En el campo
Por Blas Estévez
Te encontraron muerto, estabas frío. Levantaron una de tus manos y la dejaron caer con pasmosa serenidad y tu mano enorme cayó y cuando cayó levantó una noche de polvo. El ruido contra la tierra produjo apenas una conmoción en los rostros que te miraban, una seca sacudida se paseó por las grietas de una piel aturdida, que desapareció por la fuerza de lo habitual, por la costumbre lúgubre de terminarse, así, sin más. Terminarse. Tus pulmones habían crecido y de tanto crecer terminaron por explotar; es que esa lechosa araña te llenó de un sutil veneno, a vos y a los que te miraban, que entraba por los ojos volviéndolos amarillos y ocultándolos en una cueva morada; entraba por la nariz dejándola rugosa, insensible, seca; o se afilaba en la boca y la hacía estallar y sobraban encías desdentadas en aquellas tierras, policromías verdosas y amarillas y negras, carcomidas miserias. Esa enorme serpiente fumigadora que se enroscó por dentro, acaso sin llamar tu atención, con cinismo se divertía mientras te devoraba con tenaz paciencia, lentamente… Y ahora una bolsa de piel estivando huesos porosos y carnes secas, un pedazo de osamenta que ni para carroña.
Estabas muerto, tirado sobre la misma tierra que había convertido tu vida entera en una ardua jornada de trabajo. Tus venas enormes ya se desinflaban y tus uñas de barro se preparaban para alimentar mitos. Una fosa poco profunda te esperaba, también algunas insensatas plegarias. Acaso todavía demasiado ajenas, como suele suceder con los practicantes obligados, cuando el credo es exótico. Como si hubiese un pedazo de resistencia sobre un fondo escéptico. Vaya a saber…
A tu alrededor eran cuatro los que te miraban como quien está adecuado a las fatalidades, a estas fiestas mortuorias tan caras a la ley de los señores de los alambrados. Aún se olía el veneno en el aire porque lo tenían también en sus manos de barro. Es que no eran tan distintos tus ojos de muerto de los ojos vivos que te escrutaban; acaso también crecían en neumática determinación sus pulmones fumigados.
Tus hijos, hay que decirlo, lentamente morirían de hambre o de trabajo, porque las cosas suceden así. Hijos ya viejos ni bien nacían. Con letanía, con fiera malicia, con diabólica simpleza es como suceden las cosas en la tierra trabajada del campo. La más primitiva empresa, en la era del alambre, imprime en los rostros la arquitectura de un patíbulo de trigo, de soja, de vaca. Un suplicio secreto que espera con babosa lujuria tus carnes, tus huesos, tus manos para engordar el tesoro estanciero.
Los señores del alambre te dejaron dormir en cuevas al lado de sus máquinas, cerca de sus bestias, pero lejos de sus pieles de leche. Tu cueva profunda, con pústulas que hervían debajo de las mantas, olía a humo. Era tenue la luz con la que comías, cuando comías; y, sin embargo, largabas al mundo los granos, los hacías cruzar el mar y allá lejos nadie se preguntaba por el veneno que crecía en tus pulmones agujereados. En tu cueva una luz mortecina brillaba en tus ojos: velas tenues parecían tus ojos, resplandores diminutos que centellan livianito en la noche estanciera. Canallas! Te dijiste alguna vez, secreteando con vos mismo, a punto de dormir, a punto de llorar. Pero la bestia envenenadora no te dejaba llorar porque te secaba los ojos; lastimaba ahí para que nunca puedas ver su ingeniería monstruosa.
Los brotes aún no habían salido, ya saldrían una y otra vez y la ritual costumbre repetiría la escena: caerían otros con furiosos zumbidos, como pesadas bolsas de piedra que se desploman en las tierras del campo, en la era del alambre. Ahora el sol se desparrama sobre las primeras moscas que bailan a tu alrededor. Estás tirado en ese suelo tan de siempre y te miran unos pocos ojos que aún no se determinan a cargarte y echarte en improvisada fosa.
El señor del alambre, en su residual coquetería, parece indiferente. Mira de lejos, como quien sospecha. Tal vez alguien atine a avisarle que la noche, en algún momento, cubrirá sus tesoros y su campo parcelado brillará en la caída de sus alambres.