La ira*
Chantal Maillard
¿Puede la ira dar lugar a un cambio? Esa es la pregunta que se me ha formulado y a la que trataré de contestar aquí. A primera vista parece evidente que la ira sea una respuesta a una violencia, que a su vez engendra violencia y que, por tanto, aunque pueda dar lugar a cambios importantes, no modificarán con ello la estructura social o la dialéctica de los poderes que la sostiene. Este no es, evidentemente, el mejor de los mundos posibles. No cabe duda de que podemos imaginar otros mejores. La vida, esa vida, que no dudamos en considerar maravillosa, se sostiene sobre la violencia. Su ley es la ley del hambre. Cualquier acto de supervivencia es un acto de violencia. Ese es el contrato que firmamos con la vida: te alimentarás de la muerte de otros. El equilibrio del planeta en todos sus reinos es violencia. Como iba a ser de otro modo entre nosotros, me preguntarán, pero es que la nuestra, la violencia humana, no se ejerce por necesidad, sino por placer, por odio, por ira o por ambición. En nuestra especie, el hambre es ansia. Nuestra historia es la historia del ansia. Y el ansia desequilibra; el ansia es la guerra. Pero supongamos que el ansia, es decir ese exceso de violencia, no fuese propia de la especie humana sino de esas poblaciones guerreras que hace varios milenios invadieron los territorios de poblaciones aparentemente apacibles; supongamos que las formas del ansia -la rapiña, la colonización, el imperialismo, la esclavitud y la expoliación- no hubiesen pertenecido desde siempre a nuestra especie, sino que fuesen propias de unas sociedades determinadas lideradas por clanes guerreros. Si esto fuese así ¿podría pensarse que la economía de producción, como versión moderna de la cultura del ansia, fuese algo eventualmente reversible? ¿podríamos, en tal caso, soñar con una nueva economía de subsistencia propiciada por una sociedad no patriarcal, orgánica y plural, educada en la compasión y no en la guerra?
Para hablar de la ira, por tanto, tenemos que empezar hablando de la violencia. Y para facilitar las cosas, mi idea inicial era establecer una relación entre dos figuras terribles, una del mundo griego, Medea, y la otra del mundo indio, la diosa Kali. Y pensé que un breve análisis comparativo podría llevarnos a entender la ira como la manifestación de una necesaria rebeldía, pero la historia se me complicó. Da la casualidad de que tanto Medea como Kali son figuras pertenecientes a territorios que, según la teoría más aceptada todavía hoy en día, fueron invadidos en la edad del bronce por pueblos procedentes del norte, los llamados indoeuropeos, que dieron lugar entre el 3000 y el 1500 antes de nuestra era a culturas que hemos podido conocer a través de sus respectivos textos. Estos pueblos nómadas, guerreros y patriarcales se asentaron amable o no tan amablemente en lugares habitados por poblaciones autóctonas, aparentemente también agrícolas o recolectoras, pacíficas -no tenían murallas defensivas-, cultural y urbanísticamente desarrolladas y sin estructura de poder jerárquico o patriarcal: en el Egeo la Cretense y en India la Drávida. Para hablar de Medea o de Kali, por tanto, no podía soslayarse el hecho de la asimilación por parte de las tradiciones indoeuropeas de elementos mitológicos pertenecientes a esas poblaciones autóctonas. Desenredar la trama de los sincretismos que remendaron tejidos anteriores no es cosa fácil. Los siglos se nos escapan entre los dedos, no tenemos certezas, solo indicios. Y a partir de esos indicios, podemos tejer hipótesis. Nunca relatos verdaderos. La verdad es, como sabéis, resultado de una equivalencia y para poder efectuarla hemos de tener ambos cabos en las manos, y en este caso nos falta el primero, por lo que cuanto más nos remontemos hacia los orígenes más inciertos será el relato. Y si a pesar de ello decidimos construirlo, habrá de ser con la conciencia de que lo que nos interesa no es que sea verdadero, sino que sea útil.
Criaturas híbridas
A veces, sin embargo, los indicios pueden llevarnos a curiosas conclusiones, algunas incluso que contradigan presupuestos iniciales. Puede sorprendernos, por ejemplo, averiguar que las criaturas monstruosas del mundo griego como Cerbero, la Hidra, la Esfinge, Ladón o la terrible Quimera fuesen todas ellas hijas de una misma pareja, el titán Tifón y la ninfa Equidna. Equidna que significa víbora, nieta también de Gaia -la Tierra- y hermana de las Gorgonas (Gorgon significa terrible), mitad ninfa y mitad serpiente que no envejece y habita en una cueva subterránea, lejos tanto de los dioses como de los humanos. Y Tifón, el último hijo de Gaia, gestado según dice Hesíodo en la ternura del tártaro sin intervención de pareja alguna, como en un pliegue de las tinieblas subterráneas, de él dice Hesíodo que salían 100 cabezas de serpiente dragón que lanzaban miradas de fuego y hablaban con la voz de los dioses tanto como con la de los animales o incluso silbaban como las montañas. Las múltiples lenguas de fuego del fuego original. También puede sorprendernos averiguar que los hijos de Equidna y Tifón, todos ellos híbridos, sean casi todos ellos también custodios de algo relacionado con aquel mundo anterior: las puertas del Hades, la entrada al Inframundo, los rebaños de Eritrea, las manzanas del huerto matriarcal de Hera, el fuego volcánico, etc., y que todos ellos mueren asesinados por las armas y/o por medio del engaño, a manos de un héroe Aqueo: Jasón, Teseo, Edipo, Hércules; también Equidna y su hermana Medusa, una de las 3 gorgonas, son asesinadas por Argos, mientras dormían. Medusa que es custodia ella también (la raíz med que su nombre contiene, al igual que el de Medea, por cierto, significa proteger). Gaia genera a Medusa para ayudar a los titanes en su lucha contra Zeus. Y también son custodias las Erinias, que serían las furias romanas protectoras de las leyes del cosmos, híbridas también ellas, hijas de Hades y Perséfone, eran fuerzas anteriores al Reino Olímpico y temidas hasta por los dioses y a los que, por cierto, no obedecían. Es evidente que todos esos monstruos, criaturas de entre mundos híbridas, de dioses y serpientes aladas, pertenecían a un orden anterior al del Olimpo y que la furia de Zeus -la guerra de Zeus contra los titanes- acaba con ese reino anterior.
La serpiente
A la serpiente la encontramos -en prácticamente todas las culturas- relacionada con las aguas, la renovación cíclica, el principio vital y, por tanto, con lo femenino, y también con algún tipo de conocimiento anterior y distinto del que se instaurara con la razón lógica. Recordemos que la serpiente no tiene oído externo, y su oído interno, sin embargo, es capaz de percibir las vibraciones de cualquier cuerpo y situarlo en el espacio, como también lo hace el murciélago, no en su caso por sordera externa, sino porque al cazar en la oscuridad se orienta por la repercusión de las ondas que emite a modo de sonar. Misteriosa criatura nocturna, el murciélago, habitante de las cuevas y cuyo esqueleto se parece extrañamente al de un cuerpo humano y que, aun siendo mamífero como él, tiene, no obstante, la capacidad de volar. El saber al que me refiero no se obtiene por los sentidos externos, sino por medio de un sentir que atiende a la composición sonora, vibrátil de los cuerpos. Esta sonoridad es algo que encontramos reflejado en la muy antigua figura de las dos serpientes entrelazadas, ascendiendo en torno a un eje o árbol. Una imagen que ya se encontró en Mesopotamia más o menos datando del 2600 antes de nuestra era y que de ahí posiblemente pasara a India, donde es muy frecuente en un período anterior a los Arios. Estas dos serpientes simbolizan el principio de toda vida en la Tierra, las dos fuerzas antagónicas y complementarias de la energía en movimiento en torno a una tercera, una espiral, movimiento espiral ascendente que curiosamente recuerda bastante a la cadena de una ADN.
El águila
En cuanto a las alas, estas pertenecen cambio al reino de arriba. Con la llegada de los indoeuropeos las dos serpientes se convirtieron en Grecia en las dos alas de un águila. Cuenta Homero que, durante el asedio de Troya, a los héroes griegos se les aparece un águila que lleva en las garras a una serpiente ensangrentada y que, al verla, el sacerdote que Calcante lo interpreta como una victoria para los Aqueos y fue, en efecto la victoria del reino patriarcal de los Aqueos sobre el principio femenino de Asia y Troya. Pero fue también la separación ideológica de dos principios que han de estar unidos para la vida: abajo y arriba, el agua y el aire, lo femenino y lo masculino: la serpiente alada. Valorado de acuerdo con las nuevas conveniencias, sin embargo, lo inferior, la tierra, la materia, la madre, la palabra inferior, sustrato y sustento adquirió valor moral -peyorativo por supuesto- y se convirtió en malo, y lo superior en bueno. Superior el espíritu, el padre, el cielo. ¿Eran, pues, figuras iracundas las figuras híbridas, las criaturas híbridas? en realidad no: eran figuras peligrosas porque correspondían a un universo que permanecía vivo e incontrolable en el imaginario colectivo de las poblaciones anteriores. Eran los rescoldos de un fuego soterrado. Todo apunta a que tanto la apariencia monstruosa de aquellas criaturas como la furia, la desmesura o la maldad con que se las describe respondiese a la voluntad de los gobiernos patriarcales de consolidar su dominio en un mundo de carácter posiblemente matriarcal o mixto. Los símbolos son fuertes y lo más económico es asimilar y reconvertir, no destruir; no es inteligente prohibirlos, es más inteligente desactivarlos. La destrucción engendra odio y el odio, rebeldía y todo buen estratega sabe que hacer del rebelde un enemigo es mucho más efectivo que hacerle mártir y que los dioses son la mercancía con la que trafican los poderosos. Así es, por ejemplo, como Lucifer el ángel insurrecto, portador de luz, vino a ser el enemigo, que es lo que la palabra Satán significa en hebreo. Un adjetivo que con el tiempo se convirtió en nombre propio.
Monstruos
Ahora bien, ¿cómo hacer para desenredar la trama de la tradición que hemos recibido y poner orden en la herencia? No se trata de arrancarles las alas a las criaturas híbridas y cortarles la cola para hacer de ellas seres normales. Monstruoso es la palabra que a lo anormal le añade valor negativo. Si lo híbrido se considera monstruoso es porque es diferente, altera el orden de las especies, no pertenecen ni a una ni a otra, ni a un reino ni a otro. El monstruo es una criatura que subvierte la norma, la normalidad, ese cerco en el que sentirse a salvo. Así que si lo otro, lo a-normal, lo que está fuera de la norma o se opone a ella es lo que pone en peligro el orden deseado y el orden deseado no es el más deseable, lo que corresponde no es modificar su apariencia, sino modificar el modo que tenemos de percibirla ¿Y no es esto precisamente lo que creemos que hacemos cuando hablamos de integración? Una palabra de la que hemos hecho un uso perverso. Integrar significa no tocar, non tangere, mantener intacto; pero no mantenemos intacto nada, lo que hacemos es asimilar, lo cual es justo lo contrario. Asimilar es convertir en símil, en igual. No aceptamos las diferencias, las a-simil-amos; convertimos en símiles, en iguales, los a-nomalos, los no semejantes, no iguales. No aceptamos políticamente lo otro, lo convertimos, lo domesticamos o, en el caso de los otros animales, lo antropomorfizados. Somos incapaces de aceptar lo no humano tal como es, si lo acogemos es siempre de alguna manera a costa de lo que es. Cuantos más rasgos hallamos en un animal parecidos a los de nuestra especie más lo respetamos. Y es que lo único que respetamos en él, en realidad, es a nosotros mismos. Lo único que nos conmueve son nuestras propias respuestas, lo único que comprendemos es nuestro propio lenguaje, lo otro, siendo otro, nos aterra. Sería tan simple, no obstante, verlos en lo que son, sería tan hermoso amar a la fiera en su fiereza, a la bestia en su bestialidad, al monstruo en su peculiaridad, a los otros en su diferencia. Pasar de lo monstruoso a lo peculiar, supone tan solo efectuar un simple giro mental, cuestión de lenguaje en realidad; de repente nos damos cuenta de que nuestro concepto de normalidad era en realidad muy estrecho y que la norma, no la del cerco, sino la de la vida, es la de un extraordinario conjunto de peculiaridades. Las poblaciones que han mantenido el contacto con la naturaleza, la de India, por ejemplo, hasta cierto punto tienen ciertamente una ventaja al respecto; la multitud de seres de todas las especies que allí conviven hace que las metamorfosis les resulten naturales. Allí los híbridos nunca hubiesen podido generar terror, los propios dioses intercambian sus cabezas con las de los animales sin que en ningún momento se considere monstruoso, ni siquiera extraño. Protectores, guardianes como podrían aterrarnos; más sabios, menos cargado del juicio que distorsiona y empaña la intuición ¿No seremos capaces de aprender de ellos algo de todo aquello que hemos olvidado? Tan solo en la medida en que seamos capaces de reemplazar la moral del semejante, del símil, por una ética más abarcante, más compasiva, estaremos en condiciones de incorporar lo diferente y sus múltiples y diversas hibridaciones. Esta es, evidentemente, una labor que está por hacer y urge a la vista de las denominadas quimeras que nuestros científicos han decidido ya engendrar en sus laboratorios. Ahora bien, si el monstruo es, por definición, una criatura anómala, los actos monstruosos deberán entenderse como aquellos que están fuera de la norma o que la infringen más allá de toda mesura. ¿Habremos de integrar también lo monstruoso moral? ¿Podremos?
Medea
Todos recordamos la historia de Medea, la que Eurípides nos cuenta, claro: Jasón llega a Cólquide en busca del vellocino de oro que está en posesión del rey Eetes, Medea es la hija del rey, se enamora de Jasón, le ayuda a robar la piel del carnero, se embarca con él hacia Corinto y vive años con él allí. Después, años más tarde, el rey de Corinto le dice a Jasón que le entrega a su hija en matrimonio. Jasón deja a Medea, el rey la quiere exiliar con sus hijos, y Medea se siente traicionada y mata a la hija del rey. Y luego, en venganza con Jasón mata a los dos hijos -sus dos hijos- que había tenido con él. Esta es la versión de Eurípides. Pero no parece que haya sido así. Según Pausanias, el historiador, Medea no habría matado a sus hijos, sino que estos habrían muerto lapidados por el pueblo de Corinto en venganza por la muerte de la hija de su rey. Y la tragedia había sido encargada a Eurípides por el pueblo de Corinto, que le habría pagado para que tergiversara la historia. Bien, esto entra perfectamente dentro de la hipótesis de las reconversiones patriarcales ¿verdad? Pero no es lo que aquí nos interesa; no me interesa el personaje de la víctima, resulta demasiado fácil. Quiero ver a Medea asumiendo el papel que le confirió el patriarcado para así poder subvertir el mito de acuerdo con lo que nuestros tiempos requieren. Lo que nos interesa es precisamente esa tergiversación trágica de los hechos que convierte a Medea de víctima en un ser monstruoso, si bien no por su apariencia, si por sus actos, porque lo que nos interesa es aprender a ver lo monstruoso con otros ojos, y esto sin duda no es fácil. Quiero ver a Medea la maga, la oracular, la terrible, la extranjera, la Cólquida, como la vio Lars Von Trier: cargada con el peso de una responsabilidad que los antiguos griegos desconocían, acostumbrados como estaban a delegar en fuerzas externas, en las Moiras, en este caso, la responsabilidad de sus transgresiones. Quiero verla encarnando la hybris más allá de lo personal. Quiero prestarle a Medea la voz ancestral que a todas nos pertenece para que diga en voz alta lo que cada una de nosotras no se atreve a decir, pues si bien poseemos el poder de generar la vida, de alumbrar, también poseemos el poder de negarnos a ello. Podemos negarnos a seguir colaborando en la rueda del hambre y del sufrimiento. Podemos frenar la proliferación de la especie. Medea es la que dice no. Y la difícil compasión es la que nos permite comprender que esto es lo correcto. A ese espacio de esa difícil compasión es al que tenemos que asomarnos tanto si queremos entender la ira como si queremos cambiar las cosas. Integrar lo monstruoso moral implica un grado de comprensión que supere la moral vigente, que nos lleve fuera de nuestros cercos; fuera del cerco cada una somos más, mucho más de lo que somos dentro, porque fuera somos todos. Pero la moral del semejante no da pie a eso y de nuevo nos encontramos con la imperiosa y urgente necesidad de otra ética.
Kali
Vayamos ahora a otro lugar, India, para encontrarnos con la terrible Kali. La idea sería tratar de averiguar si en la sociedad Védica ocurrió con las figuras terribles algo parecido a lo que pudo haber ocurrido en territorio Aqueo. Veremos que sí. Pero también veremos que la reconstrucción y la subversión tienen lugar dentro de la misma tradición y en tiempos bastante anteriores a este. La idea de que, bajo sus múltiples apelativos, la diosa fuese en India anterior al universo Védico es prácticamente unánime entre los investigadores; no obstante, es verdad que aparece muy pocas veces mencionada en los himnos. En el Rigveda nos encontramos con un principio femenino generador de todos los dioses -al igual que Gaia o al igual que Asera- que es Áditi. Áditi significa ilimitada, y de ilimitada, dicen los Vedas que es el cielo y la atmósfera, que es la madre, el padre y el hijo, todos los dioses, y las 5 razas. Áditi es lo que ha nacido y lo que está por nacer. Y también encontramos a Pritiví -la Tierra- formando con el Dyaus Pita -el padre cielo- la pareja cósmica (el mismo Dyaus Pita que luego sería el Júpiter de Roma y que sería el Dios padre del cristianismo). Más tarde, en los Brahmanes ya en el siglo ocho/sexto antes de nuestra era, encontraremos a Prakriti es un principio matricial que junto con Púrusha, también aliento vital, dará lugar a la aparición del mundo de las diferencias. Esta pareja primordial seguirá apareciendo a lo largo de los siglos bajo diversos nombres, incluso en forma andrógina, y en todas ellas la parte femenina será el principio activo sin el cual el masculino, el otro, queda inerte. Sin embargo, el principio femenino no aparece personificado bajo un aspecto iracundo y terrible hasta mucho más tarde en los Puranas: a Kali, la oscura, la encontramos en el Devi Mahatmya en dos relatos de tipo épico; en uno de ellos, la gran Kali brota del cuerpo dormido de Vishnu para proteger a Brahma de los demonios: los Asuras; y en el otro surge del entrecejo de Durga, a la que los dioses crean cuando se ven incapacitados para vencer por separado, por ellos mismos, a los Asuras y deciden juntar sus fuerzas. Durga significa la invencible (es pues aquí la quintaesencia del poder de los Devas) y de su cólera en el campo de batalla es de la que surge -de su entrecejo- la temible Kali, feroz, rugiente, atravesando los cielos y engullendo los ejércitos enemigos.
Bueno, sería muy fácil deducir a partir de ellos, sin más, en India como en Grecia, que el aspecto terrible de lo femenino haya tenido la función de asentar el dominio de los pueblos invasores. Durga y Kali no solo están aquí al servicio de los Devas, sino que emanan de ellos; su cometido es librar el combate que habrá de defender su reino y un orden que, al igual que el de los dioses olímpicos y más tarde el de la cristiandad, es arriba la fiel representación del orden que se pretende mantener abajo. Venga a nosotros tu reino aquí en la tierra como en el cielo.
La ira
Ahora bien, remontar el orden de las diferencias implica anular las dualidades de todo tipo: sociales, morales y religiosas, cosa altamente subversiva puesto que tanto el orden político y social como el cognoscitivo se justifican por las diferencias: agrupaciones, partidos, sectas, géneros, especies, etc. Si eliminamos los cercos, la razón se queda sin razones para el odio. Y sin odio ¿qué falta hacen las insignias y los dictadores? En ese camino de regreso, la imagen de Kali o de Durga se reinterpreta para encarnar la anulación de los opuestos. Tenemos a la Kali blanca. Dualidad, vida, muerte. La Kali blanca es la creadora, al contrario que la Kali negra que es la destructora. La terrible más terrible es la negra. Lo divino y lo animal, lo ortodoxo y lo heterodoxo. La piel de tigre es la que viste Kali, indica su carácter salvaje, que no es el de los Devas precisamente. La pureza e impureza. Aparece despeinada porque las mujeres habían de soltarse el pelo en los días de menstruación para mostrar que esos momentos eran momentos de impureza, se consideraba impura, por lo tanto, el hombre no podía acercarse. Bueno, pues como veis, Kali es la despeinada, la impura. Destrucción y creación también. Por supuesto, esa dualidad también se anula.
Esta subversión de los códigos morales y sociales la lleva a cabo el Shivaísmo, a partir ya del siglo 8 o 9, en su propia tradición. Y esta eliminación de las dualidades, creo que ya fuera de toda circunscripción ideológica, me parece que debería de ser una enseñanza que podría interesarnos si queremos superar esa moral excluyente de la que hablaba y que caracteriza a nuestras sociedades actuales. Escribe George Bataille en 1937 en la revista Acéphale: “La Tierra ha sido destripada, pero lo que los hombres extrajeron del interior de su vientre fue sobre todo hierro y fuego, con los cuales ya no dejan de destriparse entre sí. La realidad incandescente de la Tierra no puede ser tocada ni poseída por quienes la desconocen”. Esta cita ilustra sin duda la actuación del sistema patriarcal, marcado desde sus inicios por la expoliación y la codicia. ¿Podría enmendarlo un matriarcado que si estuviese a las mismas reglas de juego? Ciertamente podemos invertir los papeles, pero ¿de qué sirve reemplazar los ingredientes si el caldo está podrido? Lo que necesitamos ahora no es una simple inversión, sino una auténtica transformación, un cambio de paradigma que abarque todos los ámbitos, pues no se trata tan solo de transformar nuestra “economía”, es decir, nuestro modo de gestionar el ecosistema; se trata de pensarnos de otro modo. Vivimos en un mundo de valores patriarcales y esto no cambiará invirtiendo simplemente el orden de los géneros. Mientras sigamos alentando las diferencias continuaremos creando al enemigo, y esto será señal de que seguimos moviéndonos en una ideología patriarcal. No habremos modificado esencialmente nada. ¿Cómo entonces, dar el salto indispensable a esa humanidad superior, capaz de soñar con un mundo poshumano o como algunos lo han denominado posantropocéntrico en el que las diferencias entre especies en términos valorativos no tendrían lugar ni razón de ser? Superar las dualidades es eliminar fronteras. Y qué duda cabe de que la ira no las elimina, sino que los consolida. La ira nos mantiene en un estado de guerra.
Suele asociarse la ira con la rebeldía, pero tiene poco que ver una cosa con otra realmente. La rebeldía, creo, que ha de ser sin ira para ser eficaz. Pero esto requiere un entrenamiento. La ira es una pasión que, como escribía Séneca, no se da sin que una idea la despierte. Cuando dejamos que a una emoción se adhiera una idea, la emoción se convierte en movimiento sentimental. Y lo malo no es que tengamos sentimientos, lo malo es que en los sentimientos creemos. Cargada de creencia, la idea adquiere entonces valor de verdad, se convierte en ideología. Y cuando esto sucede, el juicio se nubla, la voluntad pierde su dominio y el cuerpo se convierte en proyectil. No, la ira no produce cambios; la ira es tan solo un instrumento o un arma en manos más calculadoras. Un pueblo en armas es una fuerza, pero no piensa, como mucho, opina, y la opinión es cosa fácil de construir. La ira no produce cambios, la ira es mercenaria: sirve a quienes más la excitan. La ira, la guerra de todos contra todos, el ansia de poder y de dominio responden al régimen patriarcal que hemos heredado. El de esos pueblos que supuestamente acabaron con un mundo en el que quisiera pensar que compartíamos el territorio con otros animales, en el que respetábamos el paso del tigre y el de los elefantes, en el que se cumplía con la ley del hambre, pero no de la codicia. Lo que debemos transmitir a las próximas generaciones no es un estado de guerra, sino la conciencia de que todos formamos parte de un organismo al que no podemos agredir queriendo o creyendo ser independientes como especie o como individuos. Si hemos de encontrar un cambio de paradigma que nos sirva para los tiempos venideros, no será mediante la ira, sino mediante un trabajo de la conciencia que nos permita salir de los estrechos límites de nuestros cercos grupales, ya sean de raza, género o especie, pues no hay acción socio política correcta sin que previamente no haya habido por parte de cada cual una acción ético política personal.
Y tal como he empezado, me parece pertinente terminar subvirtiendo aquel poema que Celan le dedicaba a Hölderlin y que decía “Si viniera, / si viniera un hombre, / si viniera un hombre al mundo, hoy, con / la barba de luz de / los patriarcas: / debería, / si hablara de este / tiempo, / debería / sólo balbucir y balbucir, /siempre-, siempre- / así así”. Y yo diría “Si viniera, /si una mujer viniera, ahora, / si una mujer viniera al mundo con / la espiga de luz de / las matriarcas: debería / si hablara de este / tiempo / debería / tan sólo balbucir, balbucir / y así tal vez / tal vez así / así así / tal vez”.
*Hoy, en Un homenajear de (In)contable Dispersión, Chantal Maillard y la tremenda conferencia que dio en 2019 en el Centro Cultural Contemporáneo de Barcelona, en el marco del ciclo Feminismos, sobre la ira como posibilidad para el cambio. Aclaramos que no se trata de una transcripción minuciosa ni exacta ni completa de las palabras de Chantal, sino de un recorte -un tanto amplio, eso sí- para que la conozcan, les avive la curiosidad y les procure pensar(se).
Le damos gracias a Juan Caicedo por la bella ilustración.