Pagando escondedero a peso


Pagando escondedero a peso[1]

 

Por Cicerón Navega

Revista “Ojo de buey”, año 2000

Recopilador: Iván Aponte


 Quinta Parte

 ¿Ya es jueves?¿tan pronto?

Ya es jueves…

Los jueves son mis días libres, gracias al cielo. Estoy metido tan de lleno en otros asuntos, que siempre me sorprendo cuando llega el jueves y puedo sentarme sin afanes a continuar mis lecturas. Pero… Ahora está usted en medio de todo eso, de mi día libre. De mi único día libre.

¿Qué lee ahora?

Como aquí solo hay biblias, me toca pedir los libros a un personaje de afuera. Ahora estoy terminando algo de Ghita Ionescu. El pensamiento político de Saint-Simon. ¿Lo conoce?

Conozco a Ionescu y también al conde de Saint-Simon, pero no tengo idea acerca de ese libro en particular.

Fue lo último que me trajeron -afirma arrastrando un suspiro-. Tampoco puedo escoger. Yo paso una lista, aunque muy pocas veces, poquitas, llega algo de lo que pido. Me conformo con cualquier cosa que no sea una biblia ni que intente acercarme con palabrerías de mojigatos a Dios o algún tipo de trascendencia de lo humano. Esas mierdas siempre le están recordando a uno lo insignificante que es, lo imperfecto que será siempre. Dios es una máquina de aplastar gente.

¿Y qué opina del libro de Ionescu?

La verdad es que he odiado cada palabra de ese libro. He intentado no prenderle fuego, y no ha pasado solo porque no quiero incendiar la cárcel también. El socialismo es una fábrica de hipócritas. Los utopistas no comprenden el mundo porque siempre están intentando abolir el castigo, y el castigo no se puede abolir, solo se le puede rehuir, si acaso, y aun así, tener la certeza de que llegará como una intención divina.

¿Cree en Dios?

Creo. En lo que no puedo creer es en los rojos hijueputas, ni en los negros, ni en las putas, tampoco en los indios y mucho menos en los cristianos. Esas gentes son plaga y son legión. Nosotros en la empresa nunca contratábamos negros ni religiosos, al menos no sectarios. Cristianos, evangélicos, testigos de Jehová, toda esa mierda. Fíjese usted en que los negros cristianos van en aumento, también los negros evangélicos van creciendo como comunidad. Los indios son más difíciles de corromper por las cruces, pero vienen con esa malicia tanto en el alma como en los genes, que andan con vicios bien raros y malucos. Ni se imagina cuantas hojas de vida pasé por alto cuando ponían “Temeroso de Dios”.

¿Los ve como enemigos? Negros, indios, religiosos, prostitutas…

Son enemigos del progreso. Por sí solos, negros e indios, no habían logrado nada hasta que occidente los alumbró con su ingenio. Todo lo que usted goza en libertad es invención del hombre blanco de occidente, no de los negros ni de los indios, ni siquiera de las mujeres. Todo es logro del hombre. El porte supremacista de su discurso parece dirigido a causar molestias de manera intencional.

Quienes distribuyen la libertad, reparten los castigos. Las leyes del hombre blanco lo pusieron a usted aquí.

Yo rompí esas normas, atravesé los acuerdos y ahora recibo mi castigo como un buen hijo. ¿Quién va a decir lo contrario? Soy el ejemplo perfecto de que esas leyes funcionan, de lo contrario seguiría libre haciendo de las mías y usted no estaría aquí en esta sala escuchándome hablar -de nuevo esa lógica repulsiva, ese afán por causar desconcierto-.

¿Cree realmente en el sistema penal? ¿funciona para usted?

Funciona para todos. Aquí muchos son monstruos que devoran y pisotean todo lo que encuentran a su paso, llenos de ira porque nunca serán vistos como hombres, y al salir, no son más que bestias apaciguadas. Otros atraviesan el que podría ser el peor momento de sus vidas, pero no son más que intentos desesperados de ser humano, son la comidilla de aquellos monstruos con los que se les ha encerrado. La mejor manera de educar es doblegar el espíritu, aceptándolo para ponerlo de rodillas con las herramientas del desprecio y del terror, contrastándolo con naturalezas aún más salvajes, más violentas, hasta establecer una pirámide del poder bien definida que logre sustentarse por sí sola… Si me preguntan, es todo una maravilla de la ingeniería social. Uno sale de aquí, despreciando la idea de volver a entrar. En el fondo no hay cambios, solo hombres al que el abismo les ha devuelto la mirada.

¿Se imaginaba cómo sería la entrevista antes de que yo llegara por primera vez?

Pensé algo más pendejo. De gente como yo se hace una celebridad en este país. Me esperaba una maquilladora con cara de estúpida caminando detrás de un camarógrafo y un cachaco emperifollado. No voy a decirle que usted me cae bien, porque me cae como la mierda, pero es seguro que al cachaco le hubiese metido un escupitajo en mitad de los ojos.

¿Qué me salva a mí de ese escupitajo?

Nada. A usted me dan ganas de hacerle algo peor. Pero hasta uno tiene sus límites. ¿Quiere un pucho?

Fumé un par de cigarrillos en medio de un silencio acordado. Un guardia muy joven vino a preguntarnos qué preferíamos del menú para el almuerzo, tomó las órdenes y nos dejó sobre la mesa dos vasos grandes de jugo de naranja y dos manzanas. Ahora, mientras esperamos el almuerzo, Martinez continúa con su historia:

Al segundo día, después de instalarme en la posada, fui a buscar a Rodolfito, al negro. No fue para nada difícil. Al tipo lo conocía casi todo el mundo. Caminé y me metí por donde me dijeron, hasta que llegué al portón de una carnicería donde el hervidero de moscas sobre la carne sonaba como el disco de una pulidora. El negro me reconoció de inmediato, salió de atrás del mostrador sin prisa y nos saludamos como amigos. Hace una pausa, medita unos segundos antes de continuar. A esa gente que nunca ha tenido nada, que no tiene sentido de propiedad, uno le puede cambiar por dinero amistad, lealtad, y si hay suficiente, hasta la vida misma. Solo le había regalado doscientos mil pesos y ya era mío. Con el asco que me daba andar parado en ese mugrero, me di cuenta de que yo andaba ya con los nervios mejor pulidos, hablaba con más propiedad. El negro me contó que ese era su trabajo habitual, que era carnicero. Ese tipo sabe despellejar desde una hormiga hasta un elefante. Aunque casi siempre eran puros gatos, perros y palomas, alguno que otro gurre o babilla que le pedían de vez en cuando. También lo vi despellejar gente, todo por encargo, eso sí, y solo gente muerta dice, como queriendo mitigar el impacto de la imagen con absurdidades y continúa dejaba la piel intacta, como para hacerse una alfombra o un abrigo. Además curte de maravilla. Es un prodigio de la tapicería.

¿Qué pasó esa tarde?

Lo agarré sin mercancía. Me hizo acompañarlo hasta una bodega en donde se reunió con dos tipos repulsivos que lo recibieron en un frigorífico clandestino. Hablaron como diez minutos, no sé de qué. Después fuimos hasta otra bodega bastante retirada de la zona de los mercados. A cada paso le tocaba explicar que yo iba con él para que no me desvalijaran. En la puerta de una casa, había una vieja con una cara inmunda, llena de grietas. Para mí, era la vieja más vieja del mundo. Apestaba a tabaco y jabón de tocador; “Ésta es mi cuchita”. Gente orgullosa de su mierda. Yo saludé como pude a la vieja esa, que contestó como con un gruñidito. Le dije al negro que si nos podíamos afanar. Yo creo que el tipo me leyó la maldad en los ojos, porque me preguntó si quería verlo trabajar en algo especial y yo de una le dije que sí, aunque segundos antes le había apurado queriendo irme. Me hizo pasar a la casa, lo seguí por un corredor descubierto hasta una habitación que olía a sangre y lejía. El negro tenía colgado boca abajo a un tipo, un renacuajito ya casi seco que había estado drenando, listo para desollar.

¿Se quedó para verlo “trabajar”?

Pues claro. El negro nada que me daba la marihuana, pero me tenía embelesado. Yo ya estaba sentado cerca a la mesa de disección. Me di cuenta de que se tomaba bien en serio su trabajo cuando lo pillé todo ataviado, igualito que un cirujano. Había estudiado con un amigo de un tío suyo, que era médico de unos traquetos del Valle. El caso es que le quitó frente a mí toda la piel del cuello hacia abajo; los brazos completos hasta las muñecas y las piernas hasta los tobillos. Tomó una pausa y me entregó un paquete envuelto en cinta y plástico negro. Le tiré al negro otro montón de plata, eso sí, no tanta como la anterior, pero suficiente como para que siguiera recibiéndome de buena gana.

¿Nunca le dijo quién era el hombre al que estaba desollando?

Sí, sí… después me contó. Era un tombo que había estado “molestando” al sobrinito de un abogado, amigo de los narcos estos para los que el negro trabajaba. Hay jugadas muy malas del destino. Realmente muy malas. El desollado estaba haciendo su trabajo. El mariconcito este, sobrino del abogado, venía manejando borracho. Tenía dos multas y la agarró en contra del renacuajo que quedó marcado sin remedio. Se lo llevaron en un cruce falso de negocios dos días después de que el niñito lo delatara con su tío. Lo citaron y lo acorralaron como a una rata, pero no lo ajusticiaron de la manera tradicional. El niño quería un tapete con la piel del fulano, por eso lo envenenaron en vez de llenarlo de plomo, como se hacía siempre. Empecé a ir cada dos días. Al negro le tenían siempre bastante trabajo, dejó de cobrarme por la hierba porque empecé a ayudarlo con los fulanos y las fulanas que le mandaban a “Depilar”. «Acompañáme a Depilar un gordo» me dijo un día el negro hijueputa ese, «Esos son difíciles, porque tienen mucho recoveco bajo ese cuero que les cuelga, y necesito que me ayudés a levantar todos esos pliegues».

¿Que sentía usted frente a todo lo que veía y le contaban?

Pura curiosidad, nada más. Al principio también tenía miedo, pero jamás hubo remordimiento o arrepentimiento, ¿me entiende? Usted no puede ser tan obvio todo el tiempo. No quería limitaciones y emprendí esa cruzada sin expectativa de las consecuencias. Las consecuencias me importaban una mierda, pero esa gente que salía lastimada en medio de todo eso, de ese torbellino en el que me había convertido, me importaban menos que la mierda. Experimentaba con ellos mis caprichos, pura materia prima, nada más. Para el negro era lo mismo, tampoco sentía nada.

¿Qué pasó con el “gordo”? ¿Por qué lo menciona?

Porque el día que estábamos “depilando” al gordo, nos cayeron dos tipos; tombos de civil por donde se les mirara. Dijeron que venían de parte del patrón, pero el negro conocía a todos los manes que trabajaban con su jefe y no les creyó una mierda. El negro, que nunca se movió de la parte de atrás de la mesa de disección, empezó a disparar como un loco escondiéndose detrás del gordo a medio depilar sobre el que estábamos trabajando. Los tombos se recularon detrás de unas mesas, cagados porque no se esperaron que el hijueputa este estuviera tan zafado; aunque ¿qué espera la gente de un tipo que lo recibe a uno con un cadáver colgado boca abajo en un consultorio clandestino? yo tampoco me esperaba lo de la balacera, pero ellos eran tombos ¿no?, tenían que estar preparados. El negro volcó el mesón de aluminio y todo el agua sangre cayó al suelo. Los tombos empezaron a disparar, pero el mesón se comió todas las balas. Debajo del mesón había una puerta, bien camuflada, con un orificio bien disimulado donde entraba una llavecita. Cuando agarré el arma que el negro había dejado mal parqueada al lado mientras abría la compuerta del suelo, a mí se me subió una fiebre que no sabría explicarle. El tipo me miró aterrado, pero creo que cuando pilló que estaba decidido,  siguió en lo suyo. El primer tombo salió confiado, sin contar con mi suerte de principiante, yo creo que se dio cuenta de que tenía mal agarrada el arma, pensó que llevaba ventaja, entonces lo barrí con una ráfaga de disparos que me echó hacia atrás, como si me hubieran dado una patada en el pecho. Pensé en todas esas historias de gente que mata por primera vez, esa reflexión barata y casi unánime que hacen acerca de arrebatar una vida, de cómo eso los transforma en monstruos… pensé en eso y concluí que yo ya era un monstruo, que me estaba reafirmando en ese momento y que el chance de continuar dando vuelta a las hojas sin tener que quemar el resto del libro había quedado atrás.

¿Qué clase de arma era?

Lo que pasó es que sin saber, había movido el selector. En ese momento no sabía un culo de armas, pero le voy a decir que esa vaina era militar, escupía como tres balas de un solo gatillazo y dejó finado de una al primer tombo. El otro empezó con su joda de los refuerzos, la cosa peliculera que no me aguanto. Los habían mandado solos.

¿Nunca llegaron los refuerzos?

No. La compuerta ya estaba abierta antes de que eso pasara. El negro empezó a afanar para que entráramos. Pero yo quería terminar el trabajo, así que me paré firme y comencé a disparar hacia donde estaba el otro tombo. No sé por dónde, pero por algún lado le entró una bala, porque lo vi caer al suelo justo cuando el proveedor del rifle se había quedado vacío. Le entregué el arma al negro y nos escabullimos por entre un túnel estrecho, mucho más largo que el primero. Desembocamos en el mismo patio, pero en esta ocasión no nos llevaron a esa salita miserable y abarrotada en la que ya habíamos estado, sino que nos custodiaron durante veinte minutos por un laberinto de casas interconectadas y callejones subterráneos, hasta lo que parecía ser la sala de una casa parroquial. Lo sé porque apestaba a vino fortificado.

¿Cuántas personas más había allí con ustedes?

Diez tipos más y dos viejas. Todos daban miedo; “Aquí no te pongas a mirar a nadie” me dijo el negro, de entrada, mientras nos entregaban las manillas de registro. Obviamente no pude evitar la tentación y reparé en cada uno de manera medio inocente. A todos le importó una mierda que los mirara, al fin y al cabo porque mi intención no era observar detalladamente, sino echar un vistazo que no les resultara acosador; algunos simplemente devolvieron la mirada, pero la gran mayoría ignoró mi presencia.

¿Cuánto costaba el segundo en ese lugar?

En esa estancia se pagaba el segundo a cuarenta pesos. Al negro también le cobraron, eso sí, diez pesos más barato, pero le cobraban. El chiste de estar allí es poder cuadrar una huida mientras la policía iniciaba la investigación, pero como jamás había consentido esa idea, me sentí completamente aturdido. En un momento me pregunta el negro que si tengo a quien llamar, pero yo creo que leyó en mi cara la negativa. Dijo que me iba a ayudar hablando con sus jefes, pero que debíamos pasar, al menos, doce horas en la estancia. Un millón setecientos veintiocho mil pesos pagué al final. Doce horas exactas tuvimos que esperar antes de que los jefes del negro enviaran por nosotros para llevarnos al resguardo.

¿Qué hicieron durante todo ese tiempo?

Nada. Había un silencio pesadísimo. Nadie quería hablar. El negro se dedicó a sudar con la mirada apoyada en una de las paredes de la habitación.

¿Dónde fueron al salir?

Yo, a ningún lado. Es decir, me fui para la posada. Al negro se lo llevaron en una camioneta. Se subió sin explicarme nada. Me quedé unos minutos contemplando la fachada antiquísima del edificio del cual habíamos salido y caminé hasta una zona donde pudiera tomar un taxi. No se me olvida que olía a culo, porque el taxista al principio me dijo que si estaba cagado no me llevaba. Le dije que me habían robado y luego le di la dirección de la posada. Se complicó otra vez; me dijo que eso estaba en una zona caliente, que me llevaba si le daba propina. Le dije que sí. Lo único que quería era llegar a dormir. El tipo me cobró como tres veces lo que costó la carrera y se alejó echando madrazos, maldiciendo y gritando “drogadicto hijueputa” a través de la ventanilla del vehículo.

¿Nunca lo buscó la policía?

Nada. Primero me encontró el negro. Llegó al otro día en la misma camioneta en la que se había ido la madrugada anterior. Me ofreció trabajo como aprendiz y yo acepté de una. Me contó también que a la mamá se la habían llevado para un cotolengo, pero que apenas estaba averiguando a cual. Le dije que tenía que descansar, que nos veíamos al otro día, pero me dijo “mañana, ni mierda. Nos vamos ya que tenemos que trabajar”. Me hizo unas señas con la cabeza, invitándome a ver algo que tenía dentro de la camioneta; “dos renacuajos y una muñequita para depilar”, me dice. Cuando me asomé, los fulanos y la niña todavía estaban vivos, pero se veían dopados, con los ojos para adentro, como en un trance. “Nosotros no tenemos que hacer nada, Carlitos nos entrega todo listo”, fue lo que me dijo el negro cuando me estaba subiendo a la camioneta. De cualquier forma no tenía opción, y de haberla tenido, el destino no hubiese resultado muy distinto a este que estoy viviendo ahora.

¿No logró compadecerse ni siquiera de la niña? Ocultar esta repugnancia es cada vez más complicado, sin embargo consigo mantener el tono tranquilo de mi voz. Procuro entender también los códigos de su enfermedad, aunque esté por fuera de mis competencias comprender psicopatías tan exacerbadas, siento que esta necesidad, la de entender, corresponde más a un reflejo que a una ambición científica.

A mí me parece que usted conoce los cargos. Si quiere nos saltamos la parte de la niña…


Sexta Parte

Hace unos días tuve una conversación telefónica con Oscar Magredo. Le dije que había hablado con Gerardo Campos, el director del diario que, se supone, le había abandonado a su suerte tras descubrirse lo de Martinez. En la versión de Campos, Magredo se había marchado porque no estaba dispuesto a hacerse responsable por las repercusiones de la investigación. Creo que jamás se imaginó que llegaría a tales estancias. Nunca he sido bueno para socializar, sin embargo conozco demasiada gente. Cuando uno vive de hacer preguntas, básicamente vive de conocer personas. Oscar ha sido siempre un hombre distraído, no me sorprende que pasara por alto mi amistad con Gerardo, sin embargo, cuando recibí su llamada…

Sí, me cagué… Cicerón… ¿qué más querés que te diga?, güevón, me cagué. Mis hijas y mi mujer estaban muertas del susto. Yo no iba a poder hacer nada para protegerlas estando allá, balbuceaba mientras yo escuchaba al otro lado de la línea en un silencio que, quizá, le resultó indolente, que lo desesperó hasta un punto en el cual me fue imposible decirle que no estaba allí con intención de juzgar su huida, pues la perorata de excusas y disculpas ahogó toda probabilidad de conversación. Lo único que quería era preguntar si había algo más sobre el caso Martinez que fuese pertinente conocer, pero la oportunidad se perdió por completo cuando la llamada se cortó de repente. Han pasado más de seis días y Magredo no ha vuelto a llamar, tampoco atiende el teléfono en ningún horario, aun así insisto diariamente, pero esta mañana el tono ha cambiado y una contestadora me explica que la línea se encuentra suspendida.

Mañana iré a ver a Martinez por tercera vez. Siento un ligero pero muy molesto dolor de cabeza cuando pienso en ello o improvisadamente lo repito al aire mientras deambulo por esta habitación. Camino de un lado al otro maquinando compulsivamente la manera de abandonar sin mucha pena este proyecto en exceso extenuante, repulsivo, poco lucrativo y por obvias razones, peligroso. Sin embargo, desistir ahora no me resulta una opción honorable. Si lo que calla Magredo está relacionado con la seguridad, dejarlo a medias podría resultar tan peligroso como completar la historia y publicarla sin autorización. Quizá las exigencias de Martinez para acceder a las entrevistas fueron caprichosas, malintencionadas o fuera de toda posibilidad, lo que provocó la huida de Magredo. Es probable que no haya sabido cómo expresar la gravedad del asunto; hubo una entrevista previa entre Magredo y Martinez que ninguno de los dos ha mencionado, sobre la cual aún no me decido a preguntar, probablemente esperando el desenlace de toda esta crónica, que parece más un prontuario macabro que un texto periodístico.

En el 87 trabajé como fotógrafo para un proyecto independiente coordinado desde Alemania, que involucraba no solo a la población carcelaria, sino que pretendía enfocarse en las consecuencias del estrés en el personal de guardia. Allí conocí al entonces custodio y hoy oficial de tratamiento penitenciario, Jose Luis Curitiba. Cuando Magredo se reunió con el director del penal, se corrió el rumor acerca de las entrevistas y del nombre del tipo que las realizaría. Apenas la noticia llegó a oídos de Curitiba, se encargó de localizarme para preguntar si era cierto lo que se decía. Dos días después llamó de nuevo; “No viniste, vino un amigo tuyo a entrevistarse con Martinez, ¿qué pasó?”, me reclamó con gracia. Cuando le expliqué todo el asunto prometió ayudar. Magredo había ingresado a la cárcel gracias a la presión de la opinión pública y a los medios que en un principio le promulgaron atención, además de un profundo cuidado a su hallazgo, quizá porque prometía poner incómodos a varios agentes, incluyendo directivos,  del sistema penitenciario. Sin embargo, de no ser por Curitiba, que consiguió persuadir al “dueño” de la zona rosa para que permitiera mi presencia en la sala, las reuniones con Martinez no hubiesen sido posibles. Claramente agradecí su esfuerzo y me encaminé hacia mi maldición creyendo, ingenuamente, que me dirigía a hacer lo correcto, parado sobre estos cincuenta y seis años vividos con exasperante torpeza.

He escuchado una docena de veces el final de la última conversación con Martinez; repaso sus palabras, recaigo en su virulenta descripción, en las vísceras que hacen falta para obrar, y narrar sin un ápice de vergüenza, tamaña crueldad,  pero sobre todo, emergiendo de entre aquella perturbación, como el estandarte clavado en la cima de una putrefacta montaña de excremento, se encuentra esta curiosidad que automáticamente avala las palabras de Martinez en el juicio, cuando, básicamente, se declaraba víctima de la curiosidad que como ser humano le sucedía de manera inherente. Cuando Martinez me preguntó si quería que nos saltáramos el asunto con la niña que el negro llevaba en la camioneta, le dije que prosiguiera, que me contara todo…  había caminado frenéticamente hacia la trampa. Comprendí, en el relámpago de un pensamiento tardío, que debía prepararme para vivir un momento incómodo.

El resultado de esta solicitud fue, cuando menos, horrendo. Por unos instantes me distraía de la historia, divagando entre las remotas posibilidades de perder los estribos, de no soportar aquella forma frívola y casual con la cual describía la ignominia de sus actos, y escapar, quizá felizmente, de los límites éticos que postergaban mis rabias y tristezas más profundas; sin embargo, sabiendo que los pensamientos alimentados por la frustración o el dolor, pueden transformarse con facilidad en experiencias desagradables, alejaba de mi mente con movimientos feroces, toda divagación que me llevara a un desenlace extremo.

Algunos duros se pagan los favores con gente, con niños y niñas, sobre todo. Al jefe del negro le habían regalado la niñita, pero no la quería porque la peladita era bien feíta. No tenía nada de gracia y se la pasaba llorando, así que al tipo no le entraban muchas ganas de andar con la culicagada. Se la entregó al negro como regalo de cumpleaños. “Vamos a compartir”, me dijo. A mí la cabeza se me rayó y me monté en esa camioneta como si cumpliera una orden, ¿me entiende? La niña se bamboleaba, primero despacito, apenas perceptible, yo la miraba, me resultaba igual que un desagradable, pero al mismo tiempo fascinante, gusanito. Cuando empezó a sacudirse con brusquedad, casi al punto de poder patalear, el negro me dijo que le metiera un golpe en la cabeza para que se quedara quieta, pero que tuviera cuidado de no matarla; “No la vas a matar, porque a mí con muertos casi no me gusta”, fue lo que me dijo. Yo hice caso con un gusto, entonces le metí dos golpetazos secos en la nuca, pero no se desmayó, sólo terminó de despertarse y empezó a luchar con las ataduras que el negro le había puesto. Me tocó cruzar a la cabina y sentarme sobre ella para que se quedara quieta. Era una fierita de lo más insoportable. “Quedáte quieta o te parto un brazo”, me acuerdo que le dije, pero la culicagada en vez de hacer caso, comenzó a convulsionar hasta que se quedó dormida otra vez. Le salía espuma por la boca, pero yo la limpié con un trapo grasiento que el chofer guardaba en la cabina. Se dio varios golpes en la cabeza, pero ninguno la mató. Me tuve que aguantar las ganas de partirle un brazo, de cumplir con mi amenaza, porque pensé que lo mejor sería que estuviera quieta hasta que llegáramos al quirófano y de pronto, aunque el negro me dijo que no, le clavé otros dos puñetazos directo en la nariz. Si me pregunta, es muy difícil darle en la cara a un niño, la cabeza es muy pequeña, por eso es complicado asestar los golpes donde uno quiere, pero los que yo le mandé dieron justo en el punto. Como la niña no se despertó y la sangre empezó a salirle a borbotones por la pequeña nariz hundida, la puse de costado para que no se fuera a ahogar en su propia sangre; tosía, pero seguía durmiendo. Se acostumbró rápido a respirar por la boca; el cuerpo si es una cosa muy hijueputa. De manera automática, en medio de la inconciencia, reconoció lo que debía hacer para mantenerse con vida… en fin. El negro me miró y me dijo que no le fuera a cagar el regalo de cumpleaños, ahí fue cuando me relajé, me regresé al asiento y me fui los 40 minutos que hubo de viaje en silencio, mirando a la calle por la ventanilla polarizada de la camioneta, mientras el negro y el conductor del carro se rotaban una botella de aguardiente como colegialas calientes. Por poco se lo pasan de boca en boca, pero creo que se controlaron porque yo iba ahí atrás, arrumando toda la oscuridad que tenía dentro para depositarla sin vergüenza alguna sobre aquel frágil recipiente que se nos había otorgado. Como siempre rechazaba el aguardiente, a mí esa vaina me pone mal… la cosa es que terminaron la botella entre ambos, justo antes de que llegáramos al quirófano. Cuando entramos al tugurio (le diré que está cerca de una de las entradas a la ciudad), yo me imaginé que llegaríamos a un lugar idéntico al anterior, con una habitación mugrosa y un mesón de aluminio. Pero si usted pudiera ver el lugar al que llegamos, teniendo en cuenta el mierdero de lugar en donde estábamos, se le cae la mandíbula. La fachada de la casa era espantosa, los ladrillos estaban mal arrumados, se les había ido la mano con el cemento al momento de pegar y no se habían tomado el tiempo para repellar. En fin, lo primero que pensé fue “otro moridero”, hasta que abrimos un portón reforzado; tuvimos que empujar entre los tres, sobre todo porque el negro y el chofer ya estaban bastante prendidos. ¿Usted sabe lo que es lo impoluto? ¿No?… Lo impoluto era ese lugar, sus paredes blancas, sus pisos diamantados, la pulcritud en los estantes llenos de instrumentos quirúrgicos, ordenados por géneros, acomodados sobre unas vidrieras bien pulidas cerradas bajo llave y con un listado en acrílico del inventario a un costado de cada estantería. Todo ese orden era para mí lo más hermoso de este mundo. Había seis mesones con desagüe, máquinas de anestesia, una vaina que se llama cuna radiante, que es para los bebés, mesas de pasteur y camillas. Sacamos de la camioneta a los renacuajos y a la niña, yo me quedé con la niña en la sala de operaciones, pero el negro se llevó junto con el chofer a los renacuajos hasta una habitación conjunta en donde el chofer les metió una bala de cien a cien a cada uno. Trajeron los cuerpos y los pusieron a desangrar colgados sobre los mesones, después destaparon otra botella de ese trago horrible que les gustaba jartar. Yo me quedé al lado de la niña esperando a que el negro se arrimara para compartir, pero estaba embelesado con el marica del chofer, que le montaba la pierna y le acariciaba la cara despacito, como enamorado. Usted no sabe la impaciencia que me daba verlos, sobre todo porque yo no sabía que el negro era maricón. Obviamente me desengañé de la peor manera. En un momento, después de un largo rato, el negro se acordó de mí. Me miró por encima de la cabeza del chofer que le comía a besos ese cuello nervioso, tan curtido que parecía mugroso, y me dijo “empiece, pues, pero no la vaya a matar”. Con los niños es difícil decidir qué hacer. Las posibilidades son infinitas y los riesgos mínimos. Esa fragilidad es demasiado consentidora. Uno se enamora de las cosas dóciles, y es sobre ese tipo de cosas sobre las cuales acostumbra poner la mayor cantidad de crueldad posible. Es como una ley, ¿comprende? Cuando se me iluminó el bombillito, me arrimé a un estante que decía “Corrosivos”. Como estaba tímido, saqué un frasco de ácido muriático para despertarla. Agarré unos copitos y un frasco de alcohol para limpiarle la nariz. El negro me dijo que le quitara la mordaza del todo, porque si no, no iba a poder gritar; “Todo es parte del cumpleaños”, me dijo. Cuando le pasé el frasco de muriático por la nariz a la niñita, se despertó brincando como un resorte sobre el mesón. De una se agarró a llorar, yo le puse la mano en la jeta y le dije que se callara, pero la culicagada siguió berreando a moco tendido. A mí no me gustan ni cinco los niños, menos los llorones, por eso empezaba a llenarme de rabia facilito. Le puse dos cachetadas con todas mis fuerzas pero tampoco se calló. Empecé a sacar frascos del estante de “corrosivos” hasta que encontré un recipiente de potasa cáustica…

Si bien el mal no es un sujeto propenso a lo punible, ni mucho menos un objeto sobre el cual podamos cerrar nuestras manos o posar nuestros ojos como por sobre el lomo de un perro o un paisaje en la lejanía durante un viaje en bus, no podemos olvidar que ninguna de estas cualidades etéreas se transfiere al individuo que ha decidido que la crueldad es un baluarte, y que muy al contrario del concepto del mal, o del mal en sí mismo, punible sólo sobre este individuo y bajo la condición de haberse ejecutado un acto culposo, el cuerpo será siempre el centro del vejamen, un bastión del castigo. Martinez entiende eso a la perfección, lo usa para mantener, desde su retorcida perspectiva, la conciencia tranquila. Es decir, entiende que el mal es el mal solo cuando se ha manifestado, cuando ya ha hecho daño, no antes, por eso asume su castigo con el cinismo de quien reza tres padres nuestros y dos ave marías tras confesar al párroco una violación y seis asesinatos. “Si en el purgatorio se paga en la muerte, en la vida se paga en la cárcel. La única diferencia es que en el purgatorio tiene uno la oportunidad de ir al cielo, en cambio aquí usted sabe que afuera, cuando salga, siempre va a estar el infierno esperando” me dijo Martinez justo antes de despedirnos. Le gusta hacerme pensar que es un tipo inteligente, pero yo solo veo una oscuridad sobre la que ninguna lumbre podrá engendrarse jamás.

 


 

[1] Nota editorial: les presentamos la continuación de esta crónica (partes 5 y 6; en próximas publicaciones incluiremos las restantes) y sugerimos acompañar su lectura con las entregas anteriores sobre el trabajo de Cicerón Navega, del recopilador Iván Aponte.

La imagen fue seleccionada por les editores del blog.

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