Crónicas y Entrevistas Falseadas De Cicerón Navega[1]
Recopilador: Iván Aponte
Apartes sobre Cicerón Navega y una obra sin compendios
Las razones por las cuales ninguna de estas crónicas y entrevistas fueron antes expuestas a la luz y juicio de los lectores, son diversas, en su mayoría inverosímiles y en las más de las ocasiones, carentes de justificación alguna. Para Cicerón Navega (1944-2015), la publicación de su trabajo no representaba, ya entrado en la madurez peculiar del oficio, un aliciente real para su vocación como cronista, pues encontrando siempre en el medio editorial una negativa maliciosa y reincidente, optó, de manera muy acertada, por las formas de la oralidad. Comprendía los beneficios económicos de las prácticas hegemónicas de los medios, lo mucho que la masificación del mensaje facilita el alcance de la información, pero también lamentaba aquella liviandad con la que podía aterrizar sobre falsedades y susceptibilidades peligrosas, carentes por completo de fondo. Sin embargo, sus raíces profunda y definitivamente discordantes con todo aquello que fuese susceptible de ser arrojado o ignorado, pasado por alto gracias a la falta común de interés e interpretado de manera pueril, lo mantuvieron anclado en aquella posición, tan arcaica en lo esencial y tan moderna en su capacidad mutagénica, del eterno narrador.
La censura que pretende encubrir barbarie y miseria, se manifiesta de maneras inconmensurables, pues se desplaza por el terreno sinuoso de la moral y la variabilidad de la ética, ignora la universalidad del individuo pero le somete a la universalidad entredicha del sentido común; reptando por entre lo impersonal o por entre lo profundamente humano, atraviesa los campos de la justicia más no, extrañamente, los de la verdad. Los censores estructuran lo real, determinando y señalando lo irreal, lo obvio o lo correcto, incluso, los valores que han de prevalecer en pos de perpetuar la especie sin hallar un propósito más vulgar que el de la vana continuidad de la existencia, y todo esto sin garantías para la vida. Cicerón Navega huyó de aquellas fauces, “no siempre con éxito, pero siempre ileso”, como me explicaba en el 2013 cuando fui a preguntarle directamente si podía recopilar algunos de sus crónicas y entrevistas para una eventual publicación. Dijo que sí e impuso, aparentemente ya meditadas, tres condiciones.
La primera pauta que debía seguir era “Nada de crónicas antes de 1974”. Para la gran mayoría este periodo de tiempo resultará algo arbitrario o fortuito. Pero para nada. La razón vendría de boca del mismo Navega en medio de una conversación amistosa, aún con los micrófonos de la grabadora de cinta encendidos, pero con los cerros de manuscritos seleccionados y archivados en los profundos libreros de su nada modesta biblioteca personal. “Antes de los treinta andaba muy distraído, pelao. Creía vivir la vida del Yonki, ¿Me entendés?, pero del Yonki criollo, arrastrándome entre el cacaotal de la universidad y el platanal de las ciudades con una botella de aguardiente en la mochila y una cara de culo constreñido, eso sí, bien ebrio. Nadie se me acercaba. Andaba enojado con todo el mundo. Por eso escribí entonces un montón de basura. Muy poca cosa digna de ser mencionada. Así que nada de crónicas antes de 1974”.
La segunda condición, que de estar vivo Navega me sería imposible de revelar, expone una gama de profundas necesidades que nos representa a todos, emergentes del afecto, de la compañía, y sobre todo para un hombre como él, la intensa necesidad de ser escuchados. De los cuatro días a la semana que habíamos acordado dedicar al proyecto, era necesario tomar uno de ellos para explícitas instrucciones: alimentar a las aves en el Parque de la Retreta, comprar libros, beber café, comer helado, (lo prohibido), ponerle conversa a algún extraño y contarle alguna historia a aquel desconocido. Ahora que en un acto displicente nos ha abandonado, dejándonos a nuestra suerte como una retaliación por la inmensa soledad a la que fue sometido, él, quien hacía de la palabra viva, de la oralidad, la expresión máxima de su individualidad, podemos sentir, quienes enamoradamente fuimos su público, el contrapeso del vacío que genera la muerte cuando se lleva la música y nos deja el silencio.
La tercera y última condición era dejar por sentado algo que para muchos de nosotros resultaba más que evidente, pero que nadie podía enunciar mejor que el mismo Navega: “Mi primer trabajo como escritor fue en una revista de la universidad. Había muchos tipos como yo haciendo pasantías y escribiendo artículos sobre economía, académicos todos, mandados por los mismísimos profesores, que eran a su vez los que se encargaban de revisar y aprobar los textos. Una cosa vomitiva. Yo era el único dentro del equipo que estudiaba para Auxiliar de Ingeniería y ninguno de mis profesores estaba honestamente interesado en dar aval a mis textos sobre topografía, así que no contaba con el apoyo de ninguno de los docentes para poder publicar. Entonces se me ocurrió entrar con las crónicas, porque las crónicas devienen del contacto con el mundo circundante, con los aspectos reales que huyen de lo relativo porque se encuentran comprometidas con la verdad, y allí nadie, a menos que sea un mentiroso, puede meter la mano. Lo bueno es que nadie quería quedar como un mentiroso, ni mucho menos animarse a corroborar mis historias. Escribí una primera crónica que se llamó Insomnio y se la envié directamente al editor en jefe de la revista, me salté el protocolo, para que entendás. La crónica trataba sobre un tipo que decía que llevaba dos años sin dormir. Resultó que sufría de narcolepsia y presentaba principios de Alzheimer. Quizá, debido a esa mezcla particular de afecciones, nunca recordaba haber dormido, y llevaba su vida como una continuidad sin la paradoja del sueño. Imagínate, ¿cuán cortos serían los días? Yo planteaba esa pregunta dentro del texto y al editor le gustó tanto que decidió publicar la crónica. Tenía a los profesores, a esos censuradores de mierda, cogiditos de los huevos. No podían decirme nada, pero quince días antes de que se imprimiera la edición, encontraron la manera de joderme, obligándome a publicar bajo el seudónimo de La María. Acepté. Con ese nombre se publicaron las primeras dos crónicas, sin embargo yo fui más allá y comencé a firmar como El Maricón. Me expulsaron de la universidad durante todo un semestre, pero tuvieron que reintegrarme cuando el jefe de redacción de la revista dijo que todo había sido iniciativa de un grupo de profesores, y que, además, la gente estaba exigiendo los textos de El Maricón en la revista. Regresé con una beca completa y fui el primer cronista de la revista, que siendo estudiante y maricón, recibía una remuneración por su trabajo”.
Cumplidas las condiciones, resta muy poco, o más bien nada que yo pueda decir acerca de Cicerón Navega y su obra; al menos no mejor de lo que puede decirlo la agrupación de estos diez textos, revisados y aprobados por él mismo, a lo largo de un proceso que tardó más de diez meses y en el cual estuve profundamente vinculado como recopilador, gestor y amigo.
[1] Nota editorial: con estos Apartes sobre Cicerón nos proponemos dar inicio a una serie de publicaciones, cada una en referencia a una crónica o entrevista recopilada en el cuidadoso trabajo de Iván Aponte, que vamos a ir compartiendo, periódicamente, con interesadas y dispersos lectoras.