El frigorífico

El frigorífico

Por Blas Estévez  

Ahora está echado como un pobre perro sobre el costado de la ciudad. Cada pedazo que cae es devorado por  una selva intrépida y también por una secreta indiferencia que de reojo lo mira desde comercios sórdidos, atestados de tufo de ciudad. También lo mira con indiferencia el antiguo habitante; acaso encuentra allí la ley de su derrota, la medida de su oscuro final.

Pero alguna vez latió ese enorme ladrillo devorador de vacas. Y cuando latía se llenaban de sangre sus hendijas y, acaso,  de carnes las casas. Se llenaban de sangre también los hábiles y despiadados colmillos de sus propietarios que en el comercio de sus costumbres nunca se animaron a trocar sus privilegios, ni siquiera cuando el rumiar de las bestias se confundía con los estertores de amargura que cabalgaban sobre los hombres, sobre las mujeres de esa formidable cuchillería.

El camión las acunaba en una teleología carnicera que normaba un final a martillazo limpio. La bestia colgada, chorreante, con los ojos vueltos hacia sí misma, acaso buscando algún refugio, nunca supo que mientras transformaba en largas rutinas el pasto en carne, en kilo, una boca oscura las esperaba, un siniestro bloque de ladrillo que ni siquiera podía sopesar. Comía. Sólo  comía sin poder conjeturar que allí, en ese mordisco verdoso y babeante, residía  la cifra de su frigorífico final. 

Las largas horas de cuchillo, las condenadas tertulias de filos, la congelada pieza, el esfuerzo de lomos que cargaban pesadas reses, que cargaban generacionales y abrumadoras faenas, el gancho y el ruido sofocante de los últimos mordiscos, un silbido jadeante, un mugido desconcertado.  Cuerpos que sin saber acaso si pesaba más la carne o la distancia que separaba los cofres del patrón de sus manteles plásticos y vinos que derruían iban de blanco, en terrible  parodia.  Al patrón eso no le preocupaba, porque estaba absorto en su sanguinolenta contabilidad. La latería de las conservas murgaban sus músicas y dedos gigantes de uñas amarillas las hacían bailar al compás de la producción cuando el sirenazo partió la rutina en dos. Pronto partiría cuerpos. Pero eso, eso todavía no se sabía.

Llegó una noche el militar y les gritó que aún siendo un hijo del pueblo, tenía planes para otro tipo de carnicería. Escondido bajo su capota se vio el ojo del patrón que, a diferencia de la vaca, no pudo ir hacia adentro porque su refugio estaba en el armerío que lo rodeaba, adentro… adentro era pura mosca.                                    

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

es_MXSpanish