sin que ello signifique, en modo alguno, abrirle la puerta al gusto de los escritores posmodernos que en todo ven una oportunidad para desprenderse del principio aristotélico de la no contradicción e introducir el todo vale que se justifica sin más en la puesta en marcha de la razón subjetiva del porque sí y su engranaje de opiniones. Más bien, quiero leer de forma inmanente los textos de Iván y con esa materialidad hablar, hablar de la escritura a partir de su escritura. Como se refiere en uno de los textos en lo que al final resulta de estas «historias de calibre fantástico», especie de materialidad de lo escrito con la que trabaja el escritor, «los papeles» conforman un universo habitado por seres averiados/rotos en medio de lugares que no son otra cosa que una alegoría al desastre y la derrota: una habitación de hospital, un velorio, un camión en el que se transportan seres humanos que poco a poco dejarán de serlo, un enorme salón vacío, un parque al final de los tiempos, entre otros. La escritura de Iván está hecha con fragmentos de la materia de un mundo venido a menos. La astucia de esta escritura es presentarnos este montaje sin la pretensión de suscitar asombro, en su lugar, nos lo presenta como paisaje; esta apuesta por eludir hacer espectáculo se debe a que esta escritura se ocupa de nosotros mismos, de situar en cada texto una situación que tiene como punto de partida una vivencia sin que esto implique hacer de la literatura anécdota, más bien, se trata de hacer de la anécdota literatura.
En la escritura de Iván, que tras cada texto y bajo una suerte de actividad notarial, tal como queda claro en «Las bacterias», cumple la función de hacer custodia de unos papeles que le son legados y en los que se depositan las vidas de seres arrojados a la imposibilidad de la comunicación («como queriendo pisarse las palabras») y condenados a la experiencia de lazos sociales que hacen aguas por todas partes («La noche de su boda, después del sexo, Alfredo no fue capaz de dormir con su esposa»). En últimas, esta escritura trabaja en los intersticios de la desesperanza de «no sé qué decirle a un hombre al final de los tiempos». De esta factura son los textos reunidos bajo el nombre ¿Por qué sos tan marica, Cristancho?, un no saber qué decir que hace borde alrededor de vidas rotas en un mundo roto:
«Puedo ver que es un hombre viejo, o trajinado, que llora como aquellos a los que nunca dejaron llorar por nada; en silencio y sin sollozos. Entiendo entonces lo innecesario de las palabras, a estas alturas el valor de cualquier cosa es nulo, tanto que ni siquiera tengo miedo, lo cual sería una actitud mucho más coherente, en comparación con esta pasividad ridícula, este instinto fallido que revela de nosotros en el último instante, un carácter tan psicopático como inhumano».
Si he sugerido en el título de esta reflexión que encuentro una especie de pequeña teoría narrativa en esta escritura, es porque al margen de la escena semántica que presenta cada uno de los textos, que las más de las veces suele ser lo que concentra la atención de los lectores, transcurre una escena forjada de elementos prosódicos —en especial el ritmo— que hace posible el montaje de una idea a medio decir, murmurada, sugerida, y en este caso mucho más importante que la mera transmisión de significados: hay ahí algo que insiste en su fluir como atardecer de un mundo y quienes lo habitan. Esta insistencia bajo la forma de lo que concluye para jamás volver a ser lo que era, infringe una herida incurable al modo de giros inesperados en el curso de la narración que, con cierta sutileza, acentúan la fragilidad de las relaciones de cuya expresión son cada uno de los textos reunidos en ¿Por qué sos tan marica, Cristancho? Si bien se trata de su opera prima, baste decir que la escritura de Iván dignifica la tarea del escritor consciente de la lengua en la que (y para la que) trabaja. En hora buena escrituras de esta estirpe.
La fotografía es de Daniela Gordillo, a quien agradecemos su generosidad para acompañar esta reseña.