ACN

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Por Andrés Cabrera Narváez

Aquellos que se engañan a sí mismos y a los otros de manera consciente solo destruyen la acción colectiva y organizada en función de la construcción de identidad. 

Esos seres viles, cargados de sagacidad que con desprecio mancillan las posibilidades (micro)emancipatorias y de resistencia de quienes acudimos con ilusión al camino de la academia, son quienes hoy alardean transitar las calzadas opulentas de la gloria y ocupar sin reparo lugares que no les corresponden. 

Son seres mezquinos que no distinguen con el espíritu y cercenan las causas nobles y comunes. Han engañado cuantiosas almas por posar de críticos y se han arrogado el derecho a ocupar un lugar de enunciación de semejante inconexión con sus prácticas. 

Tienen claro que toda elección léxica tiene un significado, pero sus actos no les alcanzan a complacerle. 

No valoran las necesidades del contexto, pues actúan como objetos pasivos incapaces de hacer la realidad social, pero sí capaces de lograr sus fines por encima de cualquier medio. 

Estos seres, avergonzados de su procedencia, y cautivos de la mediocridad por su ceguera ante la grandeza, desconocen el ser como expresión de la unión pura entre sujeto y objeto. 

Se refugian en la superficialidad de lo que aparentan sin comprender que su trabajo no requiere más de seres que actúen con displicencia. 

No reflexionan respecto de las profundas transformaciones que se efectúan en nombre de la eficiencia y la eficacia, pero sí se habitúan, consentidamente, a buscar formas otras de ascenso que les permitan afincarse en la esclavitud acostumbrada por el apego apresurado a lo erróneamente considerado digno de acumulación. 

Se vanaglorian por lo que hacen, escriben, publican, siempre a la luz de la codicia de reconocimiento social, pero sin esfuerzo porque no hay siquiera alguno. 

Son actores, intérpretes y maestros del engaño, incapaces de conciliar sus disonancias, pero siempre sabios al emprender discurso alguno. 

Creen ocuparse de todo, pero ‘todo’ es una palabra muy grande para ellos. Son expertos en arrancarles fragmentos inconexos a la vida para hacerlos contrastes cargados de puras contradicciones que se tornan llamativas. 

Si aquellos no estimulan sus propias capacidades, ¿podrían estimular las de otros? ¿o solo convertirles en una pléyade de súbditos que les tributasen para mantener su apariencia engrandecida? 

Se dicen críticos, pero son mendigos y borregos de la acumulación, esclavos de lo que te mata, te somete, te despoja y te corrompe. 

Se hacen llamar académicos al tenor del compromiso, la vocación, el amor impoluto por los otros, pero envilecen tan loable labor por su angustia inusitada por reciclar su identidad para proyectarse como astros de una actividad que nunca emprenden desinteresadamente. 

Creen que ser una reconocida académica o académico es un honor que hay que buscar o pedir. ¿Cuál es la función de la academia? ¿Cuándo hemos dejado de transformar la vida de nuestros semejantes, de ayudarles a convertirles en seres autónomos y libres, de transformar sus contextos y posibilidades? 

Nuestra realidad académica se ha cosificado y, consecuentemente, se ha vuelto medible, cuantificable, operacionalizada por las cuantitas y ello ha cargado con otros intereses nuestro actuar. ¿Cuándo ser se ha vuelto no ser? “Del ser ya no queda nada”, diría Heidegger. 

¿Tiene algún sentido no contraponer a la indiferencia y la injusticia espíritu alguno que procure subvertir el orden social y moral?

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