Pagando escondedero a peso

 

 

Pagando escondedero a peso[1]

 

Por Cicerón Navega

Revista “Ojo de buey”, año 2000

Recopilador: Iván Aponte

Séptima parte

¿Cuántas veces tiene pensado venir hasta aquí? ya me está dando mamera, dice de entrada, malencarado y cruzando los brazos al igual que un niño molesto. Los diminutos ojos se pierden bajo el cejo que colapsa sobre la nariz, formando un grupo de surcos rubicundos en el choque de las cejas.

Espero que, además de esta ocasión, solo tenga que hacerlo una vez más. Procuro mantener la ecuanimidad que hasta ahora me ha acompañado, mientras dispongo la grabadora de cinta y el cuaderno de notas. La mirada tensa de Martinez va aflojando de a poco hasta adquirir un talante serio, pero cordial.

La grabadora esa que usted me trajo… me ha servido mucho. Al principio, como no sabía manejarla, borraba o grababa encima de todo lo que ya había grabado antes. Me ponía los nervios de punta el aparato ese. Ya después uno de los chicos me enseñó cómo usarla. Ahí tengo un montón de notas, como para un libro, fíjese.

Es un buen primer paso.

– Escribir un libro no es tan difícil, no me venga a desinflar. Básicamente lo que usted va a hacer es escribir todo lo que yo le conté, y ni siquiera de memoria, porque esa grabadora de cinta le va a dictar al pie de la letra lo que debe poner en su croniquita mierdera. Gran cosa. Yo, en cambio, sé de lo que hablo. El mérito está en lo vivido, en la autoridad que se tenga para decir las cosas desde la experiencia. Los que son como usted ni siquiera eso tienen, no les queda otra más que andar pescando gente como yo, gente que les da algo que vale la pena ser contado, porque si les preguntaran sobre lo que hicieron esta mañana, lo único que podrán decir, a muy duras penas, es que sobrevivieron al bajar de la cama.

Siendo honesto, no lo había visto de esa manera. Sé muy bien que sobra decirlo, sin embargo comparto algo de aquella razón expuesta de manera tan salvaje. La idea de reconocernos a partir del pensamiento más insignificante, en aquel que nos resulta monstruoso es, ciertamente, algo risible.

– En cambio Magredo si sabe apostar, porque lo pone todo y va por el todo. Él creyó que me iba a molestar con ese jueguito de escondite improvisado, pero honestamente me dio algo con qué mantenerme entretenido. Yo lo estoy buscando y cuando lo encuentre, después de cobrarle lo que me está debiendo, le voy a regalar algo que contar para el resto de sus días.

¿Cuánto le está debiendo Oscar? pregunto sabiendo que no se trata de un “cuánto” si no de un “qué”.

Le digo después, cuando terminemos las entrevistas. Voy a seguir contándole todo lo que pasó después de que dejamos a los dos renacuajos y a la niña en la sala de cirugía. El chofer empezó a vomitar por todos lados; decía que era el alcohol, que no había comido nada, etc. Pero yo me di cuenta del asco con el que nos miraba y del fastidio con el que participaba de la disección. Le abono los huevos por haber aguantado y por haber puesto en órbita a dos de sus propios colegas, pero era obvio para mí que el tipo estaba en shock por todo lo que había visto. Me sorprendió que trabajando con gente tan sádica no estuviera acostumbrado a participar de ese tipo de cosas, a verlas, por lo menos.

¿Y qué tipo de sospechas tenía del chofer?

Yo empecé como un loco a interrogarlo, una pendejada de pregunta tras otra, pero en medio de cinco preguntas estúpidas, metía una pregunta clave que me revelaba algún tipo de verdad que interpretaba como una pista; cosas como ¿Usted prestó servicio? ¿Tiene familiares en la policía o en el ejército?, esa gente siempre es bien pendeja y se la pasan sintiéndose orgullosos de esas mierdas. No pueden evitar pavonearse. Efectivamente venía de una familia de tombos. Me habló del linaje, de un montón de estupideces acerca de la vida como hijo de un policía y de cómo él había roto con esa línea de sucesos maricas que llevan a un desdichado monigote a ser idéntico a su padre. Ya no se ríe de sus propios chistes y se ha alejado por completo de aquellas primeras formalidades con las que me trataba al principio. No ha ocultado su desprecio hacia mí nunca, pero ahora lo siento molesto, y creo que está relacionado con la deuda que Magredo dejó sin pagar.

En definitiva, el tipo no tenía la culpa de ser un imbécil, sin embargo a mí no me convencía del todo esa versión de la historia. Le dije entonces que se tomara una cerveza, que eso lo ayudaba a estabilizarse. Me dijo que sí, entonces agarré una cerveza y le puse parte de un coctel de pepas que había hecho durante la noche, mientras ese par de maricas se toqueteaban. Yo sabía que había unos veinte minutos en donde el chofer iba a aflojar la lengua antes de quedarse dormido. En el momento en el que pillé que al tipo se le blanqueaban los ojos sentado en el asiento del conductor, aproveché que el negro estaba fuera de concurso, completamente dormido en la parte trasera de la camioneta, para empezar a interrogar otra vez al hijueputa este. Uno creería que es muy difícil agarrar a un infiltrado, sobre todo cuando se supone que están entrenados para eso, pero aquí todo es una pantomima, un simulacro de ley y orden. El tipo se dejó agarrar facilito. Le voy a dar el nombre real, porque eso salió en los periódicos cuando allanaron la sala de operaciones,  “Teniente Arley Miranda Gonzaga, en servicio activo desde el 86“. Desperté al negro a punta de cachetadas y como pudo se levantó, estaba hecho una mierda. Le conté de una todo lo que había dicho el chofer. Por un momento me dije a mí mismo “Ahora me va a salir con que lo conoce y bla, bla, bla”, pero sin pensarlo dos veces, me contestó que volviéramos al quirófano para depilar vivo a ese hijueputa. Hizo un par de llamadas, corroboró el nombre y confirmó con su jefe lo que íbamos a hacer. “Luz verde, viejo” fue lo que me dijo cuando terminó de hablar. Entramos al tipo en el quirófano, que sin mentirle parecía una charcutería del infierno, porque habíamos hecho un trabajo asqueroso, malo, malo. El negro había estado demasiado ebrio y yo demasiado molesto. Así nadie se concentra, por eso hicimos un mierdero. En fin… Colgamos al tipo boca abajo, al chofer, mientras despertaba, y salimos a desayunar a una panadería del barrio. El negro me dijo que ayer habían limpiado el quirófano. Los de la limpieza ya no volvían sino hasta dentro de 2 días. “Vamos a dejar una nota para que no toquen a ese hijueputa. Dejemos que le dé un derrame y después, si nos queda tiempo, lo depilamos”. Volvimos al quirófano, el negro escribió una nota que dejó en un buzón rojo cerca a la entrada, volvimos a la camioneta y nos alejamos de allí.

El relato, que parece vívido en los recuerdos de Martinez, me resulta, por no encontrar términos aún más adecuados, escabroso e inaudito. Una vez más, encausado en el dilema, intento disipar todo pensamiento reaccionario que pueda terminar con graves repercusiones, que a primera vista parecieran ser buscadas innecesariamente, pero que en realidad suscita una necesidad, no solo de preguntarme a mí mismo si ¿es realmente necesario pasar por alto el profundo resentimiento y terror que inspira un sujeto como Martinez?, sino de sentirme encauzado de manera irremediable al desenlace violento.

Desde que las entrevistas se trasladaron a esta habitación es claro que las conversaciones se han puesto mucho más intensas y explícitas. Una de las cosas que más me sorprende es la velocidad con la que consiguió adaptarse a las escenas turbias y sanguinarias de su nueva cotidianidad. El Martinez autoproscrito que salía de su casa con el único objetivo de llegar al trabajo y viceversa, aquel que no contrataba negros, ni cristianos, ni mucho menos negros cristianos, el mismo ser que desapareció sin huella, y que algunos lloraron por nostalgia y otros por deudor, apareció muerto, calcinado; entre paredes de fuego se hizo carbón y cenizas en el incendio de una cantina, a doscientos kilómetros de la única familiar que se preocupaba por él. Ese Martinez ya no es parte del Martinez que ahora tengo frente a mí.

Ese es el quinto tombo que me achacan; los dos que agarramos a bala, los otros dos con los que llegó el negro en la camioneta el día que trajo también a la niña, y el sapo infiltrado del chofer. Cinco -continúa Martinez, quizá reaccionando ante mi silencio. El negro me dejó en la posada y se fue. Tres días después allanaron los quirófanos, pero según, todo estaba pensado para que los encontraran.  La gente de limpieza ya había retirado todo el instrumental. Un colega suyo, Gustavo Potosí, encontró los cuerpos porque nosotros mismos le sapiamos la ubicación. El tipo hizo todo un escándalo, pero nadie le paró bolas porque estaban ocupados con los asuntos del acuerdo de Viana y toda esa mierda con el ELN. Los tombos aprovecharon para iniciar una cacería absurda, porque para empezar estaban buscando por el lado que no era, preguntando por la familia equivocada. No daban pie con bola. El negro y yo éramos fantasmas y al jefe de este tipo no lo conocía nadie todavía. Pero la información es como el agua, se va filtrando y pasa hasta por entre la piedra. Obviamente la policía sabía cuál era el objetivo de la misión de Miranda, pero nunca consiguieron acercarse al jefe del negro, así que básicamente no tenían nada. Pero vea, la vida es muy hijueputa; estos malparidos dieron con la mamá del negro, se la llevaron para asustarlo, pero al negro le tocó dejar que le desaparecieran a la mamá para que no lo agarraran. Eso también apareció en los periódicos; la anciana en la bolsa de la recta Cali Palmira. No era posible reconocerla, la habían vuelto una nada y la pasaron como N.N. cuando vieron que nadie se apareció preguntando. Todo eso que le estoy contando lo averiguó el negro con un conocido suyo que trabajaba en el anfiteatro del Hospital Universitario. Dos semanas después, el negro me dijo que le estaban respirando en la nuca porque se había estado paseando con un muchachito que resultó ser el hijo de un subintendente de la Policía. “Nos tenemos que perder”, me dijo. Yo agarré mis cosas, incluido todo el dinero, y me monté en la camioneta.

¿Era la misma camioneta que conducía el agente encubierto? Pregunto.

¿Agente encubierto? Al sapo hijueputa ese, al agente encubierto, se le reventaron las venas de la cabeza. Obviamente no era la misma camioneta, pero al fin de cuentas el negro ya estaba fichado, así que el cambio de camioneta importaba un culo. Condujimos siempre con un Renault 4 en la retaguardia, hasta que entramos en las calles sin pavimentar de un barrio en plena construcción. Nos bajamos a toda prisa. Yo empecé a seguir al negro sin preguntar nada. Tres tipos se bajaron del Renault 4, empezaron a caminar hacia nosotros. El negro entró por entre un callejón estrecho que desembocaba a un pequeño parque lleno de árboles. Trataba con todas mis fuerzas de seguirle el paso, pero ese malparido parecía una gacela. De todas formas el esfuerzo que hacía por alcanzar al negro, sirvió para dejar atrás a los tipos del Renault 4. Cuando los tombos vieron que nos perdían, empezaron a gritar que eran agentes de la ley, pero no pudieron abrir fuego porque había un jurgo de gente en la calle. Pasamos por entre los improvisados garitos de un mercadito criollo. Al fondo había una casita azul celeste, con un jardincito de clavellinas bien florecidas y un muro de bahareque. Antes de entrar, el negro me dijo que el jefe nos iba a apadrinar esta estadía, pero que tuviera mi plata cerca por si se nos ofrecía.

Era otro refugio.

Sí. Pero este parecía un club. La gente estaba más relajada, bebiendo y comiendo. Por 120 pesos el segundo, más la exigencia mínima de 12 horas, si no te garantizan al menos el Whisky es porque el negocio no funciona. Nadie daba miedo, no de la manera en la que está uno acostumbrado, salvo un par de mercenarios que debían ser muy valiosos porque según me enteré, estuvieron doce días escondidos. Nosotros estuvimos sesenta y tres horas. Más de 27 millones de pesos pagó el jefe del negro por cada uno.

¿Por qué estaba tan interesado el jefe en tenerlos a ustedes con vida?

Porque también era un maricón como el negro y andaban enamorados. Pero cada uno salía por su cuenta. Al negro le gustan los alcahuetas, por eso el jefe era el amor perfecto. Yo no preguntaba mucho, siempre que saliera beneficiado, no me importaba nada más. Como dicen, hacer del culo un candelabro. Como el negro me había agarrado cariño, me compartía casi todo lo que lograba sacarle a su jefe. El caso es que esas sesenta y tres horas fueron algo de lo más productivo. Al negro le habían encargado el secuestro de un abogado, apoderado de una vieja que le decían Blanca Arciniegas, y que le servía al jefe como testaferro de varias propiedades en el Valle. Este tipo, el jefe, se había enterado, gracias a un tinterillo muy confiable, que su testaferro estaba buscando la manera de traspasar una de las propiedades a nombre de un tal Camilo Masías, estafador de poca monta y uno de los novios de Blanca. Al jefe no le pareció bien que sus cosas quedaran en manos de un tipo como ese, así que se le ocurrió auditar al abogado que le estaba ayudando a hacer el traslado de las propiedades a Blanca y le encargó al negro que se lo llevara apenas saliera del escondedero. Como llevarse al tipo no iba a ser sencillo porque casi siempre andaba con la vieja ésta, para arriba para abajo, hasta al baño iban juntos, tuvimos que seguirlo durante una semana para ver en qué momento se quedaba solo el malparido ese. Le pusimos una “sombra” para que pillara la rutina. Apenas salimos del escondedero lo agarramos de una, un sábado en la noche cuando llegaba a su casa en un taxi y no acompañado del grupo de escoltas de la vieja Blanca. Le pusimos una bolsa de tela negra en la cabeza y lo metimos al carro. Como no se dejaba de mover, el negro me dijo que le inyectara una vaina que tenía en una maletica de primeros auxilios en la parte de atrás de la camioneta para que se quedara dormido. Puras ampolletas y dos jeringas enormes. Agarré una de las ampolletas al azar y llené una de esas jeringas de 500 mililitros con varios de esos frascos que estaban en la maleta; “ponésela en el brazo” decía el negro, como impaciente, porque pilló que el abogado había empezado a patear duro la puerta. Yo me le fui encima y le inyecté todo el contenido de la jeringa cerca al cuello, entre la clavícula y el omóplato. El tipo empezó a convulsionar a los dos minutos, después, antes de morir, se cagó en los pantalones. Nunca pensé que alguien pudiera cagar tanto. Llenó la parte de atrás de la camioneta de vómito y diarrea mientras se lo llevaba la muerte. “Lo maté…” le dije al negro. Pensé que me iba a madrear, pero en vez de eso empezó a reírse. Me dijo que estaba bien, que nos servía para otra cosa que necesitábamos hacer.

¿Le dijo el negro lo que le había inyectado usted al abogado?

Ricina…

Pero el efecto fue muy inmediato.

Ricina, morfina, adrenalina, anfetaminas disueltas… un par de cosas más. No había manera de que el tipo se salvara.

¿Qué hicieron con el cuerpo?

Le metimos un bloquecito de anfo en el estómago y se lo dejamos en la casa al novio de la vieja Blanco mientras trabajaba. Lo reventamos justo cuando el tipo entró a la casucha esa en la que vivía. No quedó nada. Como no habíamos calculado bien la cantidad, reventamos media cuadra esa mañana. Aparte del tipo este, nadie más murió en la explosión, pero aun así se entregó el mensaje. Más tarde el jefe hablaría con la vieja Blanco para que devolviera casi todas las propiedades. Unos días después mandó a decir que debíamos poner las propiedades que le habían quitado a Blanco, algunas a mi nombre y otras a nombre del negro. Pues bueno, como esas cosas nunca son peticiones reales sino exigencias de vida o muerte, dije que sí. Una semanita después tenía a mi nombre más de 8 propiedades grandes y 10 locales pequeños dedicados al comercio de aparatos electrónicos, sobre los cuales, se supone, iba a recibir una renta. Cuando me agarraron, no había alcanzado a gastar un solo peso de lo recaudado en rentas y comisiones.

¿Seguía viviendo en la posada?

Sí, sí… No había necesidad de irse para otra parte. Pero la última semana, justo antes de llegar aquí, le dejé la maleta con el dinero a la vieja. No se crea que por bondad, sino porque sentí una pereza terrible al pensar que debía seguir andando con esa maleta por todos lados, mientras el negro me arrastraba de una mierda absurda a la otra. Yo ya tenía la resignación de un náufrago, así que la idea del dinero había trascendido, ¿me entiende?

Por supuesto.

Me fui de ahí y el negro me recibió en una casa asquerosa, parecía un contenedor, sin ventanas y con una sola puerta al frente. Como las baldosas del piso estaban levantadas, casi me voy de narices al suelo, pero alcancé a prenderme de una de esas paredes todas cochambrosas. Al fondo de ese pasillo alumbraba un bombillito, pero la luz casi no llegaba a la entrada, así que tocaba caminar con cuidado. “Esta es la casa donde me crie, nadie la conoce” me dijo el negro cuando entramos a una habitación con cuatro camas pequeñas y una cuna vieja, todo lleno de polvo, de ese polvo denso que parece una tela. ¿Sabe de cuál le hablo?

Sí, sí. Lo entiendo.

Cuando fui a sacudir uno de los colchones para acostarme a dormir, me dio la impresión de poder quitarlo como se quita una sábana. La mierda esa parecía una sola pieza, era como un edredón de polvo. Yo estaba aterrado.

¿Eso le aterra?

¿A usted no?

Hay cosas peores…

No para mí. En la posada, al menos, mantenían el aseo. Yo le pagaba a la vieja para que las cosas estuvieran siempre limpias. En el hotel era distinto. Quería ser asqueroso, dejar que otro se encargara de mi mierda, por puro goce, también porque sabía que no viviría ahí durante mucho tiempo. En la posada iba a apestar todos los cuartos y a llamar demasiado la atención del resto de inquilinos,  y no sé si usted se imagina lo mucho que distaban las actitudes con respecto a los huéspedes del hotel.

¿Qué pasó después de que se instalara en la casa del negro?

Hubo como tres días en los que no hicimos nada. Comíamos, veíamos la televisión y vivíamos tomando siestas larguísimas. Dormíamos como doce horas al día. Luego, una mañana, el negro se levantó de la cama como un resorte y me dijo que teníamos que ponernos a trabajar. Había que meterle una bomba a un banco que había cerca al centro y nos tocaba a nosotros. De alguna u otra forma nos iba a cobrar el favor del escondedero, entonces le dije al negro “de una”.

¿Nunca pensó en negarse a alguna de las propuestas que le hacían?

¿Para qué? Como ya le dije antes, ese tipo de propuestas solo tienen una respuesta posible: sí. Todo lo contrario a esa respuesta trae una reacción determinante, negativa, por supuesto.

Una consecuencia…

Que cosa tan rara. Usted viendo solo lo obvio. Mi disposición no estaba motivada por el temor, sino por la posibilidad. Si me negaba la única “consecuencia” no sería una acción en mi contra. Si me negaba perdía la oportunidad de exponer sin restricciones una parte de mis deseos y fantasías más sublimes, que era volar algún edificio, ojalá, lleno de gente. Pero el banco apenas estaba adecuando las instalaciones. Como aprovechamos la hora del almuerzo para tirar el paquete dentro, los obreros que salieron a comer se salvaron.  No hubo ninguna víctima, pero la gente corría de un lado al otro en tremendo escándalo. Después de un rato, empezaron a aparecer un poco de idiotas con baldes de agua y extintores mientras llegaban los bomberos, pero como nosotros habíamos puesto unas botellas con aceite amarradas al anfo, esa mierda explotaba cada vez que le tiraban un baldado de agua. El edificio se quemó enterito. Cuando vimos que las llamas salían por el techo nos dimos por bien servidos.

¿Para quién era el mensaje?

¿Yo qué voy a saber? Nunca le pregunté bobadas al negro. Ver a toda esa gente enloquecida, empujándose los unos a los otros, queriendo alejarse del sitio de la explosión, del pánico, ¿comprende?, incluso si eso implica dejar al otro atrás como si obligatoriamente tuviésemos que alimentar el terror con la tragedia, me hacía sentir feliz.

¿Qué más ocurrió durante esa última semana?

Eso se lo cuento la próxima vez. Vamos a hablar de su amigo Oscar. Le voy a contar lo que le corre pierna arriba, para que se haga una idea de lo que puede salpicarlo a usted.


Octava parte

La idea siempre ambigua e inacabada del mal, de lo que comprendemos como la manifestación desencajada de aquellos que no participan (algunos sustraídos del mundo por el delirio, otros con pleno conocimiento del daño que hacen), de los pactos ni de las reglas que constituyen los pilares de nuestra cultura, reduce la capacidad de  complejizar las lecturas del comportamiento dañino o autodestructivo que  nos caracteriza, entonces dejamos a un lado las infinitas variantes de su definición, mucho más reveladora cuando es observada lejos del lente insidioso de la moral y la relación rampante con la locura. Nuestro entendimiento de la realidad está siempre cimentado sobre el fango nauseabundo de la ignorancia.

En países como este el mal tiene unas dimensiones especiales, no solo por el espíritu sanguinario de su oligarquía o por la forma folclórica, exuberante podría decirse, con la que suele operar, apañado en innumerables ocasiones por agentes de la ley, sino porque acostumbra estar representado por sujetos con cargos de poder político legítimo que garantizan desde lo legislativo y lo judicial, un reinado para la corruptela y un estado perpetuo de barbarie tan parecido a un rito oscuro, a una ceremonia de sacrificio interminable, que a falta de un gobierno se ha interpuesto una secta.

Pensar que algo así, siniestro e inasible, poderoso y malintencionado en iguales proporciones, late permanentemente a nuestro lado, habitando en los corazones de maneras tan inesperadas, tan silenciosas, irrumpiendo en el mundo con innegable desprecio o total displicencia, debería, cuando menos, llenarnos de terror. Esa codependencia llena de tratados informales, de contratos verbales cuyas palabras hace mucho arrastró el viento; la obviedad empoderada en las normas y la trampa que nace con la fragilidad de la ley, no son solo muestra de la ligereza que poseemos para generar acuerdos, sino que resultan ser una prueba irrefutable de la existencia de la buena fe y la confianza en el otro, pero, tristemente, también de nuestra cultura proterva. La estafa no nace de la idea del robo, parte de una ligera efusión por lo desconocido. ¿Qué tan inocente es el otro comparado conmigo? ¿qué tan inocente fui yo ante las intenciones de Magredo? Ante el mal somos, sobre todo, vulnerables.

Al principio quería que la mujer respondiera. Yo de una le dije que no, que no le aceptaba el trato, primero porque no me gustan las mujeres, segundo porque la vieja era hedionda, no tenía ninguna gracia porque parecía una horqueta, ¿me entiende? y tercero porque parecía recién parida, daba fastidio mirarla. Le dije que le aceptaba el trato si me daba dos horas con su hija, Oriana, la mayorcita, obviamente. El tipo se carcajeó y siguió hablando. Cuando se enteró de que yo no le estaba hablando maricadas, me dijo que sí, lo buscó a usted para las entrevistas y luego se largó del país con un poco de mentiras detrás. Intento no mostrarme demasiado impactado ante las palabras de Martinez, mientras me mira esperando, quizá, una reacción desbordada de mi parte. Es imposible para mí no sentirme consternado ante la revelación macabra que acabo de recibir, pues aunque esperaba encontrarme con una mentira más por parte de Magredo, puesta al descubierto por Martinez, creo que jamás imaginé el matiz verdaderamente turbio del caudal que atravesaba toda la situación.

¿Por qué permitió que hiciera la entrevista si Magredo no había cumplido con su parte del acuerdo?

Usted es bastante lento. Yo tengo palabra. Además, si cumplo con mi parte del trato, él tiene que cumplir con la suya.

Pero usted le impuso el acuerdo.

¿Qué? No, no, no. Usted como que no entiende. Fue él. Él propuso el tipo de acuerdo, yo solo estaba negociando. Son cosas muy distintas. De todas maneras, ¿qué más le ofrece usted a un tipo como yo? si no quiero nada, no necesito nada. Complacerme es difícil, aún en estas circunstancias en las que se supone no estoy en posición de exigir mayor cosa. Con todo eso, aquí no me hace falta nada.

¿Qué tiene pensado hacer cuando encuentre a la hija de Magredo?

Cobrar mi parte, ¿qué más?

El día de la última reunión con Martinez, sintiendo en mi interior alimentarse una especie de alivio, llegué decidido a terminar de una vez por todas con este relato despreciable que al final me había revelado como parte del peonaje en aquel contrato retorcido. Apenas hube ingresado por las puertas de la cárcel, el director, Raúl Caetano, pidió a sus intendentes que me escoltaran hasta su oficina para hacerme unas preguntas. En cuanto atravesé la puerta del despacho, comenzó a indagar cuanto pudo acerca a las entrevistas con Martinez, queriendo saber si alguna de sus declaraciones lo ponían en evidencia. Cuando le contesté que en ningún momento su nombre se había presentado como tema de conversación, me exigió que le enviara una copia de las cintas y del texto terminado, a lo que contesté con un respetuoso pero rotundo no. “Como no le gusta colaborar, yo tampoco le colaboro más. Esa mariconada de las entrevistas se acabó. Martinez hace parte de la peor ralea de delincuentes, no es una estrellita ni nada que se le parezca”, fue la respuesta que obtuve del director Caetano.

Salí del penal con un texto inacabado, con una incertidumbre cada vez más fuerte alrededor de lo que podría ocurrir con la hija de Magredo, asediado por los pensamientos que circulan entre las consecuencias posibles y las especulaciones exageradas, perturbado por la narración frenética de Martinez, su visión escabrosa. Abandoné la cárcel atenuado, impregnado de la sevicia en los recuerdos ajenos, paralizado ante la cercanía a la monstruosidad, por esta supervivencia inmerecida (porque frente a un sujeto como Martinez se supervive), instaurada como un sinsabor que castiga la memoria con los remordimientos del cobarde.

Cinco días después (cinco días en los que no me ocupe más que de cavilar en el desenlace de esta historia) se apareció en mi casa un hombre joven, de tez trigueña, notablemente alto, de ojos risueños y maliciosos, que decía venir de parte de Martinez, traía un sobre membretado con el nombre de un grupo médico en una tipografía garabateada, casi ilegible. Se presentó como “El Zambo”, dejó el sobre en mis manos y se retiró despidiéndose con un gesto amable pero sin palabras. Adentro había una especie de carta firmada por Martinez, en cuyo prólogo explicaba que al no llevarse a cabo la última de las reuniones programadas, se había “tomado la molestia” de escribir aquellas líneas con la intención de finalizar de una buena vez por todas su historia.

Procuré eliminar la gran cantidad de licencias poéticas que saturaban el texto, sin embargo en algunas partes no me resultó posible evadir dichas intenciones, viéndome forzado a incluir párrafos enteros de manera textual. Pese a todo, resultó bastante útil como complemento, aunque al final se despliegue una lista de razones, bastante intimidantes, acerca de por qué esta entrevista no debe ser publicada, a menos que Magredo cumpla con su parte y Martinez pueda obtener lo que considera suyo por derecho.

≪Desde aquella mañana en la que hicimos volar el banco, no paré de alucinar con la idea de incendiar la ciudad entera. La primera noche soñé que estaba frente a un enorme cirio, gigantesco como un rascacielos. Desde la llama bamboleante de la cima caían cuerpos incendiados que iban amontonándose a mis pies como frutos luminosos, ardiendo igual que leños secos hasta consumirse por completo mientras se arrastraban suplicantes, completamente mudos, a las orillas de un río de caudal casi desaparecido que corría cerca y cuyas aguas apenas si lograban humedecerlos. Cuando me desperté tenía la verga como un palo. El negro estaba profundo, roncaba pasito. Me la jalé reteniendo las pesadillas, pero cuando estaba a punto de terminar, el negro se volteó y me preguntó si quería una mamada. No contesté nada. Cuando se acercó pensé que mientras no sacara su cabeza de debajo de la cobija todo iba a estar bien. Cerré los ojos para recordar el colosal cirio y a las figuras luminosas que se precipitaban desde la cúspide, mientras el negro apretaba entre su bocaza mi verga dura.

A la mañana, durante el desayuno, le pregunté si podíamos dedicarnos un tiempo a este tipo de trabajos, le conté de mis deseos y se echó a reír; “vos estás más loco que yo, guevón”; yo lo miré seriamente. Creo que desde el principio entendió que hablaba en serio, sin embargo no aguantó la risa. Me comentó que se venía un trabajo grande, pero que tocaba esperar un tiempo, porque, según sus propias palabras “siempre lo ven a uno, marica, siempre. Ahora mismo nos están buscando, pero toca esperar a la inteligencia a ver qué información nos tiene”. Yo le pregunté “¿por qué si ya estamos fichados no hay uno solo de los medios poniéndonos en evidencia?”; me explicó que a esas alturas éramos más como un trofeo personal para muchos oficiales y no un objeto de su deber institucional, así que no había ninguna necesidad de exponer nuestras identidades ante la opinión pública. Ellos solitos nos iban a dar caza.

El golpe siguiente era en verdad complejo. La dificultad subía abruptamente, casi al punto de letal. Durante un par de días el negro estuvo trayendo a la guarida todo un arsenal que al principio me resultó ridículamente exagerado, pues no imaginaba cómo dos simples sujetos iban a manejar tamaña cantidad de armamento, a no ser que el plan involucrara al menos dos personas más. Después comprobaría que ante una fuga, demasiado armamento nunca es suficiente armamento. “La idea es volar el edificio entero, hasta con el nido de la perra. Tenemos adentro a tres fulanitos, los convencimos de que era un robo y nos van a dejar entrar sin problema”. Esas fueron las instrucciones del negro. Los tres infiltrados eran desechables; dos humildes guardias de seguridad y un cajero bastante ansioso que, se supone, debían terminar con la paja del culo envuelta en llamas, pues no sabían nada de los explosivos, y yo solo podía pensar en que las cosas se estaban poniendo cada vez mejor. Desde que empezamos las correrías con el negro dejé de fumar marihuana, pero la agresividad de mis pensamientos aumentó de manera dramática. Deseaba que el día llegara pronto, la espera me parecía una tortura y no veía en las razones del negro una justificación válida para esperar. “Deberíamos adelantar la operación. No se la están esperando porque van a creer que andamos escondidos”, era sábado y la misión se llevaría a cabo el viernes de la siguiente semana. Traté de llenarle la cabeza de ideas, pero estaba plantado en su decisión y no correría un solo día los planes sin importar lo que yo pensara. El sábado agarré los números telefónicos de los infiltrados para avisarles que la fecha del golpe había cambiado, y que como el negro ya no iba a ser parte de la operación, nos íbamos a tener que repartir la plata entre menos gente. Sin preguntas acordamos que el miércoles en horas de la tarde se haría el trabajo. Los martes, jueves y sábados eran los días en los que el negro bebía hasta perder la conciencia, por lo que ya sabía yo que al día siguiente solo se levantaría de la cama pasada la una de la tarde. Para entonces los explosivos estarían a veinte minutos de ser detonados, con más de medio centenar de personas entre trabajadores y clientes a punto de ser aplastados por incontables toneladas de escombros ardientes. Sin contar a los inadvertidos transeúntes, a los inútilmente heroicos bomberos, guardias civiles y demás que llegarán al rescate, las bajas superarán las cien personas. De mi cirio incendiado descenderán los cuerpos inflamados como asteroides, escupidos con desdén desde la cúpula de un cielo en el que refulge el carmesí.

Para mi sorpresa, el sábado el negro no se emborrachó, así que se despertó bastante temprano el domingo. Durante el almuerzo me dijo que había decidido dejar de beber, es decir, la semana previa, para estar concentrado el día del golpe. “El golpe se corrió para el miércoles” le dije, pero las palabras brotaron como un reflejo, tumbando todo el plan que había urdido. Tensioné los músculos mientras esperaba una reacción violenta a causa del enfado, sin embargo las cosas tomaron un rumbo, sin otra definición, contrario a lo que imaginé. Cogió el teléfono celular que el marica de su jefe le había dado para las misiones y salió de la habitación. Obviamente debía hablarlo todo primero con él, contarle que la fecha se había adelantado unos días e inventar una buena excusa, sin dejar de garantizar el éxito de la misión. después de un rato regresó para decirme que todo estaba aprobado; “la cosa tiene que funcionar, pero usted es el que va a coordinar todo”, me explicó en un tono sosegado. “Con los infiltrados todo está hablado”, le contesté. Me miró y enfatizó “la cosa tiene que funcionar…”.

El miércoles, mientras montábamos todo a una camioneta para desplazarnos al banco, uno de los infiltrados abandonó el grupo. Lo habían corrido el día anterior a causa de una riña con otro de sus compañeros de trabajo. “Nada grave”, decía el hijueputa. “A nosotros nos importa un reverendo culo. Vos tenés que estar en el lugar acordado a la hora acordada”, estaba tan lleno de rabia que mi voz burbujeaba por la saliva que no alcanzaba a tragar empozada en la epiglotis. Sabía que el negro no iba a mover un dedo para ayudarme a solucionar el problema. Lo veía subir las cosas a la camioneta como si fuese un empleado doméstico abarrotando el carro del patrón. Me dio gusto verlo regodearse en el simulacro de su displicencia, moviéndose de un lado al otro, ignorando con sutileza mi presencia. “En una hora te vuelvo a llamar. Tenés que conseguir un reemplazo o te vamos a ir a buscar a tu choza, donde están tu esposa, tu hijo y ese pulgoso que no se calla nunca”. En todo caso, una hora más tarde el tipo no levantaba el teléfono. Le dije al negro que necesitaba la camioneta para ir a buscar a ese malparido; “¿te vas a ir con todo eso en la bodega?” me preguntó, sin embargo yo estaba sumido en la ira que me producía la perspectiva del fracaso, le contesté entonces que sí y tomé las llaves de la camioneta.

En veinte minutos estaba frente a la casa del tipo con un revólver en la mano y una 9mm en el cinto; cuando toqué la puerta, se escuchó al interior un estruendo. Como era una casa miserable, mal construida, casi un nido de ratas, tumbé la puerta con dos patadas sobre la cerradura. Adentro estaba el infiltrado, la esposa y tres chinitos que le estiraban la falda, aferrados como gigantescas garrapatas; “¿vos para donde crees que vas?”, no recordaba que el infiltrado y yo jamás nos habíamos visto, así que cuando preguntó si me enviaba Martinez, le disparé en un pie. Debí quitarle un par de dedos porque el hueco era grande. La vieja se reculó, tiró a los niños hacia atrás, pero permaneció impávida, poniendo cara de gallina mientras los culicagados y el marido berreaban a su alrededor. Le dije al tipo que levantara las manos, cuando las puso en el aire disparé y vi volar tres dedos de su mano derecha por los aires.  Quise llevar a la mujer al límite, pero ella solo parpadeaba ante el estruendo del revólver, entonces concluí que no era el único disfrutando del show. “¿Quiere disparar usted?”, le pregunté a la mujer del infiltrado. Sus ojos empezaron a revolverse entre sus cuencas, rebotando de un lado hacia el otro, buscando un pretexto para no aceptar mi propuesta. Agarré la 9mm y caminé hacia la mujer con la pistola apuntando a su cabeza. Me hice a sus espaldas, le ofrecí el revólver por encima del hombro y le dije que lo tomara. El marido nos miraba aterrado, temía de su mujer con el arma, de la displicencia con la cual, aferrando el revólver, apuntaba y seguía mis instrucciones con tan poca negativa, con un gusto apenas perceptible que se notaba en una ligerísima curvatura de sus comisuras. Sin mucho esfuerzo, conseguí que le encajara una bala en el otro pie; después de quitarle el arma, la obligué a colocar torniquetes en las heridas de su marido y me largué de la casa.

Camino de regreso a la guarida supe que venían siguiéndome los tipos del Renault 4. Aparcaron el auto a media cuadra de la guarida, querían que los viéramos al acecho. Dentro de la casa hablé con el negro, quien una vez más se mostró sereno y comprensivo. “Estas son las rutas de escape y las casas seguras en la zona. Es más difícil que nos agarren a los dos si nos separamos después de la explosión. Busque las casas marcadas con un número 4 y explíqueles que necesita el asilo en la fortaleza”, me dijo el negro, quien ya se había encargado de solucionar casi todo, incluido lo del nuevo infiltrado. Le pregunté que íbamos a hacer con los tipos del Renault 4, pues sin duda alguna nos seguirán hasta el banco; “casi todo está arreglado” fue lo que me contestó. Salimos entonces de nuevo y subimos a la camioneta. El negro condujo con calma, mientras el Renault nos escoltaba muy de cerca, sin presionar demasiado.

En el banco, el nuevo encargado del estacionamiento, según el negro, resultó ser muchísimo más fácil de convencer que el primero. Incluso accedió a participar por una cifra muchísimo menor. Todo esto me lo contaba el negro, mientras parqueábamos la camioneta en uno de los espacios cercano al ascensor. Subimos hasta el salón principal de la torre, donde el jefe de seguridad se encargó de que nuestras maletas no fuesen revisadas por ninguno de sus subordinados. Los explosivos estaban armados dentro de pequeñas maletas, parecidas a cangureras, listos para ser detonados a distancia. Dejamos un par de paquetes en la primera planta, dentro de los basureros,  sin que nadie se diera por enterado. Minutos después bajó un asesor financiero para darnos acceso al piso intermedio, en donde había una segunda bóveda en la cual se almacenaban títulos de propiedad, joyas y otros objetos aún más valiosos que el dinero de la bóveda principal. Actuamos interesados en la colección, hicimos un par de preguntas e iniciamos un simulacro de saqueo para distraer al encargado mientras plantábamos el resto de explosivos. Al principio todo iba de maravilla, aunque no me entusiasmaba mucho la idea de irme de allí sin poder dispararle a nada; “todo ese armamento innecesario”, pensé mientras ponía paquete tras paquete de explosivos en los rincones de la bóveda, luego vino un pensamiento alegre; mi cirio gigante estaba a punto de encenderse y mis visiones se revelarían con una furia indetenible ante mis ojos. El olor a carne corrupta que se calcina sería mi incienso, las llamas vertidas sobre aquellos frágiles avatares, mi nuevo dios.

De nuevo en la planta baja, el jefe de seguridad había mandado a cerrar las puertas principales de acceso al banco, cumpliendo con lo acordado. Nos acercamos hasta las cajas y sacamos los fusiles cargados para iniciar con la farsa. Las alarmas silenciosas habían sido desconectadas, así que teníamos todo el tiempo necesario para hacer las cosas bien y llenar el lugar con todo el explosivo que habíamos traído. Íbamos a levantar toda la cuadra hasta la luna. En la bóveda principal hicimos lo mismo que en el piso intermedio; llenamos un par de bolsas con dinero y taqueamos de anfo los rincones del primer piso sin que nadie se diera por enterado. El jefe de seguridad había facilitado toda la operación; convenció a un par de sus subordinados para que se unieran al trabajo, prometiéndoles una parte del botín a cambio de colaboración, desconectó el sistema de seguridad; el circuito cerrado de las cámaras y los teléfonos de emergencia, entre otras cosas, e incluso organizó los horarios de relevo para dejar por fuera a los empleados de seguridad más problemáticos o mejor entrenados, aquellos que pudieran darnos alguna lidia. “Que nadie nos siga”, gritó el negro mientras entrabamos al ascensor rumbo a los parqueaderos. Subimos a la camioneta y nos alejamos del edificio tanto como lo permitían los activadores remotos que encendían el detonador,  asegurándonos de no perder del panorama el resultado de nuestro trabajo. Los alrededores del banco empezaron a llenarse de policías y curiosos. Solo algunas de las cargas dejadas en la planta media consiguieron estallar, el resto quedaron inservibles debido a una mala instalación de los detonadores. Fue una explosión estruendosa, sin embargo el fuego se sofocó con mucha facilidad y ningún empleado se encontraba en el piso de la segunda bóveda en el momento de la explosión. Algunos anaqueles más unas cuantas ventanas fueron las únicas víctimas mortales del siniestro. En un periódico local detallarán el caso más adelante, describiendo los sucesos con graciosísimas variaciones, anunciando las insignificantes pérdidas materiales y presentando un alegre listado de sobrevivientes que hasta el día de hoy siguen reuniéndose como un codependiente grupo de apoyo.

“No te vas a alejar de la hijueputa camioneta” gritaba el negro, apoyándose en la puerta del carro que había quedado estacionado transversal al río, sobre los límites del puente, permitiéndonos salvaguardar la espalda. Sin embargo, quedamos atrapados entre un grupo de seis tombos atrincherados al noroeste del puente y los tipos del Renault como dos espectadores incapacitados para actuar, ubicados en el sureste. “Buscáte en el mapa una casa nivel cuatro. Nos tenemos que ir, pero ya”; no tardé un segundo en ubicar el refugio más cercano, le indiqué al negro la dirección y sin dejar de disparar, me pidió adelantar la huida. “¿Y los maricas del Renault?” pregunté. Se encogió de hombros e insistió en la huida agitando frente a mí una de las manos, como si estuviera espantando un perro que se ha acercado demasiado a la mesa. Corrí esperando que ninguna de esas balas me abriera otro roto en el culo, crucé frente a los tipos del Renault y me metí por entre las calles viejas del centro hasta dar con la dirección del refugio. En ese mismo instante llegó el negro montado en la parte trasera del Renault verde, junto a presuntos tombos que habían estado siguiéndonos durante más de una semana. Yo lo miraba con la boca abierta, pero la debilidad de mi expresión me hizo indigno de ello. Descendió apresurado y llamó al portón de la casa. Los muros parecían venirse abajo tras cada caída del picaporte. Cuando la puerta se abrió, sólo el negro entró. Pensé que estaba siendo abandonado a mi suerte, sin embargo, un minuto después, cuando ya las sirenas de la policía se escuchaban irremediablemente cerca, el negro salió, me empujó dentro de la casa diciendo que hablaríamos después, subió entonces al Renault verde y se largó. Dentro, un hombrecito apestoso y despelucado me ordenó seguirle a lo largo de un pasillo que de la luz solo conocía un reflejo de velas proveniente del fondo. Llegamos hasta los límites de una habitación en cuyo centro ardía un cirio Pascual y varias veladoras a ras del suelo. Alrededor de las velas, un grupo de cuatro personas permanecía en silencio, observando con detenimiento las exaltaciones de las flamas, como si en ellas hubiese alguna respuesta, alguna obviedad pasada por alto. El hombrecito apestoso me dijo que debía tomar asiento y esperar a que una puerta ubicada al otro extremo de la habitación se abriera para poder pasar al refugio. Antes de irse nos advirtió acerca del precio, “220 pesos el segundo, señores. Ya saben cómo funciona. Mi compañero los va a guiar para que no se me pierdan”, señaló a un tipo joven que estaba sentado sobre un colchón de estopas, lejos de la lumbre, con la expresión severa de un rostro castigado. Un rezago malicioso de ingenuidad, un germen del descuido, me instó a pensar que quizá el negro se encargaría de pagar el escondedero como la última vez, ese mismo destello de un pensamiento relamido por la inocencia me haría atravesar aquella puerta, desembocar sobre un extenso pasillo, tan húmedo que tocar sus paredes era como acariciar el muro de agua de una cascada, caminar a lo largo de  su hediondez hasta llegar a unos enormes patios atiborrados de fulanos peligrosísimos, esperar la orden del guía para continuar, arrastrarme por entre las angostas paredes de un túnel por más de 40 minutos y permanecer durante tres días en un lugar que, a diferencia del anterior, no ofrecía ningún tipo de comodidad.

Después de tres días de insomnio y poca comida, de no hablar con ninguno de mis compañeros de recinto, pregunté a los encargados si alguno sabía algo del negro, pero parecían ignorar mis palabras, así que después de mucho pensarlo, decidí que era hora de irme. El costo de la estadía era bastante elevado, no tenía cómo pagar los casi sesenta millones de pesos señalados en la deuda, aun así supuse que podía llegar a algún tipo de acuerdo, mientras ubicaba al negro o elaboraba un plan para pedir ese dinero a mi hermana con la excusa de estar siendo extorsionado; sabía que esa cantidad de dinero entraba con mucha facilidad a las cuentas de la empresa, por ende, de no encontrar al negro, tendría asegurado un excelente respaldo. Cuando comenté mis intenciones con los encargados, no supe leer en sus expresiones ninguna respuesta. El rostro impávido, lavado, podía significar cualquier cosa. Se retiraron a una habitación contigua y regresaron a los cinco minutos con un cartapacio que, a manera de contrato, me obligaba a ceder todos mis órganos al dueño de una cadena de supermercados que padecía de una grave enfermedad renal. Firmé seguro de poder pagar la deuda en tanto abandonara la guarida, así que me di de baja con el portero queriendo largarme lo antes posible del edificio.

“El guía ya viene”, me contestó el portero cuando le pregunté hacia dónde debía caminar para salir de allí. Un viejo de unos setenta años, alto y de lomo jorobado, apareció de repente frente a nosotros, señalando una puerta negra detrás del portero. El anciano jorobado caminó hasta la puerta y la abrió mientras me hacía señas para que lo siguiera. Supuse que era el guía, así que sin meditarlo mucho, impulsado por la displicencia insufrible del portero, fui detrás del anciano a lo largo de otro pasillo, mucho mejor iluminado aunque invadido por la misma podredumbre que todos los demás. Salimos al interior de un taller mecánico y continuamos a través de numerosos patios interconectados, caminando sin parar durante más de media hora. El anciano jorobado caminaba en verdad rápido, por lo que tuvo que parar un par de veces para permitirme alcanzarlo. Como había comido de manera tan pobre los últimos tres días, tenía muy pocas energías y cada movimiento iba agotando la mísera reserva con la cual pretendía mantener el paso hasta llegar al exterior. Por fin, cuando la vista empezaba a cubrirse por un ligero manto oscuro, el guía se detuvo, advirtiéndome que ya habíamos llegado. Era un patio amplio, de muros altos y fuertemente alambrados. En uno de los costados había una hilera de puertas metálicas que parecían conectar con un patio mucho más grande, y aunque no podía verse mayor cosa desde el lugar en donde estábamos, llegaba hasta mis oídos una algarabía lejana, como un coro desordenado de voces masculinas. No me di cuenta en qué momento el anciano jorobado tomó vuelo lejos de mí; antes de poder preguntar siquiera en dónde carajos estábamos, me encontré solo, palideciendo en mitad de aquel solar amurallado, agotado al punto de no poder dar un paso más allá de mí mismo. El manto oscuro regresó a posarse sobre la vista, se tornó denso y se extendió sobre el panorama como una mancha de tinta sobre el papel. Mientras iba poniéndome de rodillas, despedazado por el agotamiento, preparándome para extender el cuerpo sobre el suelo de la manera más segura posible, pues sentía que el desmayo era inminente, escuché el chirrido de una de las puertas metálicas. Cuando por fin mi rostro se estrelló contra el piso, perdí la conciencia.

Al despertar, no parecía haber pasado demasiado tiempo. El sol continuaba en el poniente, podía ver la luz reflejarse sobre las nubes a través de los tragaluces del techo. Un enfermero notó que ya no estaba dormido y llamó inmediatamente a dos tipos regordetes vestidos con uniformes del INPEC, que al parecer esperaban cerca a la puerta del pabellón; “casi que no despertás, gran hijueputa”, me dijo uno de ellos mientras me arrancaba de un tirón la cánula que tenía puesta en el brazo. Colocó alrededor de mis muñecas un juego de esposas y las cerró hasta impedir la circulación de la sangre a las manos. No existía posibilidad alguna de que una resistencia fuese efectiva, así que tomé aire y me sometí sin chistar. Desde aquél momento tomé la decisión de declararme culpable de cada uno de los cargos por los que se les ocurriera acusarme, sin embargo, durante dos años no hubo necesidad de nada de eso, ya que los juicios jamás se programaron, fui fundiéndome con este lugar que, básicamente, resulta ser una bodega de órganos para tipos adinerados que no quieren esperar por un riñón en una lista de donantes. Al principio se me hizo un poco difícil, pero en menos de dos semanas ya estaba acostumbrado y los “Sultanes” de la zona rosa me ofrecieron protección. Nadie puede lastimarme porque el cuerpo sobre el cual estarían obrando ya no me pertenece, y nadie quiere tener que responder ante el verdadero dueño de mis carnes≫.


Hechos posteriores

Nota #1

Martinez adjuntó a la carta aquella lista de razones que me prohíben publicar este texto. Salvo por las amenazas cargadas de descripciones gráficas, ningún motivo escapa de ser obtuso, la síntesis del desvarío, por esta razón no voy a transcribir ni una sola de ellas. Vendrán a buscar el texto, lo sé, así que me he permitido salvaguardarlo por fuera de casa para evitar perderlo durante un posible allanamiento. Un Renault 4 de color azul lleva estacionado frente a mi casa tres días enteros. Dos tipos permanecen mañana, tarde y noche al interior del vehículo. Eventualmente uno de ellos abandona el puesto para ir por provisiones o hacer turnos para el baño. Puedo verlo todo desde una ventanilla de vidrio ligeramente polarizado que hay en el baño de la habitación. Supongo que estarán esperando a que abandone mi casa para poder entrar, pero ahora soy un hombre viejo que gusta de salir poco, así que tendrán que estar ahí un par de días más, hasta el momento en que deba ir al mercado por algunos víveres.

Nota #2

Ayer participé como invitado en un conversatorio acerca de periodismo universitario. Fue la oportunidad perfecta para abandonar la casa durante algunas horas y dar así fin a una custodia de siete días, como un reconocimiento al enemigo paciente, víctima de las circunstancias de un hombre solitario que desprecia la idea de abandonar su guarida.

Nota #3

El Renault se ha ido. Han sido bastante decentes, comparados con las veces que directamente lo ha hecho la policía. Los textos inéditos de mi propio acervo, aunque revolcados, no están entremezclados ni mucho menos esparcidos por el suelo, como imaginé que los encontraría. Los libros de la biblioteca, apilados uno sobre otro en equilibradas torres, reposan sobre la mesa del mueble. La alfombra que suelo mantener bajo el escritorio, fue removida y puesta a un costado, por lo demás todo estaba en orden, salvo por una copia faltante de “Obediencia a la autoridad” de Stanley Milgram, regalo de un viejo compañero de facultad que ahora trabaja como director de prensa en un diario financiado por políticos facinerosos, de tinte criollo-nacionalista.

Nota #4

Magredo ha desaparecido completamente del panorama. Toda la información acerca del caso Martinez recopilada por Magredo, incluyendo los resultados de las entrevistas que realicé, están ahora en casa de Gerardo Campos, quien no pudo resistirse a explorar todos los archivos e intentó entonces sonsacar un permiso de mi parte a lo largo de una semana para usar la historia como material literario en su libro de cuentos. Pretende dar continuidad a la voz con la cual Martinez narra en su carta la última semana de aquella libertad desaforada que lo condujo a ser el recipiente de algún millonario convenenciero. Le dije que sí.

 


 

[1] Nota editorial: les presentamos el final de esta crónica; sugerimos acompañar su lectura con las entregas anteriores sobre el trabajo de Cicerón Navega, del recopilador Iván Aponte.


La imagen fue seleccionada por les editores del blog.

 

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