El pueblo
Por Blas Estévez
El pueblo está muerto. Lo está desde que su estación de ferrocarril fue enterrada en la década del 90. Cuando cerró, un mazazo rompió su espinazo. Ahora el viento amontona la nostalgia de haber sido lo que ya no se es, lo que definitivamente ya no se es.
Se perdieron también con ella los cansados pies que desde pueblos vecinos traían en numerosas caravanas a los trabajadores del azúcar, serenos, doblegados. Los ingenios les pedían sus vidas durante tres, seis meses a cambio de hostigamientos y penurias y un pedacito de salario derruido para que sus cuerpos no terminen de desfallecer en el humo de sus quemas. En grandes caravanas también las mujeres y sus mulas y sus burros, tras esos meses de feudal cautiverio, volvían a la estación a buscar a sus esposos, hijos, amigos. Volvían, recuerdan esas señoras, cada vez con menos pedacitos, la siniestra relojería del ingenio los mutilaba con elegante voracidad lamiéndolos con corrosivas lenguas para, a su momento, tragarlos sin esfuerzo. Sin resistencia.
Ahora, hoy, lentamente la estación desaparece, el tiempo la traga pedazo a pedazo con oxidada letanía y enfatiza, de esta forma, la estatura de su ruina.
Lo que no desaparece, sin embargo, son los ingenios. Ahí están todavía los ingenios (¿se llegan a ver, usted… usted, los llega a ver?). Ahí están latiendo con monstruoso pericardio, ávido de cuerpos porque en ellos encuentra la cifra de su moneda.
Pero secretamente se corrompe este monstruo. En su hostigamiento cree medir la grandeza de su esplendor cuando en realidad no hace sino, más tarde, más temprano tallar el cuchillo que le romperá el pecho. Así, al menos, quisiéramos que suceda.
En el pueblo de eso no se habla. En realidad, en el pueblo, no se habla de nada. Cuando es necesario hacerlo se hace en susurros, pidiendo permiso y poco. Eso sucede porque la soledad, acá, en el pueblo, carga con la nostalgia definitiva de la derrota: la soledad aquí es un efecto del ruido de rieles silenciados. Soledad y silencio y derrota componen una armonía cuyo pesado lastre espeja cuerpos doblegados. Desde que la ferretería del tren dejó de sonar, en el pueblo no se habla; pero sobre todo no se habla a causa de ese enorme y siniestro pulpo de azúcar que no descansa en el formidable y aciago ejercicio de sembrar esqueletos sobre el valle, en el canto de su dulce producción.
Cuando la canallesca política cerró tu estación, cuando los señores del ingenio mordían desaforados la tierra, se aquerenció ese tipo de silencio que es menos una posibilidad que el último terrón de tierra que cubre una existencia.
Detrás de la montaña, pueblo amigo, te acecha el olvido que pacientemente trenza la cuerda con la que ajustará el lazo alrededor de tu flaco cuello.
Pero usted, señor del ingenio, no se confíe, la historia de vez en cuando ajusta sus cuentas. Y así como de este pueblo no queda sino un cascarón de barro no vaya a ser que el tiempo gire en redondo y vuelque su furia contra los patrones, contra usted patrón y señor de los ingenios y raje su garganta con serena justicia.