La tormenta
Por Luis E. Tobón
La tinta escurre entre mis dedos. Las plumas caen, huyendo, por todas partes. La sangre de los heridos corre entre las grietas de este barco hecho cadáver. Será mi nueva tinta. El fuerte olor a orina, heces, vómito y muerte llega sin pudor hasta mi nariz. El fuerte oleaje no da tregua. El agua golpea los cuerpos de quienes tratan de amarrar velas, de controlar la indomable fuerza. Yo no debería estar aquí. Mi labor es otra. Debo narrar la historia de este viaje.
Ya no recuerdo cuanto tiempo ha pasado, ni las noches, ni los días. Mi sueño se transforma en pesadilla. Cuando el cansancio me obliga a cerrar los ojos escucho los gritos de miles que piden por sus vidas, que demandan el fin de esta tormenta. Me obligo a abrir los ojos solo para ver los cadáveres amontonados en un rincón cubierto por ratas carniceras. La tragedia de unos es la fiesta de otros. No tengo la fuerza para espantarlas, son demasiadas y podrían devorarme. Y esa no es mi tarea.
A veces, la tormenta amaina un poco. Los sobrevivientes beben el poco ron que queda, bailan entre los rayos de sol que cruzan los huesos del navío. Los marineros gritan eufóricos, brindan por los muertos que se fueron y los vivos que los esperan, dan gracias a sus infinitos dioses, en múltiples dialectos, y maldicen a sus propios demonios. Se cuentan para saber los que se han ido, 13 la última vez. La alegría dura unos minutos. La calma del ojo del huracán da paso a la furiosa tormenta. Yo sigo sentado, no festejo, no maldigo, no rezo a ningún dios.
Quedan pocos en cubierta, el viejo capitán hace rato que dejó de serlo para convertirse en alimento de las alimañas del océano. Ya no sabemos el rumbo de este viaje, hace rato no vemos tierra, ni estrellas, ni luz del día. La deriva de las olas nos mueve hacia las fauces de la muerte. La esperanza es morir pronto. Algunos se tiran por la borda, acelerando la partida. Yo no me muevo de mi puesto, mi lugar es este.
Son varios los monstruos que nos acompañan sedientos de la sangre que destila este pedazo de madera. Esperan con paciencia el momento del banquete. Saben que es cuestión de tiempo. Algunos golpean el casco, inquietos por la tardanza de un pedazo de carne. El olor atrae todo tipo de alimañas, de todos los tamaños. Me cuentan los marineros que los hay asesinos, pero también carroñeros, algunos matan a sus propios compañeros. Aprovechan para violar las mínimas normas de la guerra. Yo prefiero no ver, mi experiencia es otra.
De a poco, el agua llena las recámaras de este moribundo barco, que se resiste a morir. Ya solo quedamos tres en este viaje a las puertas el infierno. El viejo, un ser acostumbrado a enfrentar la muerte. Sus ojos vencidos esperan el momento de partir. El joven, un niño, mira asustado a su alrededor, sin entender cómo llegamos a esto. Los tres juntos, en silencio. La vela nos alumbra con dificultad, permitiendo que las sombras de la muerte nos rodeen en un último baile. Yo aprovecho la poca luz para escribir estas líneas.
El crujido me despierta. He dormido por varios días. El hambre, el cansancio, la sed, solo me permiten respirar. Entreabro los ojos, y logro ver algo de luz. El viejo yace muerto con los ojos muy abiertos, con rabia, en una posición antinatural, como si hubiese peleado una última batalla. El niño, muy débil, logra caminar a cubierta, y solloza tierra.
He sobrevivido lo imposible, con la vergüenza de la muerte de quienes dieron su vida por la mía. Maldigo los dioses de todos ellos, maldigo mi suerte, maldigo los monstruos que no me devoraron, y las ratas que prefirieron los cadáveres. En todo este tiempo solo me atreví a mover mi pluma. Maldigo mi cobardía, y mi destino.
Doy pie en un nuevo mundo, solo con mis papeles y mis plumas. Con unas cuantas ideas que surgen entre la bruma de lo vivido. Veo la exuberancia de lo inhóspito. Una pequeña llama de esperanza surge con las pisadas de unos seres hermosos y desnudos que me recogen y me cuidan. Mis nuevos dioses.
La imagen fue seleccionada por les editores del blog.